A los primeros alumnos de mi segunda vida de profesor / Víctor H. Palacios Cruz



Casi como los hijos, para los que amamos enseñar los buenos alumnos son aquellos que se las arreglan, no se sabe cómo, para entrar en uno, acomodarse holgadamente y luego llevarse su cálido ruido, su música irrepetible, y perderse en la distancia y sin remedio dejando el alma del profesor ensanchada sin límites por una sucesión de vacíos.

Ya no recuerdo bien qué decía a mis alumnos minutos antes del inicio de nuestra primera clase en este semestre que declina, el de la vuelta, para ambos, a la enseñanza presencial, la añorada y verdadera enseñanza. Yo llegaba seguramente agitado por la salida no solo de mi casa, sino sobre todo de dos años y medio de trabajo a pocos metros de la rutina de mis dos bebés, sobre todo del mayor de ellos que atravesó tan a mi lado todo el tiempo enrarecido y extenso de esta pandemia que no termina de decir adiós.

Sé que miraba de tanto en tanto mi celular por si llegaban noticias de cómo estaban ellos, si habían desayunado, si habían almorzado, si habían llorado después de la partida de mamá y papá al trabajo. Nubes que dividían mi cerebro y mi corazón, duelo del que solo podía salir lanzándome con ferocidad al presente de mi clase, buscando con urgencia la alegría, enterrada allá por marzo de 2020, de contar unas ideas buscando los ojos de mis alumnos, calentando el fuego de sus voces que finalmente brotaba para llenar de luz el aula y llenarme a mí mismo de esa dicha sobrenatural que produce la unión de varias personas en los mismos pensamientos, la misma actividad y la misma emoción. 



Alegría que, por fortuna, seguía viva no sé cómo en alguna parte de mi cuerpo, yo que dudaba de cómo sería no mi regreso al aula (el aula de ventanas que se abren tirando de unas cortinas y no a golpe de click), sino el nuevo comienzo de mi vida de profesor universitario, puesto que una catástrofe sanitaria mundial, con la oscuridad de los peores días que pasaba de aferrarse a un dispositivo electrónico a detestar la atmosfera ilimitada y sin oxígeno del medio digital, no podía dejar intactos ni a los adolescentes ni a los profesores ni a la vida entera en general.

Vi los ojos achinados de quienes accedían a una súbita claridad comparable a la que encandilaba al prisionero liberado que salía del fondo de una caverna en la célebre alegoría de Platón. El ardor ocular que causan los rayos del sol quedaba atrás, y a mi alrededor los muchachos se saludaban, se abrazaban, reían y parecían flotar como ejecutando una danza, alguna clase de rito inaugural. Pronto, el paso de los días fue poniendo también bajo el mismo sol sus dificultades, su pérdida de reflejos estudiantiles, el desconcierto de la adaptación, su precaria educación escolar y, también, los crujidos y fisuras de seres sometidos a trastornos, encierros y tristezas.



Qué desolador el resultado de sus primeras evaluaciones, en algunos casos un 75 por ciento de notas no aprobatorias. Y, por ello mismo, qué asombroso giro en el siguiente examen, en algunos casos más de un 75 de notas aprobatorias. Chicas y chicos que pasaron de un 04 o 05 a un 17 o incluso un 19. Hablamos, esclarecimos circunstancias, tanteamos diagnósticos, lanzamos líneas tentativas de aliento y esperanza.

Una alumna, lo recuerdo con ternura, se me acercó y me reclamó la calificación implacable de una respuesta suya. Intenté una explicación y ella se alejó bruscamente sin decir nada, con un irrespetuoso y muy humano despecho. En la siguiente clase, esta alumna me pedía una precisión necesaria para su toma de apuntes. Le contesté con la misma amabilidad y, luego, la segunda evaluación, y la tercera y la última: un ascenso majestuoso que llegó hasta la máxima altura de las calificaciones.

Se suceden ahora mismo en mi memoria escenas, momentos con mis muchachos que me encogen para rozar mejor su calurosa verdad. Una chica pidiéndome unos minutos fuera de clase para confiarme las frustraciones vocacionales y los conflictos familiares detrás de sus notas altísimas; otra pidiéndome consejo sobre cómo hablar a una amiga sobre un asunto grave y tal vez irreversible; otra, que no sabía que al escucharla me desgarraba por dentro pensando en mis propios hijos, al relatarme sus episodios de auto-agresividad y su búsqueda de ayuda profesional; otro chico pidiéndome en seguida el mismo tipo de socorro.



Muchacho que me hizo una mañana excederme en mi papel de profesor, no me arrepiento en absoluto, al contarme que el psicólogo con quien lo había puesto en contacto acababa de escribirle y habían acordado una primera cita: “es la única buena noticia que he recibido, profesor”, me dijo cabizbajo. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? “Ayer perdí mi billetera”. ¿Has perdido tus documentos personales? “Sí, y también plata, profesor”. Terminada mi preparación de los archivos de la clase en la computadora y listo el proyector, le pedí que me acompañara y le invité un café y charlamos caminando cubiertos por la amigable fragancia de la bebida caliente de vuelta al aula.

Cuántas aportaciones de ideas y debates atrapantes en todos mis grupos de la misma asignatura de antropología filosófica. Cuánto material aprovechable para el futuro. Qué hermoso escucharlos, qué extraordinaria e imperecedera estampa la de sus gestos y sus manos templando el vigor de sus reflexiones y la pertinencia de sus testimonios.



Alguna muchacha descollaba por la finura psicológica de sus análisis y sus ejemplos. Por cierto, a ella misma la vi un día llegar, sentarse sin saludar a nadie y salir al poco rato con los ojos enrojecidos. Justo un minuto antes de empezar mi clase, llegó un muchacho desconocido y me pidió educadamente permiso para llevarse las cosas de esa chica para la cual, con todo el derecho del mundo, mi clase no era el mejor lugar donde estar en ese instante. No pude reprimir mi intriga y mencioné el caso a dos compañeras suyas, una de las cuales me dijo discreta, escueta y sabiamente: “hay días malos, profesor”.

Con el paso de las semanas se sucedieron confidencias coincidentes en la objeción a los procedimientos de mis colegas en otras asignaturas, quejas atendibles que provenían de una probada voluntad de estudio, que un lado malévolo de mi cabeza recibía diciéndome a la vez: “pues con mayor razón la universidad debería aumentarme el sueldo, caramba”.

Vi el método novedoso de un alumno, de aquellos que habían emergido con fuerza tras un primer mal resultado, de elaborar bellas diapositivas para organizar sus respuestas a mis cuestionarios. Vi a otra alumna copiar esa estrategia e usar como ilustración para un tema una foto en la que una hermana suya pequeña colaboraba de un modo graciosísimo que me eximo de describir.



Vi a una alumna de casi incurable impuntualidad aparecer saltando y gritando de euforia por llegar esa tarde primera adelantándose incluso a un profesor como yo tan obsesivo con el reloj. Escuchamos todos a un adolescente en una sección y a otro en otra contar, en relación con un tema en desarrollo, la muerte de un ser querido venciendo la censura de los sentimientos propia de la mentalidad machista en que habían crecido. Escuchamos deslumbrados a una chica leernos sus textos de trabajo exhaustivos y pulcramente redactados al punto que parecían artículos para alguna revista filosófica antes que respuestas al cuestionario de un modesto curso académico.

Sobrevolé las mesas de los muchachos mientras hilvanaba mis argumentos descubriendo el talento de unos hábiles dibujos intercalados con la caligrafía de los apuntes de clase. Alguna había que dibujaba más que escribía y, por lo visto, los resultados respaldaban su original modus operandi.

Finalmente, me abrió en dos pedazos el corazón la muchacha que, en primer lugar, ante mi pregunta deliberadamente provocadora “¿qué prefieren: el paraíso asegurado o el riesgo del infierno?” respondió indubitablemente que el paraíso asegurado (renunciando con ello, y sin saberlo, a ser ella misma protagonista de su existencia y de sus decisiones); y, en segundo lugar, exclamando “¡qué miedo!” ante mi propuesta de imaginar el primer caso que recibirían como egresados de su carrera de Derecho. Ambas señales inconfundibles del azoramiento que realmente merece el calar la abrumadora libertad con que la naturaleza entrega a nuestra especie a su propio y tan falible arbitrio.



“Un amigo mío, profesor, estuvo en peligro de muerte varios días en un hospital. Se recuperó contra todo pronóstico, y ahora dice que no le da miedo nada, que vive con determinación. Ahora comprendo, por lo que acaba de decirnos en clase, que siente una libertad que antes no tenía”, dijo otro día un muchacho.

Por último, qué bien que cada uno de mis estudiantes haya encontrado su manera de estudiar y descubierto los hábitos que les permiten concentrarse en clase, sea dibujando, pintando, manipulando un muñeco o, incluso, colocando los pies sobre una pelota, en el caso de una alumna que la traía a clase para prestarla a los amigos un rato después. Los movimientos de ese balón bajo la mesa me entretuvieron sin distraerme de mi trabajo, y le inyectaron una suerte de motivación incógnita al curso de mis explicaciones. Ahora creo saber por qué.

Hay dos imágenes que entonces aguardaban a un costado en mi memoria: la de una escultura del filósofo y científico Roger Bacon en que se ve una esfera entre las manos que, naturalmente, simboliza no solo la Tierra sino el conjunto del universo abarcado por los conceptos de este sabio del medioevo inglés; y la del llamado mosaico de los filósofos, hallado en una residencia de Pompeya de tiempos anteriores a la famosa erupción del Vesubio, en que se ve a unos hombres, posiblemente miembros de la Academia de Platón, debatiendo con una esfera a sus pies.

Quitando la arrogancia que entraña la figura esférica de la metáfora –la pretensión de una imposible visión de todo lo existente–, esa pelotita para jugar vóleybol de la alumna era la imagen perfecta de nuestro saludable salir de nosotros mismos; la catarsis y el alivio de poner el mundo redondo y sus problemas a nuestros pies, apartado de nuestro encuentro animado, sin embargo, por nuestros esfuerzos siempre incompletos y por eso mismo inigualables de comprendernos como humanos, como seres finitos sacudidos por la inclemencia de la vastedad.

En cierto modo, como aquel grupo de jóvenes reunidos en una villa a las afueras de la Florencia asaltada por la peste bubónica a mediados del siglo XIV, que se cuentan cada día una decena de historias de lo más variopinto con que atravesar sin ahogarse un tiempo de horror y desesperación, como relata el prólogo del Decamerón escrito por el propio Giovanni Bocaccio.



Eso han sido mis clases, y eso he dicho a mis alumnos al despedirme. Gracias por haber hecho llevaderas, con sus miradas, sus palabras y sus inolvidables individualidades, mis primeras horas tan lejos de mis dos hijos tan chiquitos e incapaces de comprender la interminable ausencia del papá que a veces se molesta y se impacienta, pero que también se divierte con ellos y los ama con locura.

Gracias, chicas y chicos, también por multiplicar el equipaje interior que luego, con los días, se habrá de derramar sobre los míos. Gracias por hacer más grande mi casa, en consecuencia. Por aumentar mi cosmos y darle más aire y un más amplio paisaje a mis clases de mañana.

Como saben, yo me quedo solo en esta aula. Ya oigo los pasos de nuevos muchachos aproximándose. Sigan adelante y no miren nunca atrás. Si lo hacen no van a ver más que una soledad dentro de la cual no va a entrar ni el polvo siquiera. La gaveta cerrada que ya nadie sabrá reabrir, según una cita de las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro leída en el aula.

Porque, casi como los hijos, para los que amamos enseñar los buenos alumnos son aquellos que se las arreglan, no se sabe cómo, para entrar en uno, acomodarse holgadamente y luego llevarse su cálido ruido, su música irrepetible, y perderse en la distancia y sin remedio dejando el alma del profesor ensanchada sin límites por una sucesión de vacíos.

Comentarios

  1. Profesor, que gran blog publicado, soy Jimmy, estudiante del Grupo C.
    Verdaderamente en el principio del ciclo me consideraba un alumno común, sin mucha inspiración, viendo el curso como una asignatura mas por aprobar, pero con el transcurso del tiempo me di cuenta que algo cambiaba en mi. Personalmente soy una persona que le gusta dar consejos a sus amigos, y este curso al darme una visión mas extensa del conocimiento de la vida, hizo que inconscientemente mis consejos agreguen cosas que veíamos en clase. Por ejemplo, una vez un amigo mío me comentó que le gustaba una chica, simplemente porque ella jugaba videojuegos, y cuando iba a dejar pasar el tema, recordé lo que hablamos en clase, y le comenté que no puede amar una cualidad, cuando verdaderamente existe mucho por conocer en esa otra persona, porque cada persona es un camino oscuro que recorremos con una luz para descubrir cosas nuevas en ella, y no podemos igualar todo ese camino con tan solo una cualidad. Otro consejo que pude dar fue cuando un amigo me comentó que se sentía solo, y que iba a buscar tener una relación con alguien lo mas rápido posible, para así llenar ese vacío, le iba a decir las típicas palabras de "espera a que llegue la indicada", pero primero le dije lo siguiente: Buscar a cualquier persona para ser pareja no es lo mejor, ya que no podrás tener una buena relación, porque las relaciones tratan de conocer a la otra persona, de llenarse los 2 juntos, pero al buscar, tenemos un esquema en la cabeza de como será esa persona y eso es lo que destruye, ya que tienes un pensamiento previo de como será dicha persona, y cuando te demuestre otra cosa te llevarás un descontento interno. Entre muchos consejos más, las personas me preguntaban donde sacaba estos consejos tan buenos, y entre carcajadas siempre respondía: "Lo aprendí en mi clase de Antropología".
    Muchas gracias por llenarme de más conocimiento, y ampliarme la vista a una vida mas libre, ya que como mencionaba en un principio "algo cambio dentro de mí", después que usted nos hablo en clase que nuestra vida es "un partido de 90 minutos" que siempre tendrá un principio y un final, ahí es donde pude entender que cada mínima cosa que no hago por pensar mucho es como desperdiciar 20 minutos de los 90, pensar tanto en una jugada sin saber que el tiempo pasa rápido hasta llegar al pitido final, gracias a esto me atreví a hacer cosas que nunca hubiera hecho por miedo o por inseguridad.
    No me voy feliz por aprobar, me voy feliz porque en este curso aprendí cosas que usaré para toda mi vida. Como vuelvo a repetir, muchas gracias profesor Víctor Hugo y a mis compañeros de aula, porque con cada una de sus participaciones, no solo multiplican el equipaje interior del docente, también alimentan el equipaje de los oyentes que están a su alrededor.

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    1. gracias, Jimmy, por tu compañía en el aula y en el curso de todo este semestre. Me conmueven tus palabras, y me recuerdan la responsabilidad a menudo apabullante que supone hablar delante de públicos tan ávidos de luces y, al mismo tiempo, tan sacudidos por los grandes cambios de la vida, en la época en que vivimos y a la edad en que ustedes se encuentran. Solo diría, con aprecio y todo mi aliento, que mis ideas no son "todas" las ideas posibles. Que el sendero de la comprensión de cómo somos los humanos es sencillamente inagotable y debe proseguir incluso en la conciencia de sus propias vidas.

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  2. El mejor profesor sin duda, no solo por su método de enseñar que es tan entretenida, si no por la habilidad de escuchar y preocuparse por sus alumnos. No me equivoqué cuando conversé con usted sobre un tema un poco delicado, que a pesar de que no me dio un diagnostico o algo parecido, me aconsejó; me ayudó mucho platicar con usted. Gracias por sus enseñanzas y también por su paciencia, lo echaré de menos

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    1. muchísimas gracias por la expresión de tu confianza en la anécdota que refieres y, también, en la dinámica cotidiana, ahora tan extrañada, de nuestras clases. Todo mi aliento siempre en tu camino y, por supuesto, cuentan conmigo siempre, al menos mientras sigamos coincidiendo en el campus de la USAT

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  3. Para nosotros, los alumnos, también fue algo nuevo volver a la presencialidad y llevar un curso tan apasionante como Antropología fue muy alentador para volver a las aulas; pues, cada risa con los amigos de clase o la conexión con cada tema nuevo que se explicaba, era una motivación más para no querer volver a ser "zoombies". De lo que pensaba que sería un curso aburrido, pasó a uno de mis cursos favoritos, de los que en cada clase te dejan nuevas cosas que contar y reflexionar, todo gracias al profesor, que exponía cada clase con tanta pasión que hasta era contagiosa. En un inicio desconocía al profesor Victor Hugo, pero lo escogí diciendo entre risas "debe ser chevere porque tiene nombre del escritor francés". Sin duda, la mejor elección que pude hacer, me llevo las mejores enseñanzas del mejor maestro, muchas gracias profesor, espero verlo pronto. <3

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