Pata de muñeca (un relato breve) / Víctor H. Palacios Cruz
Las reuniones
familiares y de amigos son a veces el escenario inesperado en que brillan talentos
narrativos que han renunciado a toda aspiración literaria, como también de anécdotas
y sucesos de un encanto connatural a su originaria oralidad. Puestas por
escrito son ya por fuerza otras historias, y es en estos términos que comparto
aquí un relato basado en lo que escuché contar a mi cuñado (Jorge E. Morán Cruz)
una noche inolvidable y muy piurana de café, pavo y chifles.
Eran
tres chicos y una chica, catequistas entusiastas y muchachos en una edad
universitaria de inconfundible camaradería y jovialidad. Una misión de su
parroquia los había destacado a un distrito distante donde fueron alojados por
una noche, junto a otros, en cuartos dispuestos para la ocasión. Los cuatro
amigos compartieron una habitación con dos camarotes en uno de los cuales ella
ocupaba la cama superior.
Tiempo
atrás uno de ellos había vivido una tragedia que, sin duda, debió dar a su fe un renovado impulso: la pérdida de una pierna en un cruel accidente, suplida luego
por lo que permitían entonces los escasos medios del joven y la atrasada medicina de la
provincia, una prótesis parecida a la pierna de un maniquí de cualquier puesto
de ropa en un mercado. Una pata de muñeca.
El
viaje, bajo la ardiente temperatura del norte, los había agotado. Ya instalados
en el dormitorio, una conversación repleta de anécdotas y carcajadas acabó por
extenuarlos, los cuatro pese a todo llenos de una vitalidad que apenas
vislumbraba lo inminente: la llegada de una existencia adulta, abrumadora e
incierta.
Pasada
una hora, los cuatro se fueron apagando uno por uno suavemente, como las velas de
un templo del que han salido ya todos los fieles. Por varios minutos se oyó
apenas el zumbido de una mosca cautiva entre las cuatro paredes.
Al
rato, el descanso del chico mutilado fue interrumpido por un calor que imponía una
ducha urgente. Ya para entonces el resto de su cuerpo había pasado de la
añoranza de lo perdido a cierta reconquista de su físico gracias al hallazgo
intuitivo de impulsos y balances que la tenacidad y la costumbre se encargaron
de soldar a sus reflejos. Sin causar el menor ruido se deshizo de su jean y tomó una toalla y un neceser con
que se dirigió poco a poco al cuarto de baño, dejando la extremidad artificial
dentro de los pantalones al borde de su colchón.
A
los pocos minutos ella también despertó. Había tenido un sueño profundo y
etéreo. Uno de esos sueños que purifican o transforman. Y vio a su costado a
los otros chicos vibrando con el ronquido modesto que precede al que llegará
con las cargas del trabajo y la familia. Luego, y sin incorporarse miró por el rabillo
del ojo hacia abajo, y vio asomarse una pierna apoyada sobre su propia cama y
supo que el amigo mutilado también se había desvelado y se reacomodaba acalorado y perezoso.
Ella
empezó a hablarle con la confianza que le inspiraba alguien que por una vaga razón
le parecía el más maduro de sus compañeros, y le contó rápidamente algunas de
sus cosas más personales y entre las pausas de su voz percibió la respiración del
otro dando acogida a sus reflexiones y relatos.
Uno
de los chicos del otro camarote abrió los ojos, miró el techo y escuchó a su
compañera. En un instante vio la escena, pero de inmediato calló, enderezó el
cuello y conservó con la más cuidadosa coherencia la inmovilidad de un cuerpo
que duerme todavía.
Ella
llegó a un punto en sus confidencias con el amigo que debió tener cierta importancia,
pues el esfuerzo impuso en seguida una prolongada pausa natural. En ese vacío
perfecto –una catarsis que daba a su ser la ligereza de las sustancias que
alcanzan la armonía luego de haber expulsado el elemento extraño que las
trastornaba– oyó el giro de una manija que la sobresaltó.
Separó
la cabeza de la almohada y, en menos de una fracción de segundo, vio al frente
un haz de luz vertical que en seguida se convirtió en un rectángulo amarillo en
medio del cual se dibujó la silueta oscura no precisamente de “El hombre de
Vitruvio” de Da Vinci, sino la de un hombre robusto envuelto por una toalla bajo
la cual una de sus piernas había sido cercenada por el tajo de una porción de
aire puro.
Ella
miró hacia la cama debajo de la suya, la pierna con la que hablaba seguía allí.
Miró de nuevo al frente hacia aquella figura inconclusa sobre la cual, apagada la
luz del baño, la claridad proveniente de una ventana alumbró un rostro sonriente
y limpio. Entonces sus ojos liberaron una tromba de lágrimas que parecía recorrer
el largo de una espalda que convulsionaba.
Los
otros dos –sí, también el cuarto catequista había disimulado que dormía–
soltaron una risa ruidosa y tan imparable como el llanto de la chica. Lo que
jamás pudieron saber y tal vez ella misma nunca sospechó es que, en su lloro abrupto
y desconsolado, el terror causado por una visión inesperada se confundía con la indescriptible vejación que sufre todo ser humano que ha volcado su vida
entera a una persona cuando, en realidad, solo trataba con una de sus partes.
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