El pesimismo: su lucidez, sus incoherencias y su curación / Víctor H. Palacios Cruz

Un optimista y un pesimista, pintura de V. Makovsky (1893).

 

Dejando a un lado la inclinación hacia lo sombrío propia de enfermedades psicológicas plenamente diagnosticadas por la medicina, la depresión en particular, y que merecen el mayor respeto y toda la asistencia posible, mi impresión es que el pesimismo en cuanto idea es la consecuencia natural de una ambición perfeccionista confesa o no que, tarde o temprano, se da de bruces con la indómita realidad y la intrincada red de todas sus variables; y es, por tanto, otra de las modalidades de la rebeldía contra nuestra pequeñez e insignificancia.

 

El conflicto entre vivir y comprender

Según Kierkegaard, “la vida solo puede ser comprendida mirando hacia atrás, hacia lo que ya no podemos cambiar; pero solo puede ser vivida mirando hacia adelante, hacia lo que aún no existe”. De ahí que solo se pueda ser seriamente pesimista cuando se mira el pasado propio y ajeno considerando exclusivamente sus insuficiencias y defectos; o cuando se descubre, como el poeta Jorge Manrique, que simplemente quedó atrás y, al volverse inaccesible, se sabe al fin que “todo tiempo pasado fue mejor”.

En cambio, a la hora de vivir, una opinión o una actitud negativas serían un estorbo o un contrasentido, pues creer que los acontecimientos se abocan sin remedio hacia lo malo o lo peor solo sería coherente si de ello se siguiera una automática y estricta renuncia al obrar o, más radicalmente aún, una anticipación del destino adverso por medio de la destrucción del universo o de, al menos, la destrucción de uno mismo, que es otra forma de hacer que el universo deje de existir.

Quiero decir que, de hecho, el solo ir a prepararse un café, hablar con alguien o poner por delante uno de los pies supone la certeza de que hay algún grado de bien en aquello que a uno le espera a continuación. Levantarse al amanecer es pronunciar un “sí, quiero” a un astro que en la ventana nos invita con puntualidad, aunque allá a lo lejos donde realmente está nos ignore por completo. Caminar solo es posible si uno está decidido, siquiera por costumbre, a que el propio ser siga siendo un poco más, y entre los miembros de nuestra especie, para quienes la existencia no se limita a una pulsión biológica, eso únicamente tiene sentido cuando existe no un optimismo enfático, pero sí un mínimo de fe en los instantes que vienen, aun cuando no sepamos nunca si finalmente llegarán.

Golpeado por reveses personales, o harto de ciertos sucesos reiterativos en la marcha de la historia (en mi país, por ejemplo), no niego que he experimentado la rara atracción del pesimismo. Como un perro leal que acerca su cálido hocico al rostro del amo que vuelve a casa fatigado y se derrumba apenas cierra la puerta, así también he sentido en mis mejillas los lamidos zalameros con que el pesimismo cuadrúpedo y fraterno arrima el curioso consuelo de sus fáciles argucias.

Retrato de S. Kierkegaard (1813-1855).

 

El pesimismo histórico y universal

En el vasto devenir humano, el pesimismo ha sido más frecuente que los mismos malos tiempos, adoptado aun en el seno de las civilizaciones más opulentas y felices. Desde la dureza de las sentencias de El Eclesiastés, atribuido al sabio y poderoso rey Salomón –“todo es vanidad”, “nada tiene sentido”– hasta las páginas afligidas y llameantes de Emil Cioran –“creo en la salvación de la humanidad, en el porvenir del cianuro”–, para quien, al igual que en Arthur Schopenhauer, lo único que hace vivible el permanecer en este "valle de lágrimas" es la belleza de la música, sobre todo la de Bach.

Hablando de música, la cultura popular se prodiga en alusiones a las penas que se abaten sobre el sino personal –cantaba el Cholo Berrocal en el Perú de los años 70: “yo río cual un payaso que trata de fingir el sufrimiento cruel”– o sobre el sino de la sociedad –dice el tango “Cambalache” (1934) de Enrique Santos Discépolo: “que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé (…) vivimos en un lodo todos manoseaos”–.

El período de la historia entre los siglos XIV y XVII en Europa abunda en lamentos que no escatiman el tono apocalíptico. Uno de los versos de François Villon (1431-1463) dice: “tumbado en puro suelo, me temo que caeré”; en La nave de los necios (1494), Sebastian Brandt exclama: “el mundo entero vive en noche oscura (…) navegamos sobre el borde resbaladizo de la desgracia”; y en Anatomía del mundo (1611), dice el poeta John Donne: “todo está hecho pedazos, toda coherencia perdida”.

Enrique Santos Discépolo (1901-1951).


En medio de los tres, en un sermón de 1546, Martin Lutero predica que nuestra naturaleza es un maloliente pozo infestado de alimañas, y aun así nada peor en nuestro ser depravado por el pecado que la razón “que cree que todo lo que dice es del Espíritu Santo”, cuando en verdad ella es “la ramera del diablo”.

Mucho antes el papa Inocencio III, a fines del siglo XII, había escrito en su Desprecio del mundo, o sobre la miseria de la condición humana, que nada bueno puede venir de una estirpe que, para empezar, está hecha de vil materia; sale a la luz por el conducto abominable de un cuerpo de mujer, para colmo envuelto en su sangre y sus miserias viscosas; y que, por si fuera poco, es concebido durante el pérfido placer de una execrable unión sexual.

En nuestra literatura, muchas de las afirmaciones más desencantadas sobre el sentido de la historia y la posibilidad del conocimiento se hallan en los diarios, prosas y cuentos de Julio Ramón Ribeyro que, de pronto, contrastan con otros arrebatos de luz y celebración de la vida y la amistad que le dan su justa medida, en pasajes como este de Prosas apátridas: “me despierto a veces minado por la duda y me digo que todo lo que he escrito es falso. La vida es hermosa, el amor un manantial de gozo”, y todo tiene valor, al punto que “el guiso que me comí en el restaurante del pueblo es tan memorable como el teorema de Pitágoras”, y “la catedral de Chartres no podrá ser destruida ni por su destrucción”; y también en el escueto párrafo que cierra este libro: “la única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro”. Tan coincidente con Kierkegaard, por cierto.

Emil Cioran (1911-1995).

 

Pesimismo y anhelo de lo superior

Hay que decir, de paso, que para el consumidor de cine o literatura una crisis, un problema, el desarrollo de una lucha y la experiencia de una pérdida son infinitamente más interesantes que el prolongado plano de una dicha imperturbable. Pues, como canta la Odisea, “los dioses urden infortunios a los mortales, por dar que cantar a los hombres futuros”.

Así también, ningún genuino lector seguiría leyendo un ensayo que empiece diciendo que todo es bonito y que todo está muy bien. Por mi parte, detesto los best sellers de coaching y autoayuda inspirados en el implícito desprecio del derecho que tiene el prójimo a sentir su propia tristeza, y que se escriben con la fluidez de quien cree a ciegas que existen fórmulas que aseguran la consecución de los anhelos, como si el existir fuera una línea recta transitable para todos, excepto para algunos a los que se les ha ocurrido por capricho llenarla de meandros y complicaciones.

No hay quien me conozca y me imagine pesimista más allá de mis batallas cotidianas y, sin embargo, al momento de escoger mis lecturas prefiero aquellas que me sacudan y revuelvan todo lo que creía saber, de ahí que elija a autores críticos alejados de todo idealismo, porque solo con ellos puedo avistar las nieblas y los cráteres cuya privación, por obra de la sonrisa común de mis días, recortaría gravemente mi percepción de la existencia y el cumplimiento consecuente de mi papel de profesor y de escritor.

¿Significa todo ello que, en conclusión, los humanos tendemos a la idea de que el mal es mayoritario, predominante e irreversible, solo por gusto, distracción o vanidad? ¿La adquisición de una cierta cultura conduce por fuerza a una posición alicaída a causa del acceso a pensamientos e imaginaciones superiores frente a los cuales, como en Don Quijote o Madame Bovary, la extensión de lo ordinario se nos vuelve inevitablemente empobrecida y gris?

En su ensayo “Socialismo y pesimismo”, Georg Simmel decía que “en la medida en que el hombre concede importancia a sus deseos y sentimientos, decrece la capacidad del mundo de satisfacerlos”. Lo que explica por qué el avance de las condiciones de vida en cualquier parte no rebaja sino que, incluso, incentiva la tendencia pesimista al levantar cada vez más la altura de las exigencias. Como añade Simmel, la única cura contra el pesimismo no vendrá con la siempre imposible satisfacción de los deseos sino, más bien, con una “mitigación de nuestras expectativas y una humildad del yo”.

Georg Simmel (1858-1918).

 

Inviabilidad epistemológica del pesimismo

Por lo demás y desde un punto de vista estrictamente epistemológico, hay que decir que cualquier pronunciamiento sobre la totalidad de lo existente en clave pesimista u optimista es una desmesura de la razón, una tesis atrevida a la que le saldrán siempre incontables contrapruebas. Un juicio que, ante la materialmente imposible disponibilidad de todos los hechos, opta por la vía lógica –por tanto ilógica– de la extrapolación que proyecta lo poco conocido hacia lo aún desconocido, o por la vía más rudimentaria de pasar la parte por el todo.

Entre otros factores, los accidentes de la materia, la ingobernabilidad de las pasiones y la misma libertad humana -que no garantiza la constancia de una dirección en el rumbo de los actos- determinan que lo que conocemos hasta ahora en el recorrido de nuestra especie muestre todos los contrastes posibles entre los sucesos más bellos y los más deplorables, entre lo más santo y lo más ruin. De ahí que el pesimismo absoluto, al igual que su hermano mellizo el optimismo absoluto, sean insostenibles desde un punto de vista científico, filosófico y cognitivo en general.

De donde no queda más que verlo como la manifestación de un estado de ánimo, un devaneo del carácter, incluso un “exceso de salud”, parafraseando al Nietzsche del Nacimiento de la tragedia, puesto que la observación del largo de una grieta o de la hondura de un hoyo solo puede construirse desde fuera de estos lugares, a cierta distancia, por ejemplo habiendo sobrevivido a un dolor o a un desastre, y nunca dentro de ellos donde, por el contrario, resistimos, peleamos y estamos ocupados agotando hasta el último recurso.

Representación del papa Inocencio III (1161-1216).


De ahí que pueda decirse que el pesimismo es un lujo que quienes atraviesan distintas penurias (enfermedad, marginación, carencia) no se pueden permitir, porque mientras viven todo esto tan de cerca no cuentan con la visión del conjunto de las cosas y un agitado intento de sobrevivencia posterga cualquier ocio especulativo. Mientras cae por un barranco no tiene tiempo de ser pesimista la persona cuya mente cede, durante ese trance, a los instintos y neurotransmisores que aferran con energía el menor medio con el que puedan contener la caída. De ahí que en tiempos de bienestar y en las ciudades más prósperas sean tan requeridos los deportes de riesgo extremo, por la fuerte sensación de estar vivos que ellos proporcionan.

En todo caso, y sin descuidar la posibilidad de que se pretenda atenuar o eliminar las propias culpas por adelantado declarando que todo va a salir siempre mal, el pesimismo puede actuar a posteriori como el escudo protector del alma escarmentada que se niega volver a soñar a fin de no exponerse a nuevos fiascos. En esencia, el pesimismo es la posición del sujeto capaz de señalar una realidad negativa gracias al contraste que ella ofrece con el objeto brillante que posee en su cabeza. Con lo cual, el pesimismo es más la señal de una inteligencia fina y educada que la de una voluntad que ha aprendido el difícil arte de vivir.

Por lo demás, el desaliento ante la vida delata la preexistencia de una idea y, sobre todo, de unas aspiraciones –“el desencanto”, decía Ernesto Sabato, “es proporcional a la medida de la ilusión–. En ese sentido, se diría que si no está detrás la experiencia de una desgracia en toda regla, el pesimismo termina por ser una conducta desdeñosa, frívola o arrogante.

 

Pesimismo y creencia religiosa

Otro aspecto en juego en este inagotable tema es la manera cómo la creencia en el más allá, en cualquiera de las grandes religiones, modifica la valoración de lo terreno y lo visible, al sentar la seguridad de que hay, tras la muerte, algo superior a lo que esta vida puede entregar.

Hay que recordar que, entre los griegos, la identificación de lo divino con lo cósmico y, por tanto, la ausencia de una eternidad externa o trascendente convive, por una parte, con un fatalismo bajo el cual los mortales están en manos del voluble arbitrio de los dioses y, por otra, con una profunda devoción por la existencia y todos sus frutos tanto mundanos como espirituales.

Relación que cambia del todo con la irrupción del orfismo de raíces orientales y que, a través del pitagorismo, Sócrates y la escuela platónica, fomenta una denigración de lo material y, por tanto, de un cuerpo que, como dice Platón, es fuente de opresión, debilidades y conflictos.

Este esquema de un topus uranus o morada de lo divino cuya exaltación exige, a cambio, el hundimiento de lo terreno y temporal, se infiltra en la doctrina de San Agustín para quien, en La ciudad de Dios, esta vida no merece tal nombre y vivimos en franco exilio, desterrados y a la espera impaciente del arribo a la patria celestial.

Bajo el peso de estas y otras enseñanzas, el cristianismo medieval deriva en un rechazo de la carne y del mundo que solo la teología contemporánea, en los documentos de Juan Pablo II, Benedicto XVI y el papa Francisco, ha logrado superar gracias a una abierta reconciliación con los afanes seculares y la legitimidad de sus bienes al punto que, oh maravilla, la mirada puesta en el Paraíso ya no conlleva el necesario menosprecio de las ocupaciones en los que trajina la inmensa mayoría de los fieles, cuya realización honesta y excelente aumenta incluso los créditos de la redención personal.

Al menos en teoría, puesto que, como revelan nuestras recientes batallas culturales y políticas, no son pocos los creyentes que demonizan todo aquello que se oponga a sus verdades como si ya habitáramos el Cielo y ellos fueran, no se sabe por qué, los elegidos para separar lo que es digno de salvarse de lo que hay que arrojar al fuego sin clemencia, sean ideas o personas. Cuánta razón tenía Hölderlin al decir que “cuando alguien trata de hacer del Estado su cielo, termina por convertirlo en un infierno”. Mientras dura la historia la tierra es sencillamente de todos, de modo que hay que vivirla, y gobernarla también, contando con todos.

Quique González (n. 1973), cantautor español.

 

Conclusión

Dejando a un lado la inclinación hacia lo sombrío propia de enfermedades psicológicas plenamente diagnosticadas por la medicina, la depresión en particular, y que merecen el mayor respeto y toda la asistencia posible, mi impresión final es que el pesimismo en cuanto idea es la consecuencia natural de una ambición perfeccionista confesa o no que, tarde o temprano, se da de bruces con la indómita realidad y la intrincada red de todas sus variables; y es, por tanto, otra de las modalidades de la rebeldía contra nuestra pequeñez e insignificancia, similar al dogmatismo racionalista que deviene renuncia agnóstica, o al utopismo político que acaba en anarquismo.

Una intolerancia de nuestros límites e imperfecciones que, como sugería Simmel, se contrarresta no con la disciplina de una vuelta brusca a la demarcación del puntito que realmente somos en el tiempo y el espacio, sino con la algarabía que produce el asombro y el movimiento inacabable –¡la mayor sensación de estar vivo!– que esa inusitada reducción pone por delante. Esa incertidumbre que hace que la quietud ceda a un andar ávido y amoroso con las cosas, y que la rígida seguridad del conocimiento se entreabra en dudas e interrogantes que nos reúnan y entrelacen. Que hagan duradero el gusto por el camino y el encuentro. Pues, como dice el cantautor español Quique González, “el misterio dura más que la certeza”.

 

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