“Las mujeres no lloran, las mujeres facturan”: unos versos de Shakira a debate / Víctor H. Palacios Cruz


 

Se dice con razón que escribir –como cantar, pintar o bailar– tiene algo de terapia y sanación. Escribir la desgracia, por ejemplo, es haber sobrevivido a ella. Haber salido de uno mismo para objetivar la propia situación y adoptar un ángulo externo que coloque los hechos en su justa magnitud y, de paso, evite el quedar ahogado por las penas al tomar distancia de uno mismo y transferir el dolor a un libro, a un lienzo o a un producto cualquiera donde, a partir de entonces, adquiere una existencia entre las cosas del mundo.

De ahí que no se le pueda pedir a esta clase de testimonios, cuya sola enunciación requiere un coraje ímprobo, la objetividad de otros juicios y la imparcialidad de otros pronunciamientos más profesionales que personales.

Ayer, caminando con mi esposa y mis bebés, al pasar al lado de una pareja por la calle, noté que escuchaban en el celular la canción más reciente y posiblemente más reproducida de los últimos o de todos los tiempos, registrada en las plataformas al uso de la manera más curiosamente fría y técnica: “Bzrp Music Sessions Vol. 53”.

Por si existen algunos afortunados a los que no ha llegado aún la noticia, se trata de la grabación de un ritmo híbrido en la cual Shakira, para bien o para mal la estrella del momento, hace una feroz imputación pública contra su ex pareja a quien, hasta hace un tiempo quizá imposible de precisar para ella misma, amaba lo bastante como para haber decidido casarse con él y tener dos hijos que, a todo esto, ahora sufren y más tarde sufrirán más todavía el ruido de la ruptura provocado por sus propios padres.



Escribo lo que sigue, pues, para exorcizar mi cabeza y deshacerme de un zumbido que me ha invadido por impregnación como lo hacen todas las novedades que no podemos impedir que nos “sal-piquen” al aparecer en nuestras pantallas con odiosa insistencia y convertirse más por acumulación que por entidad en un suceso ferozmente presente, por medio del contenido en sí o de sus derivados (reacciones, memes). 

Admito, ante todo, que hablo no como admirador de Shakira ni del ex futbolista Gerard Piqué, ni menos como experto en la vida de ambos (quizá más conocedor de la trayectoria deportiva del segundo que de los éxitos discográficos de la primera), ni menos como profesional especializado en conflictos de pareja. Lo poco que puedo decir de Shakira, a la que he escuchado más por razones ambientales que por el “play” de todos los reproductores de música que han pasado por mis manos, es que está totalmente lejos de tener en mi memoria la consideración de una cantante o artista de interés. Y perdón por la franqueza.

Que le parece horrísona a mi oído la voz aflautada que a menudo imposta; que me parece sospechoso el uso frecuente que ha hecho de la obra ajena para obtener fortuna propia; y que me ha parecido, las pocas veces en que me he puesto a pensar en ella, una bailarina talentosa y una astuta empresaria, campo este último donde le va de maravilla su autoapelativo de “loba”, antes que una compositora o intérprete valiosa e imperecedera.

Recuerdo que cuando salió su álbum debut Pies descalzos, a mediados de los noventa, pensé que teníamos delante a la cantante latinoamericana que desplazaría la marcha de la música popular de sus centros firmemente anclados en Miami, Londres o Madrid hacia una más cercana capital sudamericana. Pocos años después, su trayectoria se volvió la de una figura como otras que simplemente, como dice ella misma, “facturan” cifras colosales más relacionadas con el filo de sus contratos y la agitación de sus caderas que con una música notable por sí misma.



En una mujer que hizo un drástico cambio de look a inicios de siglo para, según sus propias declaraciones, irradiar el aire bohemio de Alanis Morissette, y a la vez tener los rizos dorados de Britney Spears y el opulento trasero de Jennifer López, no podía sino quedar claro que el proyecto artístico que su carrera prometía quedaba, de repente, indoloramente relegado por un plan más terreno y crudamente mercantil, pero tan legítimo como el de las decenas de aspirantes a la estelaridad con que la industria busca cada tanto el cuantioso incremento de su capital.

De ahí que, puestos en contexto, no sean nada casuales o inesperados, en la canción más de moda ahora mismo, versos como estos: “las mujeres ya no lloran / las mujeres facturan”. Dicho lo cual, sorprende muchísimo la interpretación tan irreflexivamente favorable que se ha hecho de ellos al ligarlos a la causa, por lo demás encomiable, del empoderamiento de las mujeres. Lo digo yo que, como saben mis alumnos, libro mis batallas argumentales contra el machismo y defiendo la igualdad de los derechos en la diferencia de los sexos y de los modos de ser de todas las personas.

¿Qué significa realmente eso de que “las mujeres ya no lloran”? Lo pregunto porque, en rigor, qué es esta canción sino la extensión exclamatoria de un furor, de un llanto ya lavado que ha dado paso al rencor y la amargura, lo que por otra parte no es ninguna novedad ni en el comportamiento humano ni en la música popular, por supuesto.



De hecho qué sería de la historia de uno de los géneros más hermosos que ha inventado Latinoamérica, el bolero, sin el despecho que dió lugar a tantas melodías preciosas con letras, sin embargo, tan literarias como vengativas y burdamente machistas. En ese sentido, ¿tendrá la pieza grabada por Shakira junto al productor argentino Bizarrap la misma gloria y perennidad de un clásico compuesto por Agustín Lara o Bobby Capó?

Ahora bien, el que “las mujeres ya no lloran”, ¿quiere decir que para que una mujer se defienda a sí misma frente a los varones debe empezar por reprimir sus estados de ánimo? ¿No dejarse aplastar y afirmarse con personalidad pasa necesariamente por no aceptar lo que sentimos? ¿Acaso “llorar” es una señal de repudiable debilidad?

Shakira lo canta justo ahora en que cuesta tanto fomentar una masculinidad nueva, post-machista, más equilibrada, madura y armoniosa, que acepte sus miedos y, por tanto, también sus lágrimas. Que abandone para siempre el ruin prejuicio según el cual “los chicos no lloran”.

¿No serán las palabras de Shakira una confirmación lamentable del triunfo oculto del machismo en el interior del mismo oleaje feminista, al dar por entendido que el único modo de defender el valor propio es imitando al varón que se pretende fuerte e invulnerable, a fin de subrayar su falsa superioridad sobre el sexo femenino? ¿No retrata esta canción, contraproducentemente, a tantas mujeres que, siguiendo el juego del machismo, ven en un endurecimiento masculinizante la única manera de salir adelante? ¿No es esa estrategia una implícita convalidación de la verticalidad abusiva de la ideología que se denuncia?



Más razón para detestar esta inveterada desigualdad de los sexos, capaz de engendrar feminidades que pelean por el reconocimiento traicionándose a sí mismas y atentando contra su propia humanidad, la de unos seres finitos que de tanto en tanto caen, se lastiman y lloran largamente? Como les pasa en los poemas de Homero a un Ulises o a un Aquiles, nada menos.

Lo peor es que esta negación vaya seguida de una frase que pretende ser su sustituta: “las mujeres facturan”. ¿Quiere eso decir que, mejor que lamentarse y padecer, es sacar partido material del dolor y obtener dinero con su teatralización? ¿Cuánta sinceridad podemos atribuir a un sufrimiento que, de inmediato, como ciertos actos de dudosa caridad, se escenifica delante del mundo?

¿Qué les decimos, querida Shakira, a todas las mujeres que, después de separarse de sus parejas, por infidelidad o por lo que sea, siguen llorando porque amaron de verdad, porque no cedieron al rencor sin que ello implique menoscabo alguno de su dignidad? ¿Qué les decimos a las miles de mujeres, madres o no, que intentan dejar de llorar y quieren realmente “facturar” y no lo consiguen porque la sociedad se los impide? ¿Son menos mujeres por no tener el éxito que usted ha tenido? ¿Debe avergonzarse una mujer y en realidad cualquier ser humano que, intentándolo, no consigue nunca aquello que se propone?

Rentabilizar la desdicha no es nada raro en la “historia del espectáculo”, y convertir las heridas en una representación convoca multitudes, pues, entre otras cosas, como diría Julio Ramón Ribeyro, “la gente duerme más tranquila arrullada por la música de una desgracia ajena”. Recuerdo que al llegar a España hace 25 años escuché decir que la tonadillera Isabel Pantoja sacó amplio provecho financiero de la trágica muerte de su esposo, el célebre torero Paquirri, allá por los años ochenta, gracias a su dulce balada “Era mi vida él”.

Por supuesto, que no me malentienda nadie, mis objeciones a la letra de Shakira no suponen una preferencia por aquella otra aquejada de impotencia y resignación, por parte de una esposa que se sabe engañada y dice: “mañana me dirás / que te quedaste a trabajar / y yo fingiré / y yo fingiré una vez más. // Y en la cocina / cuando esté sola podré llorar”, en el sobrecogedor tema “Comienza a amanecer”, que la paraguaya Perla grabó en Brasil hacia 1981. Del mismo modo que abomino no la música, pero sí la letra del colombiano Alci Acosta en su recordado bolero: “el triunfo mío será / verte llorar gota a gota”.



En contraste, viene a mi memoria la canción de Billy Vera, un intérprete norteamericano ya casi olvidado que, ante una parecida experiencia de infidelidad por parte del amor de su vida, declara negarse a ceder al odio y más aún a levantar la mano contra aquella a quien sigue amando pese a todo. Sufridamente, dirían algunos lectores, bien lo sé.

Por último, en estricta lógica, la persona que acribilla a su ex pareja con una sucesión altisonante de adjetivos termina por perforar su propia inteligencia al confesarse incapaz de haber conocido bien al otro o la otra teniendo, por ello, que asumir todos los costes de su imprudencia. Pero, en descargo de todas las Shakiras que en el mundo han sido y serán, hay que decir que todo individuo tiene derecho a sus errores y a sus propios trances de alegría o de aflicción y que en esos procesos irreversibles y tempestuosos no es posible pedir lucidez y ecuanimidad a ningún mortal sobre la Tierra.

Demasiado turbulentas para ver con claridad y tomar decisiones, sin embargo qué sería del arte y la cultura sin la inagotable variedad de relatos que las emociones chispeantes y contradictorias de que estamos hechos inspiran y desatan. Sin ellas, la historia de nuestra especie sería probablemente más serena, normal y correcta, pero por ello mismo más predecible, anodina y plana. Y sucede que a los humanos nos atraen más las historias que las leyes y los conceptos. 

 

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