Testimonio y palabras de agradecimiento para una cafetería de Chiclayo / Víctor H. Palacios Cruz
Una tarde llegué con mi esposa y mis
dos bebés, Benjamín de dos años y Patricio de apenas unos meses de nacido, en
su cochecito. Apenas conseguimos una mesa y nos sentamos, uno de los camareros muy amable nos preguntó en voz baja si Benjamín podía comer unas
galletitas artesanales que deseaban invitarle mientras decidíamos nuestra orden y se
preparaba nuestro pedido.
No dejamos de notar la prudencia de la
pregunta así como el hecho de que se hubiera dirigido a nosotros, los papás. En
otros negocios, por prisa u otros motivos, la habrían obviado o no habría importado
en absoluto la espera posiblemente extensa para un niño de su edad.
Mucho antes del nacimiento de
Patricio, una mañana de domingo acudí calculando la hora de apertura y me di con una puerta aún cerrada que me dejó de pronto confundido. En mi celular confirmé que no me había equivocado con los horarios.
Localicé un teléfono y llamé. Escuché no las excusas predecibles, sino explicaciones detalladas sobre un percance en las tuberías de agua y el sentido lamento por la inevitable demora en la atención. No añadieron más, pero a los
cinco minutos apareció Luis, todavía muy joven pero ya el más veterano en la cafetería,
con un vaso y un protector de cartón. “Tenga, para que lo disfrute mientras
espera, y mil disculpas nuevamente”.
Era un sabroso capuccino que acompañó una
espera que, por cierto, no pasó de otros pocos minutos más.
Apenas las normas del Gobierno en días
de cuarentena y de pandemia lo permitieron, mi esposa y yo frecuentamos su
servicio de delivery. El pan de
beterraga era uno de nuestros encargos más repetidos y, por cierto, qué bien
maridaba con la miel de abeja. Pero entonces y también después nuestras llamadas
eran tan frecuentes, como las de otros innumerables clientes, que muy humanamente de
tanto en tanto se producían algunos errores o demoras en la llegada del pedido.
Cada una de las pocas quejas que tuve
que escribir por WhatsApp fue contestada y reuelta sin dilación, con una
eficiencia que implicaba un envío de reemplazo o la propuesta de unas bebidas
de cortesía en la próxima visita a cualquiera de sus ya dos locales aquí en Chiclayo. Desde luego, la rapidez con que cada dificultad se absolvía implicaba una actitud inmediata de confianza total en nuestra palabra. De hecho, jamás entraba en debate la legitimidad de nuestro reclamo.
Desde mi percepción de cliente, lo más
interesante de todo esto no es tanto el hecho de que las disconformidades
quedaran disipadas, sino que de la prontitud con que ello sucedía se podía
deducir una serie de protocolos muy bien encarnados en el
personal más en contacto con el consumidor. Dicho de otro modo, el chico o la
chica que respondía por teléfono tomaba decisiones y el desenlace de cada situación
no dependía de una instancia alejada y superior. Una funcionalidad que,
de paso, confería fiabilidad y fluidez al servicio.
A todo esto, una tarde nos sorprendió
en casa el arribo de un motorizado con una generosa porción de torta
de chocolate como un obsequio de parte de Tostao con ocasión de un aniversario celebrado, según nos
dijeron, con sus “clientes más especiales”.
Por supuesto, no hace falta abundar en
el trato cálido, eficiente y, en particular, muy considerado en el caso de los
bebés con los que solemos acudir. Pronto me convencí de que era el mejor lugar al que un adulto podía ir para tomar un café acompañado de un niño pequeñito, como en las innumerables
veces en que fui con Benjamín al establecimiento de la Urbanización Santa
Victoria, con la idea de iniciar a mi bebé en el hábito de salir, de estar en un
restaurante y de sentarse a una mesa.
Tampoco me detendré en el buen gusto en
la decoración de los ambientes, la vajilla y la presentación de platos y
bebidas. Destaco las paredes de su primer local que dejan ver el cocido desigual
de los ladrillos, que da a toda estancia un efecto entrañable y acogedor, y la confortabilidad
de sus sillones y muebles, que hablan de una estética coherente y de elecciones cuidadosas en las que se desestima el objeto en serie en favor de
una utilería personalizada y agradable.
Todos estos elementos son
indiscutiblemente relevantes y en ocasiones decisivos para reforzar la
atracción de una carta por sí misma estupenda y, además, periódicamente renovada.
Pero nada como ir a las fuentes, es decir, a la idea que los dueños tienen de
su propio negocio.
En ese sentido, de la cafetería Tostao sería muy pobre
contar que es evidente que no empezó a existir con la sola finalidad de recuperar
una inversión, con tanto derecho como en cualquier otra iniciativa similar, por
supuesto. Realidad en otros casos tristemente evidente en el declive paulatino
en la calidad de la comida o del café, o, peor aún, en el hecho revelador de la inestabilidad de los empleados, lo que siempre da una señal infalible del espíritu de un proyecto, puesto que en todo camino colectivo la satisfacción e identificación del recurso humano es una preocupación fundamental.
Sería igualmente poco decir que su
política de atención persigue la fidelización del cliente a largo plazo. Tengo la impresión
de que atribuir a sus dueños esta única disposición, muy elogiable por sí sola, sería achacarles una estrategia al fin y al cabo estrictamente lucrativa y, por tanto, un
planteamiento empresarial flagrantemente mediocre e idéntico a otros.
Por el contrario, la impresión que se
tiene al entrar allí es que, sin importar que uno contemple o no la posibilidad de
volver –podría uno estar de paso por la ciudad, por ejemplo– la sensación es
que se está muy a gusto en esta cafetería, entre otras cosas por un detalle para
mí sumamente esclarecedor y significativo.
En ninguno de sus dos locales se sufre
lo que en tantos otros espacios de ocio y de consumo: la sobrecarga del estímulo
audiovisual. En Tostao no existen pantallas de televisión. La música que se
escucha puede efectivamente escucharse si se presta atención, pero parece
regulada con el propósito expreso de no interferir en la conversación o en la
soledad del comensal. Lo que crea un entorno hospitalario que contrasta con el estrépito
de muchísimos locales de comida donde se conoce bastante bien el consumo compulsivo
que produce la ansiedad que resulta, a su vez, de un exceso de estímulos
perfectamente intencionado.
Cuando se lo mencioné a uno de los
administradores de la cafetería, me contestó en seguida: “qué alegría me da
cuando personas como tú aprecian esos detalles”. Hace ya varios meses de estas
palabras y soy yo el que ahora se disculpa con él, y con todos los muchachos de
Tostao, a causa de haber tardado tanto en escribir estas líneas de gratitud concebidas por entonces.
Gracias por haber logrado, con la
discreción propia de la magnanimidad, que cualquier persona se vea, a
cualquiera hora y en cualquiera de sus mesas, halagada en sus sentidos y en su dignidad, por consiguiente. Una humanidad incluso resarcida del impacto hostil
que produce esta ciudad desgobernada con la que Tostao me reconcilia y, por
otra parte, una humanidad que haya aquí consuelo del sobresalto que causan estos tiempos nacionales y mundiales de estruendo, aflicción y
pesadumbre.
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