El síndrome del libro publicado / Víctor H. Palacios Cruz

 

En una agradable velada -un encuentro de amigos más que una ceremonia- y con la acogida generosa de Ochocalo Centro Cultural y la exquisita producción del Cineclub de Lambayeque, se presentó mi libro La forma de nuestra arcilla. El cuerpo y la interrelación como lugares de lo humano. Tomaron la palabra Carlos Mendoza como director de Ochocalo; Ferrán Ventura como director de la editorial Recolectores Urbanos (desde Málaga, España) e Iván Guerrero Ramírez, arquitecto y profesor, que desarrolló unos comentarios maravillosos y sugerentes que agradeceré toda la vida. Asimismo, abrió y cerró el evento el talento de la flauta traversa de Ricardo Aste Li, estupendo artista local. A todos ellos y a cada uno de los concurrentes mi gratitud más sentida. Aquí el texto del breve discurso que me tocó pronunciar.


Publicar un libro, tomarlo en las manos y verlo separado de uno mismo después de que me hubiera ocupado, encendido y atormentado por un tiempo, me suscita una mezcla de sentimientos que resulta más difícil de poner por escrito que el mismo texto ya editado y puesto en venta.

Alguna vez leí que existe una diferencia entre los libros literarios y los libros que tienen como finalidad el conocimiento. En los primeros la preocupación por la forma hace que su existencia se dirima no entre el acierto y el error, sino entre el logro y el fracaso, entre la gloria y el olvido. Como la pintura o la música, se trata de un artefacto estético que se juzga según sí mismo y sin tener en cuenta ningún elemento ajeno a su propia realización.

De paso, hay que decir que el éxito y la derrota no son definitivos. Muchas veces las piezas de arte aparecen, sucumben y, de pronto, un siglo más tarde, resurgen para adquirir una inmortalidad sólida y versátil. En otros casos, el triunfo es instantáneo, seguido luego de una lenta e inexorable sepultura en las profundidades del silencio.

Por su parte, los libros científicos o filosóficos son, por el contrario, esfuerzos en el camino de un saber que sufren, por naturaleza, el destino de ser superados por otros trabajos, inclusive los del mismo autor que amplía o enmienda lo pensado tiempo atrás, pues en estos casos la finalidad no es la obra misma sino el acercamiento paulatino e inacabable hacia la verdad. Es decir que ellos trazan una secuencia en que lo nuevo rezaga sin remedio a lo anterior. La física cuántica volvió obsoleta la ciencia newtoniana, que a su vez había vuelto caduco el mecanicismo cartesiano.

Los libros filosóficos son esfuerzos en el camino de un saber que sufren, por naturaleza, el destino de ser superados por otros trabajos

Si, de pronto, un texto de este tipo pervive y es leído por la posteridad ello se debe a solo dos razones: primero, el interés histórico que tienen los libros que marcaron el nacimiento de una disciplina o rompieron con la cultura en la que fueron escritos. Por ejemplo el De arquitectura del romano Vitruvio escrito hace 21 siglos, o La revolución de las órbitas celestes de Copérnico de 1543. O, en segundo lugar, porque se trata de libros en los que el saber fue expuesto por medio de una prosa bella y ejemplar, y entonces podemos hablar de la Historia natural de Plinio, los diálogos de Platón o La historia de la revolución francesa de Michelet.

Merodeando como un pericote a los pies de todas estas elevadas eminencias, diré que en mi caso alterno, o quién sabe si más bien confundo, las publicaciones filosóficas con las literarias, posiblemente inspirado o contaminado, según como se vea, por pensadores en cuyas páginas la luz ha sido inseparable de un color propio e inconfundible: San Agustín, Montaigne, Nietzsche, Cioran o más recientemente Byung Chul-Han y Michel Serres.



Sospecho que, como mi literatura se halla igualmente aquejada por la inextirpable manía de pensar, el efecto final es que los lectores de mis libros literarios encuentran en ellos un exceso de filosofía, del mismo modo que los lectores de mis artículos y ensayos filosóficos descubren en estos más literatura de la que estaban dispuestos a soportar.

Diré, de paso, que al escribir esta última clase de textos, entre los que se incluye La forma de nuestra arcilla, no tengo claro que lo que haya movido mi mano –ansiando siquiera unos minutos de vida en el corazón de quien me lea- haya sido el miedo a que mi voz sea apenas un murmullo leve y fugaz en esta era de la sobreabundancia de la información y la novedad, en que el recurso más expeditivo para destacar es el escándalo y el ruido. Es más probable que lo que haya querido en la soledad de la escritura haya sido imponerme el mayor respeto por el oído del lector y, de paso, seguir lo que Julio Ramón Ribeyro decía, que “escribir es inventar un autor a la medida de nuestro gusto”, del mismo modo que dar una clase es imaginar la que hubiera gustado al estudiante que recuerdo haber sido en el pasado.

Este libro ya tiene compañía aun antes de ser abierto: cada uno de sus párrafos proviene de mis conversaciones

Es hora de decir que este libro ya tiene compañía aun antes de que sea abierto, puesto que cada uno de sus párrafos proviene de todas mis conversaciones. Las que sostengo con mis alumnos, las que entablo con los autores que leo y las que disfruto con mi esposa y con mis amigos. Ello significa que muchos de ustedes ya lo han leído antes sin saberlo, e incluso es posible que se reconozcan en alguna de las ideas que he querido capturar en el aire y extender sobre la superficie a fin de ocupar un espacio y adquirir un peso, siquiera modesto, entre las pertenencias materiales de todos ustedes, haciendo de un ladrón “al revés” para entrar silenciosamente en sus casas y depositar en el primer rincón este objeto todavía más suntuario en tiempos de pandemia, guerra e incertidumbre.

En rigor, aunque el destino quiera ponerle un único nombre propio a sus pasos, con las responsabilidades consiguientes, soy consciente de que hablo aquí a un público que es el verdadero autor colectivo del libro que presentamos juntos esta noche.



Nada de ello me impide decir, sin embargo, que me aterra tanto leerlo yo mismo, sencillamente porque ningún escritor es ya la persona que fue mientras escribía aquello sobre lo cual ahora garabatea firmas y dedicatorias. “Escribir nos cambia”, decía Maurice Blanchot.

Siento un desasosiego, asimismo, al pensar que el libro habría sido distinto si, antes de redactarlo, hubiera leído todo lo que ha pasado por mis manos después de que la imprenta lo engullera para siempre. En ese sentido, me alivia el pensar que, con tal pretexto, estaría más tranquilo si no lo hubiera escrito nunca. Como me dijo una vez Ángel Luis González, un maestro que tuve la fortuna de tratar hace tiempo en España: “los libros no se terminan, solo se interrumpen”.

“Los libros no se terminan, solo se interrumpen”

Veo los ejemplares de mi libro alineados o guardados en cajas y miro enternecido y sonrojado el hombre que una vez fui, tan correctamente vestido por la editorial, y que ustedes vienen a visitar o a llevarse. De repente siento, como el adolescente que publica sus primeros versos, tantas ganas como terror de ser leído.

Todo este sufrimiento, en fin, es lo que yo llamo el “síndrome del libro publicado”, y solo en este instante al advertirlo comprendo que escribiéndolo conseguía, sin darme cuenta, la vacuna más efectiva contra él gracias a la cual siento ahora la paz y la sonrisa -inmune a todo fracaso- que fue redactarlo línea a línea, palabra a palabra, con todo el amor que me fue posible.



No hablo del amor al lenguaje y el estilo, sino del amor que es también el nombre griego de mi oficio: philos-sophia, que, según entiendo y concluyo, más que amor al saber es gratitud y cuidado de la existencia y de las cosas que nos rodean, que en verdad forman parte de cada uno de nosotros y a las que nos debemos, además.

En suma, el amor por todo aquello que hace que, a pesar de las locuras y atrocidades de la historia, valga la pena haber entrado en el mundo para venir a encontrarlos a ustedes aquí. Muchas gracias.

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