Nuestras relaciones con los libros y unas recomendaciones de Roberto Calasso / Víctor H. Palacios Cruz

 

Roberto Calasso (1941-2021)

A Alberto Machuca, Manuel Prendes y Pedro Arriola,

tres amigos con quienes comparto

la felicidad de leer y de tener los libros,

tanto como la inexplicable dicha

de no tenerlos todavía.

 

Hay tres clases de relaciones que pueden entablarse con los libros. Primero, el amor por los contenidos que los libros (al igual que otros documentos) transmiten, y que es propio de aquellos para quienes un libro –su lectura por vía impresa o digital, completa o parcial, o gracias a referencias de terceros– es solo el pasaje a través del cual se llega a una información, a una cultura o a una educación personal. Para ellos, la posesión de los impresos es irrelevante o, a lo sumo, ocasional; así como leer en libros prestados o en una biblioteca pública no supone vergüenza ni reparo alguno, pues ellos son únicamente las señales que conducen a otras cosas importantes.

En segundo lugar, está el amor a los libros en cuanto textos, es decir el culto a esa irreemplazable unidad entre una forma o un estilo y un conjunto de ideas, emociones o relatos. Un buen amante de los clásicos de historia, filosofía o literatura es alguien apasionadamente ocupado no tanto en la creación de una biblioteca privada, sino en el conocimiento y la memoria de las grandes obras de la escritura universal. A ellos no les es indiferente que un mito sea contado por Hesíodo o por Ovidio, o explicado por Mircea Eliade o por Albert Camus; pero, en cambio, no pondrán dificultad en contentarse con una vieja buena edición de El mito de Sísifo o en sustituirla sin lamentos por una más reciente. Los amantes de los libros los poseen sin coleccionarlos, y su cariño se dirige hacia la obra misma y su arte, antes que hacia la pieza material que la encarna y que permite su proximidad hogareña y consuetudinaria.



Finalmente, está el amor a los libros en tanto que impresos, es decir, como objetos únicos y unidos a ciertas particularidades de su edición (año, lugar, lengua, tipografía, diagramación, grabados), a su condición física (papel, tapas, encuadernado, estuche) e incluso a los errores o accidentes que los singularizan. Muchas veces estas personas no escatiman medios con tal de adquirir y cuidar lo que constituye una colección en la que cada ejemplar es tan imprescindible como cautivo. Los más fetichistas entre estos bibliófilos, aparte de no prestar a absolutamente nadie sus tesoros, no son necesariamente lectores y puede que jamás hayan separado las páginas de una edición intonsa.

En ellos, la devoción por un libro o un autor infunde el sueño de reunir todas las ediciones existentes de una misma obra. Del mismo modo que un interés particular –digamos, por los libros impresos en la Italia de los tiempos de Aldo Manuzio– puede llevarlos a codiciar cualquier publicación que entre en ese espectro al margen del valor que tenga realmente su contenido. Y hay quienes se disputan la obtención no solo de una primera edición puesta en subasta, sino hasta el hallazgo del ejemplar fallido, aquel que, por ejemplo, salió con una foto que no correspondía al autor, o del ejemplar firmado y anotado por algún lector famoso.

Lo formidable es cuando estas tres clases de relaciones se intersectan en la misma persona. Es decir, en alguien que, mimando sus libros, no los convierte en las piezas intocables de un museo ni edifica con ellos un templo solemne y silencioso, sino que más bien da a su biblioteca una palpitación propia de modo que, teniendo ésta una localización física determinada, en realidad es omnipresente puesto que habita los ojos y el corazón del lector donde quiera que este vaya. Es el ser afortunado que se contempla a sí mismo mirando los lomos de sus estanterías. Aquel en quien la muerte causará el desgarro de tener que separarse de sus amados volúmenes, a la vez que el consuelo de llevárselos a todos consigo, pues la buena lectura y las conversaciones surgidas habrán producido entre el lector y sus libros una sola existencia inconsútil y una identidad casi humana, compuesta de pensamientos, recuerdos y de una intimidad incomunicable tan sensitiva como inmaterial.

Otro retrato de R. Calasso


Comparto, al respecto, las sugerentes consideraciones del gran erudito, editor y humanista italiano Roberto Calasso (1941-2021), bellamente contadas en su libro Cómo ordenar una biblioteca, en un volumen pulcramente editado por la editorial Anagrama.

 

 

EL ORDEN DE LOS LIBROS

 

Criterios para ordenar los libros

“En lo que se refiere a los libros el orden no puede ser sino plural, al menos tanto como lo sea la persona que usa esos libros. Debe ser, además, sincrónico y diacrónico a la vez: geológico (por estratos sucesivos), histórico (por fases y caprichos), funcional (en relación con el uso cotidiano en un momento determinado), técnico (alfabético, lingüístico, temático). Está claro que la yuxtaposición de estos criterios tiende a crear un orden por parches, muy cercano al caos. Lo cual puede suscitar, según el momento, alivio o incomodidad. La única regla áurea es la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos”. (p. 7-8)

 

Todo orden es pasajero si el lector usa su biblioteca

Cuenta Fritz Saxl que “Warburg no se cansaba nunca de mover libros y volver a moverlos otra vez. Cada paso adelante en su sistema de pensamiento, cada nueva idea acerca de la interrelación de los hechos lo inducía a reagrupar de otro modo los libros que se veían implicados”. Sobrias palabras que invitan a resignarse, de una vez y para siempre: el orden de una biblioteca no encontrará nunca no debería encontrar nunca– una solución. Simplemente porque una biblioteca es un organismo en permanente movimiento. Es terreno volcánico, en el que siempre está pasando algo, aunque no sea perceptible desde el exterior. “En estos ámbitos, todo orden no es sino un estado de inestabilidad sobre el abismo” (W. Benjamin). (p. 63)

 

El pudor que oculta los libros que delatan al lector

“A partir de un determinado año, decidí que casi todos los libros que me rodean estuvieran cubiertos por una especie de papel de seda que se llama pergamino y que todavía hoy es usado por los libreros anticuarios de Francia (…) Me han preguntado en varias ocasiones por qué lo hago. El motivo oficial es que el pergamino protege la portada del envejecimiento. Sin embargo, no es ese el punto decisivo, que resulta, en cambio, difícilmente confesable: el pergamino sirve para complicarse la vida con los libros. La verdadera razón es la de hacer menos legible –e incluso ilegible– lo que está escrito en el lomo. El pergamino hace que sea mucho menos reconocible. Cosa que alivia a quien vive en medio de ellos… y no quiere verse obligado a percibir en todo momento la presencia inminente de un cierto libro. En cambio, prefiere encontrarlo casi al tacto, delicadamente momificado.

Existe un motivo ulterior, aún menos confesable. El pergamino hace mucho más difícil, para el visitante ocasional, detectar los títulos de los libros. Esto frena todo exceso de intimidad. Impide esa incómoda situación en que, al entrar en una habitación, se reconoce rápidamente, incluso solo por el color y la tipografía de los lomos, de qué está hecho el paisaje mental del dueño de la casa”. (p. 10-11)

Aby Warburg (1866-1929).

 

 

EL LIBRO COMO OBJETO

 

El libro insustituible como objeto

“El libro, como la cuchara, pertenece a esa clase de objetos que son inventados de una vez para siempre –en tiempos muy antiguos o quizá no tanto–. Capaces de innumerables variaciones, pero dentro de un mismo gesto: extraer una pequeña cantidad de líquido, para la cuchara; leer un texto, incluso largo, sosteniéndolo con las manos, hojeándolo y desplazando con facilidad la atención en su interior. El rollo era una aproximación evidentemente insuficiente e incómoda. Así, en el curso del siglo IV d.C. se produjo el paso del rollo al códex, que fue el primer libro auténtico, once siglos antes de Gutenberg.

(…) Todos los discursos sobre una eventual sustitución del libro por otros medios ignoran un hecho elemental: nuestro repertorio de gestos es limitado. Los objetos son intentos más o menos felices de adaptarse a las características inevitables de estos gestos. Para quien quiera acostarse sobre algo menos duro que el suelo, una cama le será de ayuda. Aunque esta pueda variar mucho en su forma, como las cucharas y los libros”. (p. 18-19)

 

El bibliófilo fetichista no es un lector

“El bibliófilo que no se atreve a cortar las páginas de una primera edición para no dañar la integridad es lo contrario de un verdadero lector. El fetichismo, para ser saludable, implica el uso, el contacto. Como escribió Kraus: “no hay ser más infeliz bajo el sol que el fetichista que anhela un zapato femenino y se ve obligado a contentare con una mujer entera”. (p. 24-25)

 

Real Gabinete Portugués de Lectura (Rio de Janeiro), sin duda una de las bibliotecas más bellas del mundo.

 

LAS LIBRERÍAS

 

La librería ideal

“La librería ideal es aquella en la que cada vez se compra al menos un libro, y con mucha frecuencia no aquel (o no solo aquel) que se pensaba comprar cuando entramos. (p. 34)

 

Poder sentarse en la librería vuelve más posible el comprar un libro

“En la librería uno también puede sentarse. Bastan dos o tres sillas o bancos y una mesa en la que apoyar los libros. O, en los casos más afortunados, incluso una butaca o un pequeño sofá. Sé que aquí todo un punto sensible para todo librero, que lucha constantemente por explotar al máximo cada centímetro, en el intento de incrementar el espacio expositivo de los libros. Pero esto puede ir contra el interés de la propia librería. Si en una librería solo se puede estar de pie, no se podrá realizar un gesto que ningún vendedor electrónico puede ofrecer: hojear un libro, leer las solapas, dejar que la vista caiga sobre una página cualquiera, tener el libro en la mano y considerarlo como un objeto, atractivo o chocante. Quienes hojean un libro de pie lo hacen, por lo general, con una actitud furtiva, se cansan enseguida, no compran o molestan a los otros clientes. Por eso la posibilidad de sentarse debería formar parte de la fisiología precisa de una librería, y es lo que puede distinguirla de las otras.” (p. 126-127)

 

Una buena librería ofrece solo libros (a lo sumo, también café)

“Existe, además, la idea cada vez más difundida, de que los libros por sí solos no bastan. Se dice que sería necesario asociarlos al menos a un café o a cualquier otro servicio de bar. Quizá un espacio de juegos para niños. (…) (Sin embargo) los libros son seres autosuficientes, no requieren que haya nado a su lado –como máximo, una taza de té o de café–. Se me hace difícil atribuir a una casualidad el hecho de que cada vez que veo que una librería amplía el número de artículos a la venta, simultáneamente la calidad de los libros decrece. El verdadero lector no necesita mucho: un poco de gusto en la decoración y en las luces es suficiente. (…) Lo importante es que pueda encontrar fácilmente los libros que venía a buscar y descubrir aquellos que no sabía que estaba buscando. Y también, que todo esto suceda en un lugar adecuado, sin música de fondo (dado que hoy cada uno puede escuchar lo que quiera en sus dispositivos sin molestar al prójimo). Así se podrá reconocer, hoy como ayer, la buena librería. Si esto no es suficiente, querrá decir que el libro en sí ya no es suficiente. Y si el libro ya no es suficiente, entonces el mundo está escribiendo otra de las páginas oscuras de su historia.” (p. 132-134)

 

El librero ideal

“En cuanto a los libreros: no vienen al encuentro del cliente. Simplemente porque ya tienen trabajo que hacer. Mueven libros, los buscan, despachan encargos, trabajan frente a un ordenador. Pero si el cliente busca algo están inmediatamente a su disposición. Se ve enseguida que saben dónde y cómo encontrar los libros. Poseen la principal virtud de un librero: la capacidad de orientarse (entre libros, estanterías, gustos de clientes, etc.).

Resultado final: el cliente descubre libros cuya existencia no sospechaba y libros que buscaba sin conseguir encontrarlos. (…) Obviamente no es todo tan idílico, sino mucho más trabajoso y arriesgado. No sé si ese librero pensará que el suyo es un oficio o una profesión, pero –en todo caso– lo importante es que sea una pasión” (p. 35-36)

Librero del famoso Jirón Amazonas, en Lima.

 

 

HÁBITOS DEL LECTOR

 

El verdadero lector anota en los libros

“Es muy raro el caso de un libro que, habiéndolo leído, haya quedado tal cual, sin ninguna marca en lápiz. No agregar a un libro huellas de la lectura es una prueba de indiferencia –o de mudo estupor–. (…)

Existen los libros que uno imagina haber leído, cuando en verdad solo ha oído hablar de ellos. Y existen, también, los libros que uno ha leído y anotado, pero de los que más tarde ha borrado todo recuerdo. A partir de las anotaciones en un libro olvidado se puede reencontrar ese determinado pasaje que resultará indispensable “veinte años más tarde”.” (p. 39-40)

 

“Siempre he desconfiado de quienes desean conservar los libros intactos, sin ninguna marca de uso. Son malos lectores. Toda lectura deja una marca, aunque no quede ningún signo visible en la página. Un ojo experto sabe enseguida distinguir si un ejemplar ha sido leído o no.

En cuanto a las señales en los libros, todo está permitido excepto escribir o subrayar con bolígrafo, porque es una especie de lesión irreparable del objeto.” (p. 43)

 

Leer no es obtener contenidos sino experimentar “resonancias”

“Según Carlyle, los libros se debían leer en casa y en soledad. Dado que “un libro es un tipo de objeto que requiere concentración, quien lo lee debe encontrarse a solas con él”. Por tanto, “¿cómo podría leerlo en medio de una multitud, con un trasiego de todo tipo a su alrededor? El bien que viene de un libro no está en los hechos que se cuentan sino en el tipo de resonancia que despierta en nuestras mentes”. Sigue Carlyle: “un libro puede extraer de nosotros miles de cosas, puede hacernos conocer miles de cosas que él mismo no conoce (…) Aunque solo comprendiera los hechos que un libro contiene, un hombre puede extraer de él mucho más en su apartamento, en la soledad de una noche, que en una semana en un lugar como el British Museum. ” (p. 45-46)

 

La literatura es forma

“Este proceso global es asimismo muy visible en los libros que se escriben en la actualidad. Los escritores son considerados ahora como un sector de los productores de contenidos y muchos se congratulan por ello. Lo cual presupone la obsolescencia de la forma; y donde no hay forma no hay literatura.” (123-124)

 

Fuente: Roberto Calasso, Cómo ordenar una biblioteca. Barcelona, Anagrama, 2021.

 

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