El caso de una profesora universitaria que retrata a toda nuestra sociedad / Víctor H. Palacios Cruz

 





El caso de la ya ex profesora universitaria “D. T. Diez Canseco Pérez” no es una anécdota o una curiosidad en la vida académica nacional, sino una señal estridente e ineludible de la enormidad de conflictos, fracturas e injusticias abiertas o latentes que, digámoslo con la franqueza necesaria para la esperanza en el cambio, tenemos que reconocer y debatir con rectitud de conciencia, prioridad absoluta y el más elemental sentido del bien común.


Grabada por sus estudiantes hartos de su impuntualidad en la asistencia al aula, una docente de la asignatura denominada nada menos que “Derecho de personas”, en una universidad en la ciudad de Chiclayo, dice: “Tengo más apellido que todos” y “ no tengo la culpa de haber tenido más cerebro”. Luego matiza extrañamente lo dicho aclarando que no ha realizado un doctorado por ser “ociosa” y porque “no vivo de la UTP”. “En un día –aclara con odiosa ostentación– puedo gastar más de mil soles, chicos, más de lo que gano acá”.

Las autoridades académicas competentes acaban de expulsarla del claustro, y han obrado bien por motivos que no necesitan explicación. Pero habrían obrado mucho mejor si, tiempo atrás, hubieran conocido mejor a la persona antes de llegar a contratarla.

Aquí es donde surge una sucesión de observaciones e interrogantes que van más allá de la indignación y el chisme que, sin duda, el caso suscita. Creo aun que el expediente “D. T. Diez Canseco Pérez” no es del todo una excepción o una rareza en la educación y la sociedad en que vivimos. Que los términos en que ella se ha descrito a sí misma nos retratan a todos, si somos realmente honestos al mirarnos al espejo.



La importancia del apellido es el vestigio de una mentalidad que quizá no se limita a la vertiente virreinal de nuestra historia, y que por ese lado conecta con la sociedad feudal europea, para la cual la reputación proviene no de las cualidades personales sino de una descendencia que se remonta al protagonista lejano de un triunfo militar, de una conquista bien o mal habida o de un patrimonio de cierta envergadura. Se trata de una praxis colectiva que tampoco ha sido extraña para las culturas prehispánicas de esta parte del mundo, en que por igual la herencia de la sangre remitía a un principio divino que volvía irrefutable una preeminencia con toda la variedad de su alcance y sus abusos.

La profesora en cuestión incurre, pues, en una curiosa contradicción al mencionar su apellido como indicio de una posición personal y profesional y, en seguida, apelar al hecho de tener “más cerebro” a fin de establecer una superioridad que la exime, según se supone, de someterse a las reglas institucionales, a la ética profesional y, más aún, a las leyes que ella misma, sin embargo, defiende en tanto que docente de Derecho, nada menos.



Sin contar con que su “defensa” desvela una ignorancia clamorosa, impropia en el nivel universitario, de la biología y los hallazgos de la neurociencia contemporánea, según todo lo cual las capacidades intelectuales, así como las creativas, motrices y otras no dependen del tamaño en realidad casi idéntico de masa encefálica en todos los ejemplares de la especie humana, sino de la conectividad neuronal fijada por los aprendizajes a lo largo de la vida, al punto que una persona que ha perdido una parte de su cerebro por cualquier accidente o enfermedad, puede suplir lo perdido y adquirir las habilidades de una persona común y corriente gracias al esfuerzo y la ejercitación que multiplique el "cableado" entre las neuronas sobrevivientes.

Asimismo, declaraciones como las de esta profesora solo pueden hacerse si existe por parte de la declarante la suposición de que el público que la escucha entenderá sus “razones”. De modo que con ello revela tener la certeza de no hallarse sola en la adhesión a los criterios con que justifica su incumplimiento de las normas laborales, criterios según los cuales quienes poseen una alta capacidad adquisitiva y ciertos lazos familiares se exoneran de las obligaciones que vinculan al desafortunado resto de la sociedad.



La idea de que hay personas de "distinta condición" es, desdichadamente, bastante más común de lo que quisiéramos creer, y prueba que las conductas basadas en el blasón familiar y el privilegio grupal no han sido extirpadas ni siquiera por nuestra creencia oficial en que todos los seres humanos son iguales por naturaleza, dos siglos después de una independencia republicana animada por los ideales que inspiraron a la Revolución Francesa y la Independencia de los Estados Unidos de América, y cinco siglos después de llegado a estas tierras el mensaje evangélico según el cual todos somos iguales ante los ojos de Dios. Lo que prueba que ninguna de estas dos queridas tradiciones han sido ni bien enseñadas ni sinceramente asumidas. Terrible, desde luego.

No se me olvida jamás, entre las cosas más inaceptables que he escuchado en mi camino, lo que dijo un miembro de una institución religiosa cuando un tercero le reprochó el que esta dirigiera la mayor dedicación de su proselitismo hacia los miembros jóvenes de familias económicamente aventajadas. “Es que por algo tienen el dinero que tienen. Se necesitan muchas virtudes humanas para conseguirlo”. Respuesta, por decir lo menos, desconsiderada e insolente, que pretende ignorar que las muchas riquezas que aquí y en el mundo han sido no se han forjado todas por medio de la ejemplaridad empresarial y moral, sino también por medio de complicidades partidarias, prácticas dudosas, precios injustos pagados a agricultores y ganadores, y millonarias evasiones tributarias.

Pero lo que también hay que decir es que esta mentalidad jerárquica, puesta en evidencia con los modales más vulgares por personajes muy visibles de la actualidad nacional –todos los Rafael López Aliaga y las Maricarmen Alva del repugnante paisaje político actual–, no es únicamente asumida y expuesta sin empacho por los sectores presuntamente favorecidos por el apellido, la tarjeta de crédito o el barrio donde viven, sino también por gran parte de la población, como diría Julio Ramón Ribeyro, “excluida del festín de la vida”.

Yo mismo he escuchado, con dolor, a gentes de origen humilde no quejarse por la falta de asfalto de las calles o de alumbrado eléctrico en las zonas periféricas donde viven, y sin embargo asombrarse por el hecho de que en “ciertas” urbanizaciones se vea, por ejemplo, una vereda rota. Es decir, que llevan hondamente arraigado el convencimiento de que algunos tienen derecho a vivir mejor que otros, en lugar de pensar, por ejemplo, que la legítima desigualdad económica obra de la libertad y el talento debe partir, sin embargo, de una genuina igualdad de condiciones de vida, de espacios públicos, de salud, de educación y de cultura.



A estas alturas, alguno de mis lectores ya me habrá atribuido una filiación comunista o, peor aún, una simpatía “terrorista”. En fin, fantasmas y ficciones de una ridiculez que no merece discusión, multiplicadas por miedos inducidos y en coherencia con esa rara costumbre de creer que hay progreso nacional si las ciudades en que viven se hayan bien provistas de bienes, centros comerciales por ejemplo, sin importar la suerte de los demás peruanos que viven desde nuestros Andes hacia el Este, esos “ciudadanos de segunda categoría” como insinuó un célebre prófugo de la justicia.

Desde mi percepción, diría que todos los Pedro Castillo, los Vladimir Cerrón y los Antauro Humala del pasado y de ahora manifiestan creer idénticamente en esa misma verticalidad social al aspirar a las posiciones principales de poder, no con la tenacidad de un genuino propósito de servicio al país (por más que la palabra "pueblo" salga de sus bocas como el aire que se expele al respirar), sino con la codicia desesperada de las ventajas materiales que la autoridad política proporciona.

Por último, vuelvo a mi impresión de que la universidad en la que hasta hace poco enseñaba la profesora en cuestión debió detectar a tiempo la poca profesionalidad y las ideas no solo retrógradas sino categóricamente opuestas a la ética, la justicia y la ley, que ciertamente son difíciles de disimular en una entrevista de trabajo que sea realmente rigurosa.



Pero también, en descargo de dicha institución hay que decir que la irracional abundancia de universidades en el Perú, que empezó en los años de la dictadura de Alberto Fujimori, como es bien sabido, enfrenta a todo centro de enseñanza superior que desea realizar seriamente su labor a la grave dificultad de dar con un profesorado bien acreditable en términos científicos, pedagógicos y morales.

Todos los que, más allá de nuestras limitaciones personales, amamos este maravilloso oficio acabamos por despertar en nuestros mejores alumnos la confianza con que pronto se animan a referirnos discretamente su malestar, su hastío y su enfado ante la mala calidad de las clases que reciben e, incluso, la falta de preparación, el activismo político y gestos de odio por parte de sus demás profesores.

Añadiría, por ello mismo, que la joven profesora D. T. Diez Canseco Pérez falta gravemente al sello esencial de toda educación según el cual el maestro no solo no debe subrayar su posición presuntamente superior, sino que debe dar a sus alumnos todos los medios posibles con que puedan aspirar incluso a superarlo a él mismo. Como dice Jacques Ranciere en su libro El maestro ignorante, "lo que embrutece a un pueblo no es la falta de instrucción, sino la creencia en la inferioridad de su inteligencia".

De modo que desear que nuestros estudiantes permanezcan en cualquier clase de inferioridad no es educarlos, sino concebir el aberrante deseo de perpetuar esa verticalidad y, peor aún, querer que ellos no se atrevan jamás ni a cambiar ellos mismos ni a cambiar la sociedad en que viven.

 

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