Discapacidades, diferencias e igualdad. Una reflexión a partir de la crítica de R. Redeker a los Juegos Paralímpicos / Víctor H. Palacios Cruz

 


El humano es por naturaleza un ser falible y deficitario. No existe nadie a quien no le falte alguna cosa, y si no es una extremidad, un neurotransmisor o una función sensorial, será seguramente una compañía, un saber, un viaje o una experiencia. Pero es solo cuando nos vemos como meros individuos que las carencias crecen, nos atemorizan y pueden quebrantarnos. Por el contrario, si nos vemos como sociedad encontramos en ellas el punto de partida de intercambios y complementaciones.

Por lo demás, puede pasar que un defecto se convierta en un rasgo distintivo que singularice a una personalidad. El más hábil de los gambeteadores de la historia del fútbol (por encima de Pelé, a juicio de muchos) fue apodado Garrincha y tenía los pies girados hacia dentro unos ochenta grados, una pierna más corta que la otra y, para colmo, la columna vertebral algo torcida. En nuestro tiempo, como es bien sabido, el interés comercial sella imágenes de belleza arbitrarias que, aun siendo transitorias, actúan como implacables patrones de medida que determinan comparaciones y descartes.

Cuando nos vemos como meros individuos nuestras carencias crecen, nos atemorizan y pueden quebrantarnos

Hace mucho tiempo, viviendo en Europa, me preguntaron bienintencionadamente qué trato quería recibir como extranjero en la ciudad donde me hallaba becado como estudiante. Respondí que ninguno en especial o, mejor dicho, que prefería no ser tratado como “especial”. Entonces descubrí la paradoja que viven no solo los “discapacitados” sino todas las personas al unísono: queremos ser vistos como iguales en todo excepto en el área específica de nuestra privación, en que aguardamos de los demás no tanto que se nos llame “pobrecitos” (lenguaje que encubre una discriminación aún más cruel) sino, más bien, ser comprendidos primero y, luego, ser asistidos o quizá nada más que ser esperados. Un alumno no puede tener peor o mejor consideración en sus calificaciones por el hecho de moverse en silla de ruedas, pero sin duda acudirá a otros si tiene que usar unas escaleras. Exactamente del mismo modo que dentro de cualquier grupo humano, teniendo las mismas obligaciones que los demás, solicitamos ayuda al enfrentar una tarea en que nos falta el dominio que es preciso para efectuarla bien. Porque somos recíprocamente distintos nos buscamos, cooperamos y aprendemos.



No olvidaré nunca a la adolescente que tenía las dos manos semi inutilizadas por unas quemaduras y que, al terminar la primera clase, se me acercó para pedirme respetuosamente que jamás la tratara de modo “diferente” y menos la compadeciera. Finalmente no consiguió aprobar la asignatura, pero jamás me ha guardado rencor, por lo que parece, y sobre todo ha seguido adelante y terminado sus estudios.

Todos somos distintos pero no desiguales, y esta es incluso la mejor manera de entender la equidad entre mujeres y varones en una comunidad en que tanto el viejo machismo como el feminismo más extremista preferirían trazar verticalidades y jerarquías, generando con ello los mismos rechazos y exclusiones. Por lo demás, la particularidad que nos diferencia no nos desvincula de los otros, del mismo modo que lo que tenemos en común tampoco nos minimiza y desdibuja.

Lo que nos diferencia no nos desvincula de los otros, del mismo modo que lo que tenemos en común tampoco nos minimiza y desdibuja

El gran desafío es cuando colocamos a los diferentes que todos somos en la posición de competir. En rigor, compiten las capacidades y las destrezas, pero no las personas. El ganador en la pista atlética, la piscina o el tablero de ajedrez corrió, nadó o movió mejor sus piezas, pero ello no lo vuelve una persona superior a quien perdió, como tampoco perder hace bueno a nadie porque sí. Si bien, a diferencia del juego donde ganar es menos importante que divertirse y encontrarse, en la competencia profesional la imposición del triunfo origina en temperamentos mal dispuestos un ánimo victimista o arrogante y, con ello, la tentación de recurrir a malas prácticas que traicionan el espíritu de lo compartido.

A todo esto, en un campeonato de clubes de fútbol, básquet o cualquier otra disciplina, ¿parten todos de las mismas condiciones? Que es en verdad lo mismo que preguntarse si cuando combaten dos ejércitos lo hacen en igualdad de número y artillería. Un presupuesto millonario, una ciudad más estimulante, un pasado favorable, o una tecnología de entrenamiento más adelantada ¿no desnivela cruelmente a los participantes de un torneo? ¿Hay normas que validen una victoria que sea realmente justa en términos absolutos? ¿El duelo deportivo no será, acaso, solo una forma de esclarecer quiénes tienen ya una vida ventajosa y afortunada a diferencia de otros desdichados? ¿Será por eso que el triunfo del más débil, producto del esfuerzo o del azar, rehumaniza los deportes?



Los Juegos Paralímpicos, que suelen realizarse inmediatamente después de concluidos los Olímpicos, son por supuesto una cita que, cada cuatro años, enorgullece a nuestra especie, al margen de que los medios de comunicación y los espectadores no les dirijan todavía la misma atención que prestan a los Juegos Olímpicos de verano o de invierno. Al menos, desde su primera organización en Roma en 1960 han contribuido a fomentar habilidades en quienes “padecían” ciertas diferencias, así como han visibilizado aún más a una parte considerable de la humanidad poniendo en evidencia la justicia que supone el disfrutar de unas condiciones más flexibles para todos en la educación, el ocio y el diseño de herramientas y de espacios públicos.

¿El torneo deportivo no será, acaso, solo una forma de esclarecer quiénes tienen ya una vida ventajosa y afortunada a diferencia de otros desdichados?

Una curiosidad sorprendente es que antes de la existencia de estos juegos, en los Olímpicos de 1904, el norteamericano George Eyser había competido en gimnasia con una prótesis en lugar de la pierna que le faltaba; y que el húngaro Karoly Tacaks, que había perdido su brazo derecho, participó en tiro utilizando únicamente el izquierdo, en los Juegos de 1948 y 1952.

A propósito de todo esto, en su libro Egobody. La fábrica del hombre nuevo el filósofo francés Robert Redeker hace unas observaciones críticas a los Paralímpicos que resultan inesperadas y que parecieran provenir de un humor de aguafiestas, pero que en realidad se formulan enfocando aspectos que suelen ser omitidos en el debate corriente y que merecen ser contemplados si deseamos tener una visión menos incompleta, y por tanto menos irresponsable, de la vida en común.

Aquí sus palabras:


Robert Redeker (n. 1954)

“De manera muy ingenua, todos los medios de comunicación retoman un esquema platónico: el deporte discapacitado es el simulacro del deporte válido. El deportista discapacitado es menos “real” que su modelo. Mientras que los Juegos Olímpicos son la ocasión para informar, los Paralímpicos son la ocasión para disertar sobre los valores de coraje, temeridad y abnegación.

Bajo su apariencia benévola, casi paternalista, el discurso dominante es en realidad una verdadera negación de la discapacidad, de su especificidad. Inicialmente –pero es la ley de la ideología deportiva– no se reconoce la debilidad. El valor y la fuerza de la debilidad se ocultan. El discapacitado debe ser fuerte, por lo menos debe poseer la voluntad de serlo o de volver a ser fuerte. Esta exigencia ¿no es acaso una pura y simple negación de los que no tienen ni esta fuerza ni esta voluntad?

En general, los discapacitados no nos parecen simpáticos sino a partir del momento en que trabajan sin descanso para escapar a su condición. La simpatía de los medios de comunicación, cuando se trata de los Juegos deportivos minusválidos, en verdad es una simpatía por lo contrario de lo que los minusválidos representan: por la fuerza, la voluntad, el deseo de victoria, de triunfo. En lo opuesto a esta propensión a la negación, Pascal escribió una Plegaria para pedir a Dios el buen uso de las enfermedades, que sugiere que la debilidad, la discapacidad y la enfermedad son también experiencias humanas dotadas de un valor propio. (…) El adagio subliminal del discurso mediático dominante que felicita al deportista minusválido por sus esfuerzos es el siguiente: solo hay dignidad en la fuerza.

(…) Un día no muy lejano, los sanos serán como los discapacitados de hoy: reconstruidos, reparados, regenerados. Estarán repletos de artificios. Oscar Pistorius, vencedor de los cien metros para discapacitados en los Juegos Olímpicos de Pekín, nos dice mucho más sobre la humanidad que Usain Bolt, vencedor de los cien metros para válidos. El caso Pistorius marca un hecho de civilización nuevo que la ideología de la compasión dominante impide ver: el lugar de los discapacitados ha pasado del callejón de los milagros a la fábrica de prototipos humanos.

 

Fuente:

Robert Redeker. Egobody. La fábrica del hombre nuevo. Bogotá, FCE, 2014, pp. 105-107

 

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