Un buen maestro no es un líder. Una crítica del concepto de “liderazgo” / Víctor H. Palacios Cruz
Muchos lectores y amigos se sorprenderán y disentirán del siguiente análisis.
Maravilloso. Será una oportunidad para escuchar otras voces y compartir
conversaciones y cafés. Me aproximo a las tres décadas de profesor
universitario y la claridad que gano poquito a poco con mi oficio me estremece
y obliga, cada vez más, tanto a la modestia cuanto a la objeción de las certezas
que sustentan las ideas más trilladas sobre la sociedad y la educación, y que
creo con toda certeza que son de cristal.
Según la etimología, líder viene del verbo inglés to lead que significa “dirigir, ir
adelante”. Según la Real Academia de la Lengua española, quiere decir “persona
que dirige u orienta a un grupo que reconoce su autoridad”. En ambos casos se mencionan
rasgos que imponen la imagen de un sujeto que se sitúa al frente de otros y que posee las cualidades necesarias para ocupar ese lugar y mantenerse
en él: capacidad de conducción, energía, comunicación y carisma. Predicamentos que,
bien examinados, no van unidos necesariamente a la posesión de una sabiduría o una
ejemplaridad moral.
Sostengo, pues, que el núcleo
semántico de “líder” no soporta el elevado edificio de virtudes –empatía, solidaridad,
sacrificio, pluralidad– que suele superponérsele con las mejores intenciones
(y el añadido precavido de “buen liderazgo”), cuando en verdad el vocablo es
por sí mismo esencialmente amoral, pues se limita a describir una posición
destacada y atrayente respecto de un conjunto de personas que buscan juntas
cualquier clase de objetivo.
El sentido originario de “líder” no soporta el elevado edificio de virtudes que se le suele superponer
De ahí que hayan líderes espirituales como hay también líderes de bandas criminales: y que fueran Sócrates o Jesucristo tan
buenos líderes como lo han sido todos
los tiranos y autócratas de la historia, y hasta un entrenador de fútbol que cobardemente
metió su índice derecho en el ojo de un colega (hace más de una década) y al
que una tribuna de su club dedicó con impunidad una pancarta que decía:
“Mourinho, tu dedo nos señala el camino”.
Desde luego, hay situaciones y tareas
que requieren de alguien al mando: una disputa deportiva, la ocurrencia de una
catástrofe, una acción militar o un estado de crisis o confusión en el devenir
de una casa o de un país. Pero en una sociedad equilibrada lo que cabe esperar
no es que alguien retenga las más altas responsabilidades, sino que estas se
distribuyan entre sus miembros más aptos con cierta alternancia y periodicidad.
Con lo cual, la necesidad de un líder concierne solo a un momento de excepción,
o al hecho de que circunstancialmente no hayan caracteres idóneos para asumir ciertas
funciones; o, peor aún, al caso de que cunda la costumbre perezosa y convenida de
aguardar a que sea otro el que haga lo que nadie más se atreve a hacer.
No tengo duda de que los colegios y
universidades que dicen “formar líderes” –influidos por una mentalidad
importada y “empresarialista”–, tratan en realidad de fomentar una serie de nobles
atributos que ya nada tienen que ver con la noción originaria de “líder” y que,
más bien, se relacionan con la capacitación para adoptar eficientemente el
cargo de directivos de las más diversas instituciones, de autoridades políticas
a cualquier nivel, de gerentes corporativos o simplemente de jefes de cualquier
organización.
Digan lo que digan las teorías más altruistas
sobre el liderazgo, me temo que este no es más que una herramienta que por sí
misma no es ni buena ni mala. De ahí que resulte bastante extraño que el
propósito principal de la enseñanza sea el medio y no el fin que lo explica,
como si la sociedad prefiriera martillos y clavos antes que las sillas que
construimos con ellos.
La palabra "líder" conecta secretamente con las aspiraciones de estudiantes que tienen ambiciones de figuración, éxito y fortuna salarial
Me pregunto ahora, ¿qué razones,
aparte de la brevedad, tendrá la educación pública y privada para preferir el
vocablo “líder” con la intención de indicar el perfil de sus egresados, en
lugar de hablar, por ejemplo, de buenos ciudadanos y buenos trabajadores (algo
no por casualidad muy escaso allí donde más se habla de líderes)? Quizá se
trate del convencimiento tácito de que esta palabra conecta secretamente con
las verdaderas aspiraciones de los estudiantes, que acuden a las aulas con la
idea no solo de apuntalar su excelencia profesional y recibir un saber avanzado,
sino sobre todo de recoger una serie de habilidades y estrategias con las que
materializar sus ambiciones de figuración, éxito y fortuna salarial.
De donde se infiere que la
educación para el liderazgo no es sino la institucionalización de una
mentalidad individualista impuesta arbitrariamente como el único modelo de vida
en común al que deben subordinarse todos los esfuerzos y todas las
valoraciones.
Un modelo tanto social como individualmente
autodestructivo, faltaba más, pero a la vez incompatible con la misma razón de
ser de la autoridad o la dirección de cualquier clase y tamaño de organización,
que siempre apunta hacia una funcionalidad que tanto beneficia como atañe e
involucra a todos por igual.
Pensemos, con la ayuda del siguiente esquema provisional, en las cosas que buscamos la mayoría de los mortales. Las finalidades de nuestra existencia pueden ser de carácter personal, mundano o trascendente.
En el primer caso, ordenamos los
afectos y las acciones hacia el bien y la integridad de una persona (hijos,
pareja, parientes, amigos).
La educación para el liderazgo es la institucionalización de una mentalidad individualista impuesta arbitrariamente como el único modelo de vida en común
En el segundo, hacia un bien terrenal
que puede ser, a su vez, social, territorial o ideal, es decir que nos proponemos
el cuidado y la calidad de un colectivo a cuyo servicio nos hallamos; o el
cuidado y la calidad de un entorno urbano o natural; o la realización de
ideales y valores superiores como la justicia, la verdad o la belleza.
En el tercer caso, buscamos la
adquisición de virtudes de un rango interior, moral y espiritual, y entonces
nuestra vida se orienta hacia una santidad o perfección unida por lo común a una
dimensión supratemporal.
Esta somera división –seguramente
discutible o reemplazable por otra– revela que la carrera hacia el liderazgo
traza una trayectoria que desvía la búsqueda de los bienes que dan forma y rumbo
a todos los empeños arriba enumerados, puesto que desear ser un líder, según su
noción primigenia –repito–, más que desear el bien del otro (el prójimo, la comunidad,
el mundo) o un bien interior, es desear tener una posición delante de otros, o
ejercer un poder con sus privilegios o, peor aún, ansiar una notoriedad y el no
querer ver nunca a nadie por encima de uno mismo.
Quien comprende el sentido de cada actividad o asociación (profesional, educativa, empresarial, deportiva) ocupa ocasionalmente una responsabilidad directiva o ejecutiva llevando la mirada hacia los fines que persigue aquello que gobierna o encabeza. Es decir que proyecta una línea centrífuga inversa a la centrípeta propia de la obsesión por el protagonismo y la aprobación social que retrata a quien valora más la ubicación sobresaliente que el bien de lo que hace junto a otros.
¿Por qué insistir en una educación que prepara a las futuras cabezas de una sociedad y no en una que nos vuelva a todos aptos para ser integrantes activos y consecuentes de ella?
Si se revisa cada uno de los bellos
adjetivos que se adjudican forzadamente al concepto de “liderazgo”
(comprensión, solidaridad, escuchar al otro, encarnar un ideario), se
descubrirá que se trata de hábitos y actitudes que obligan a todos y no solo a
quienes desempeñan los puestos más altos del organigrama. Por tanto, ¿a qué viene
insistir en una educación que prepare a las futuras cabezas de una sociedad y
no en una que nos vuelva a todos aptos para ser integrantes activos y consecuentes
de ella?
En mi opinión, un buen ejemplo de que
las cosas que hacemos juntos no precisan de líderes sino de guías o conductores
que no concentren en sí mismos la obediencia y el aplauso, es nada menos que la
práctica de la docencia. Es cierto que “maestro” viene del latín magister, que a su vez procede de magis que significa “más” y que alude a
una autoridad fundada en un mayor recorrido o en unos logros de los cuales los
discípulos esperan poder aprender. Es totalmente lógico que solo se pueda crecer
gracias al impulso de aquel que está más arriba o más allá de nosotros. De
acuerdo.
Pero ello no significa que la meta sea
detenerse allí donde se encuentra el maestro, sino seguir caminando hacia donde
él igualmente sigue moviéndose: la verdad, la justicia, la belleza, etc. Como
decía el poeta japonés Matsúo Basho, “no sigo el camino de los antiguos, busco
lo que ellos buscaron”.
El magis
de “maestro” debería referir, entonces, no tanto su superioridad personal –que
es relativa puesto que en algún momento será alcanzado o superado por su
público–, sino la superioridad absoluta de aquello que enseña. Porque “enseñar”
es por definición “señalar”, apuntar hacia lo lejos, mostrar la meta o el
horizonte tal vez inalcanzable que ha de poner en marcha los pasos del
estudiante.
El maestro no es “aquel al que otros siguen”, sino “aquel que no deja de seguir algo y que lo sigue no delante sino junto a otros”
El maestro traiciona su oficio si
pretende que sus alumnos lo sigan adonde vaya o le crean todo ciegamente.
Porque, si es honesto, sabe que el suyo es un andar que lleva inequívocamente hacia
otra parte, y que anhelar que los alumnos lo imiten es condenarlos a que
detengan su trayecto en algún punto y se priven de descubrir lo que hay más
adelante. Un empobrecimiento que traería muchas otras consecuencias, desde
luego.
De modo que nada se opone más al líder
que un buen maestro, que no es “aquel al
que otros siguen”, sino “aquel que no deja de seguir algo y que lo sigue no delante sino junto a otros”. Un ser hecho de barro, como todos, que puede
equivocarse o incluso contradecir con su conducta aquello que ama con
sinceridad y rectitud, pero que tal vez desborda sus fuerzas que son puramente
humanas.
George Steiner llamaba al maestro “el
mensajero de lo esencial” y, ciertamente, mis cerca de treinta años de profesor
universitario me han enseñado a no querer nunca que mis alumnos repitan lo que digo,
porque entonces habría fracasado en el deber de tratar de que piensen por sí
mismos y no pongan sus pies sobre las huellas de otro.
Aquí
es donde, para terminar, suele citarse a Aristóteles quien, para explicar sus
discrepancias con el maestro de la Academia, escribió: “soy amigo de Platón,
pero más amigo de la verdad”. Menos trillado es recordar que esto, ser fiel a
la verdad sin faltar por ello a la gratitud y el cariño, lo aprendió
precisamente de Platón.
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