¿En qué sentido el machismo es una automutilación de la propia masculinidad? / Víctor H. Palacios Cruz

 

El deportista Paddy Pimblett llora la muerte de un amigo, al acabar un combate (julio, 2022).

Ya hace más de diez años que me topé, en el aeropuerto internacional de Lima, con un cambiador de pañales para bebés dentro del baño de varones del que estaba a punto de retroceder por culpa de una equivocada confusión. Al lavarme las manos, luego de utilizarlo, tuve la impresión de que por el desagüe del alargado lavatorio común desaparecían las impurezas de una mentalidad que había condicionado un tramo de mi educación y aún, por lo visto, una parte de mi percepción.

 

Sin embargo y sin detenerse el avance de estos cambios, el paso de los años ha confirmado que, a lo largo de las conexiones que comunican a nuestra sociedad, el machismo se resiste a disolverse como el jabón bajo un chorro de agua fresca y saludable.

Un estudio crítico de este sistema de creencias es lo que, desde aquella experiencia, ocupa un pasaje ineludible en mi asignatura universitaria de antropología filosófica. De mis más recientes clases comparto aquí una reunión de ideas ya consignadas en otra entrada de este blog con otras que he ido sumando en el camino.

Ideológicamente el machismo empieza cuando se toma la ventaja mecánico-motriz del varón como un valor absoluto

Dice la experta en antropología evolutiva Ruth Mace (University College de Londres) que el punto de partida de la sociedad patriarcal reside en la aparición de la agricultura y el pastoreo en el trayecto de la humanidad, hace varios miles de años. La consecuente acumulación de cosechas y ganado de esta nueva economía demandó un mayor uso de la capacidad física para su acarreo y almacenamiento, pero sobre todo para su defensa frente a la codicia de las tribus enemigas, lo que imaginablemente acentuó la valoración de la potencia muscular que por naturaleza distinguía a la anatomía varonil.

Como es sabido, y queda a la vista en el distinto rendimiento de las y los deportistas en las competiciones profesionales (nada de lo cual justifica, eso sí, la marginación añadida a la diferencia), una mayor consistencia óseo-muscular, un más espaciado ritmo respiratorio y un metabolismo comparativamente más llano hacen del cuerpo del varón un organismo por lo común más dotado en el orden mecánico-motriz.

Riane Eisler.


En su libro El cáliz y la espada. De las diosas y los dioses: culturas patriarcales, Riane Eisler aclara que el machismo no vino inserto en nuestra especie, es decir que no está fundado en ninguna metafísica o naturaleza y que, de hecho, con anterioridad a la agricultura nuestra especie rindió pleitesía y reverencia al cuerpo de la mujer como misterioso cobijo y principio de la vida, y consecuente símbolo de la generación de todas las cosas.

Ideológicamente el machismo empieza cuando se toma la ventaja mecánico-motriz del varón como un valor absoluto que impide una comparación, si es que esta hiciera falta, más justa e integral. De hecho, como dice Yuval Noah Harari, ellas nos superan a nosotros en resistencia al hambre, la fatiga y la enfermedad. Es decir que no hay un solo “tipo de fuerza” como el que sitúa al varón en un relativo primer lugar.

El machismo perjudica no solo a la mujer, sino a los dos sexos y a la relación y al entendimiento entre ambos

Además, llegue o no a ser madre, toda mujer experimenta en la pubertad la difícil, ¡cómo no iba a serlo!, transformación que la prepara para la maternidad, en el curso de la la cual el sustento de otra vida dentro supone la concurrencia y la sincronización de una gran cantidad de órganos y funciones. Todo ello no habla sino de una aptitud organizativa extraordinaria. Por tanto, de una virtud física distinta y absolutamente vedada al varón.

A resultas de lo anterior, el machismo es el resultado de una comparación parcial e interesada que achaca a la feminidad una constitutiva debilidad –“sexo débil”–. Comparación cuestionable por tratarse de la maniobra que convierte en un todo a la parte cuya abstracción favorece al sexo opuesto.

Henrik Ibsen.


Lo que, al margen de la falacia, no suele apreciarse es que semejante calificación acaba por perjudicar no solo a uno de los sexos, sino a los dos y al entendimiento entre ambos. El femenino estereotipado como frágil y necesitado de amparo y protección; y el masculino obligado a encarnar bajo presión todo lo que deriva de su privilegiada posición: protagonismo, poder, triunfo y solvencia económica.

Como observa la especialista en psiquiatría Anne Maria Möller-Leimkühler, ello coloca sobre los hombros del varón una norma social agobiante que le impele a ser o parecer “fuerte, racional, dominante, autónomo, independiente, activo, competitivo, poderoso, invulnerable y positivo”, parámetros que no son siempre necesariamente “realistas”.


El atributo de "belleza" otorga a la mujer en el escenario social una función no protagónica sino determinantemente pasiva


En efecto, todas estas atribuciones fomentan en la masculinidad la ansiedad por satisfacer expectativas y el horror consiguiente a la frustración, el desempleo y la derrota. Es bastante conocido, y es ridículo negarlo, que a los varones nos cuesta más interesarnos por nuestra salud y afrontar el hecho indeseable de la enfermedad que pone en discusión nuestra supuesta hechura de hierro.

Lo que sigue es que, desde la altura que estas creencias dan al varón, la percepción despectiva de lo femenino –sexo respecto del cual siente tal vez un inconfesado y atávico miedo– da paso rápidamente a algunos eufemismos.


Anne Maria Möller-Leimkühler.


Hace unos años durante una celebración del Día de la Mujer, escuché decir a un caballero que “ellas encarnan el amor, la ternura y la belleza”, lo que me produjo una incomodidad que no sé si el momento o más bien la cobardía me impidieron expresar.

El “bello sexo” es por cierto una expresión engañosamente elogiosa. Como observó con agudeza Susan Sontag en su famoso artículo “Un argumento sobre la belleza” (Letras libres, febrero de 2003), la “belleza” como categoría inherente a lo femenino proviene de una “antiquísima denigración” de este sexo. “Si las mujeres son adoradas porque son bellas –dice–, se condesciende con ellas por su preocupación de mantenerse o volverse bellas”. Ocurre, agrega Sontag, que “la belleza es teatral” y pide “ser mirada y admirada”.


Decir: “me gusta ese hombre porque con él me siento segura” adelanta por desgracia una voluntad de postración y sometimiento


Lo que finalmente otorga a la mujer en el escenario social una función determinantemente pasiva. Como dicen tantos versos y canciones, su presencia “engalana” el espacio, poesía que termina por desvelar el hecho de un estatus en definitiva más decorativo que protagónico. De manera que en el trabajo, la política, el deporte y la cultura, ellas –se dice con abierta misoginia– se encargan de lucir y de agradar, pero no de hablar ni decidir.

No es nada casual, como deduce Sontag, que la belleza se haya identificado con “la falta de inteligencia”, un hecho patente en la sexualización de la feminidad trágicamente ejemplificada en las mil y un “Marilyn Monroe” de la maquinaria del cine y el espectáculo.


Susan Sontag.


La secreta relación entre los vocablos más finos con que se alude metafóricamente a una mujer –“florecilla, pajarillo”– y los propósitos de dominio y enclaustramiento, fueron ya denunciados por la recordada obra de teatro Casa de muñecas de Henrik Ibsen, en la recatada Noruega de fines del siglo XIX.

Por lo demás, la enunciación de la belleza como cualidad específicamente femenina, además de ser innegablemente injusta con la apreciación de lo masculino por parte de varias culturas no occidentales para las cuales el cuerpo del varón recibe más adornos y vistosidad, provoca consecuencias odiosas pero aceptadas y calladas en muchas jóvenes y adultas, incluso en niñas que son presa inocente de esos envenenados certámenes de belleza infantil, por sentirse siempre bajo la onerosa obligación de parecer bonitas sea cual sea su situación, su día y su dinero, todo lo cual crea una necesidad de recursos empeñosamente provistos por la misma industria ahora atenta a los cambios de paradigma, a fin de sacar igualmente partido del varón que renuncia a la vieja idea según la cual se hallaba eximido del deber de cuidar de su aspecto y visibilidad.


El machista no ve en la mujer a la persona sino solo, como haría un carnicero, partes que se entresacan, pesan y  comparan entre sí


De otro lado, consciente de su preeminencia social, el varón se confiere a sí mismo ciertas responsabilidades sobre el sexo que juzga como delicado y desvalido. Responsabilidades que de inmediato se convierten en prerrogativas y en el indisimulado ejercicio de una autoridad que desea proteger a la mujer incluso “de sí misma”, lo que autoriza al varón –padre, hermano, pareja y también hijo– a vigilar, controlar y disponer de ella para su servicio y su placer, de modo que el rechazo o el incumplimiento de esta función por parte de la mujer representa una afrenta al varón que legitima el abuso de la acción correctiva y violenta.

Para desdicha de muchas mujeres, su crianza familiar ha influido tanto en ellas que no son capaces de notar que en su visión de las relaciones sentimentales se avizora ya la aceptación de la postración y el sometimiento en declaraciones de este tipo: “me gusta ese hombre porque con él me siento segura”. Lenguaje que convalida de antemano el rol tutelar y protector, y por tanto disciplinario, que su pareja tendrá el derecho a ejercer sobre ella. Con las penosas consecuencias que todos conocemos.


La pubertad, pintura de Edvard Munch (1895).


Ahora bien, todo esto, y más, pareciera reducir el daño causado por el machismo a únicamente el sufrimiento resignado de una mujer que, luego, con una complicidad no siempre intencionada, se vuelve a través de su descendencia en la mejor garante y transmisora de la jerarquía entre los sexos (que, por si hiciera falta decir a estas alturas, son por naturaleza diferentes pero no desiguales).

Sin embargo, sostengo que el varón es también víctima de una mentalidad que solo en apariencia lo alaba y favorece. El mismo niño y pronto adolescente empieza a padecer sus estragos, cuando se le imponen en el círculo familiar ciertos modelos de conducta, gustos y apariencias, que van desde los juegos que debería jugar y los que no, hasta el imperativo inhumano y antinatural según el cual “los hombres no lloran”.


Es en los extremos donde el machista se siente más a salvo del desbalance a que lo expone el desafiante equilibrio en que consiste la madurez de carácter


¡Lo que diría Homero de tal barbaridad! Él, que describió admirablemente el llanto desconsolado de un Aquiles destrozado por la muerte de Patroclo; y un Ulises que prorrumpe en sollozos incontenibles cuando, en la corte del hospitalario rey de Feacia, reconoce en los versos del rapsoda de la corte el relato de sus propias desventuras.

La imposición de peleas que no se quiere tener, y no por cobardía si es necesario decirlo; de beber alcohol y a vaso lleno, guste o no beberlo; y de ser desconsiderado con las mujeres en las que no se ve nunca a la persona sino solo, como haría un carnicero, partes que se entresacan, pesan y comparan entre sí.

Al muchacho que experimenta una maduración sexual y atraviesa, por tanto, una alteración fisiológica y cerebral –menos compleja que en el caso de las chicas, pero no por ello inexistente–, se le exige precipitarse en los excesos que se esperan de su sexo y que imposibilitan lo que más merece su desarrollo, un crecimiento armonioso que el machismo desbarata apremiando a una exageración del talante viril, porque es en los extremos donde se siente más a salvo del desbalance a que lo expone el desafiante equilibrio en que en realidad consiste la madurez de carácter.


Ulises en la corte del rey Alcínoo, pintura de F. Hayez.


Las libertades que se le conceden a él, y nunca a ellas, disculpan por adelantado sus desafueros y hasta sus delitos. Solo él tiene permiso para ser sucio y desordenado, brusco e insensible, prepotente y agresivo, aún por debajo de la pulcritud y la elegancia de una fachada de galán. Solo él está exonerado de culpa en el acto infame de una violación (acto cuya comisión es posible, cómo no, en la vida conyugal), en tanto que ella es siempre la causa de la agresión, por vestirse como se viste o por verse atractiva acatando lo que la misma sociedad cínicamente le ha pedido desde niña.

Como sabe cualquier observador de la acción y las costumbres, la agresividad no tiene otro origen que un temor hundido hasta el fondo en el suelo de la conciencia. Es claro que la fanfarronería y la ampulosidad típicas de los modales de un varón machista ocultan una inseguridad acerca de su masculinidad, pues alguien que se haya perfectamente identificado con quien es no experimenta la prisa por tener que demostrarlo a cada rato y, peor aún, con sospechosa exageración.


En el machismo, la mujer es culpable de la agresión que sufre por verse atractiva acatando lo que la misma sociedad le ha pedido desde niña


Todo lo cual queda probado en el hecho de que nada lo aterroriza tanto como ser confundido y no reconocido en su virilidad. Más aún, ningún agravio lo enfurece y dispone a la reyerta y la venganza tanto como la alusión al lazo materno, insulto tan característicamente latino que las sociedades más igualitarias del centro y norte de Europa son incapaces de entender y que revela, de repente, que si esa referencia lo desestabiliza es porque toca una zona sensible. Señal de  que no ha roto el cordón umbilical y que, en último término, no es más que un ser inmaduro –el verdadero sexo débil en la mentalidad machista– que esconde bajo una coraza dura y áspera una desesperada dependencia.

La madre inconfundiblemente patriarcal, todavía vigente en buena parte de nuestra idiosincrasia, comienza la tarea de asegurar esta dudosa tradición apartando al hijo de las obligaciones domésticas que en rigor comparte por igual con sus hermanas, convirtiéndolo en un “mutilado práctico” al que posteriormente, por lo general al menos, le costará tanto no solo el valerse por sí mismo sino, también, aceptar el lado afectivo y co-responsable en la crianza de sus propios hijos.




Podría hablarse también de la exclusión de la mirada femenina, acusada de sentimental y no razonable, en la actividad política, deportiva, artística e intelectual, como una forma también perniciosa de automutilación de un varón que se ha abandonado a su propia perspectiva inevitablemente fragmentaria, y que, al fin y al cabo, no podría sino producir un mundo recortado y empobrecido, el mismo que, valga decirlo, crearía una feminidad matriarcal que, replicando el mismo esquema excluyente del patriarcado, margine la aportación del sexo opuesto.

Pero, antes de todo ello que ya es una calamidad, es en el propio varón en quien estas ideas producen una distorsión, o más bien una auto-presión absurda de consecuencias psicológica y socialmente lamentables, tan intuitivamente resumidas por el conocido luchador de artes marciales mixtas Paddy Pimblett, de cuya virilidad ningún congénere podría atreverse a dudar, supongo. Apenas concluido un combate que había ganado, contó que había despertado al día enterándose de que un querido amigo suyo se había suicidado, tras lo cual exhortó al público a romper con el estigma según el cual “los hombres no pueden hablar”, como consta en un video aquí reproducible y que hace poco sacudió y humedeció los ojos de mis estudiantes.


Paddy Pimblett: es necesario romper con el estigma según la cual “los hombres no pueden hablar”


Como dice la ya citada doctora Möller-Leimkühler (en su trabajo “The Gender Gap in Suicide and Premature Death or: Why Are Men So Vulnerable?”), es revelador que el porcentaje de hombres que recurren al suicidio dobla y muchas veces multiplica el de las mujeres en diversos países de Occidente, lo que, a su juicio, tiene que ver con una imagen de masculinidad que es lo que realmente oprime a los propios varones infligiéndoles normas a menudo abrumadoras. Dice Möller-Leimkühler: “los hombres tienden a lidiar con los conflictos emocionales externalizándolos con hiperactividad en el trabajo, haciendo deporte, viendo la televisión o usando internet, consumiendo alcohol de forma adictiva, o conduciendo de manera peligrosa para disminuir su ansiedad y para mantener la fachada masculina”.

Y agrega: “la búsqueda de ayuda se ve como un indicador de la falta de masculinidad, así que muchos hombres se convencen de que tienen que resolver sus problemas por ellos mismos y no hablan de lo que sienten”. Exactamente lo mismo de que hablaba el valeroso y honesto Paddy Pimblett.


Federer y Nadal, en la despedida del tenista suizo.


Más allá de los estertores que ese modelo maligno de virilidad muestra a través de las bravatas y los ataques perpetrados por personajes repugnantes de la política como Trump, Bolsonaro y Putin (pero también por ciertas mujeres que prometen el retorno o la continuidad de esa sociedad desigual por medio de plataformas políticas emergentes que no vale la pena examinar aquí ahora), vivimos tiempos de cambio, tiempos esperanzadores que no se limitan a la habilitación de cambiadores de pañales de bebés en los baños de varones de los aeropuertos y centros comerciales, y que yo mismo empiezo a detectar en mis alumnos capaces ahora mismo de cuestionar lo que hasta hace unos años parecía, para mi generación por ejemplo, una certeza dogmática e intocable.

Nada lo ilustra mejor que el ejemplo de algunos deportistas de un inmenso talento, pero también de un espíritu batallador formidable como el español Rafael Nadal y el suizo Roger Federer, cuya conocida amistad ha prevalecido incluso a lo largo de una rivalidad extensa y repleta de episodios épicos que todo aficionado al tenis conoce y recuerda muy bien.

En una estupenda crónica en un diario español, el periodista Manuel Jabois reparó en ello y, comentando la fotografía que acompaña esta publicación, escribió: se trata de una imagen que “atenta contra un mundo en extinción, el de las emociones reprimidas, la hombría del héroe que no dice te quiero (…); la del antiguo pero moderno hombre heterosexual que teme que determinados gestos afectuosos puedan malinterpretar sus gustos o ser objeto de burla y sospecha; la del hombre, en definitiva, que teme, frente al hombre que no.”

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La amistad según Michel de Montaigne (1533-1592) / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Una pequeña historia de Navidad (de Eduardo Galeano)

¿Cuánto nos representa a todos “El hombre de Vitruvio”? Discusiones y reflexiones en torno al célebre dibujo de Da Vinci / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Carta de despedida a mis alumnos / Por: Víctor H. Palacios Cruz

¿Por qué lloramos cuando vemos las fotos de nuestros hijos más pequeños? / Víctor H. Palacios Cruz

La Máquina de Ser Otro: las relaciones humanas y las fronteras del yo. Por Víctor H. Palacios Cruz