Mirémonos más el ombligo… a fin de combatir nuestro individualismo / Víctor H. Palacios Cruz


 

Hacia fines del medioevo, unos monjes ortodoxos increparon a otros miembros de su Iglesia por practicar sus rezos distribuyendo y pausando las oraciones según los ritmos de una respiración profunda y acompasada, hacia el final de cada uno de cuyos ciclos inclinaban el mentón sobre sus propios pechos fijando la vista sobre la zona ventral, en un estado absorto que los ponía a salvo de cualquier distracción. Esa posición de, en apariencia, “mirarse el ombligo” es la que el habla común fue convirtiendo con el tiempo en la alusión a una actitud de ensimismamiento impasible y absolutamente indolente al entorno.

Desde entonces observar con atención el propio abdomen equivale, al menos en castellano, a mostrar una conducta egocéntrica y envanecida, un vicio que podría llamarse narcisista si no fuera porque su imperturbable autocomplacencia se resiste al final trágico que en realidad tuvo el Narciso de la mitología griega.

Es discutible cada uno de nosotros “sea totalmente responsable de lo que le ha tocado en suerte”

Distintos observadores de nuestro tiempo coinciden en reconocer que nuestras sociedades han ido apagando progresivamente la inclusión del vínculo interpersonal y la pertenencia colectiva en el trazado de la identidad individual. El yo apaga la calle y el contexto social de sus pasos por medio de la conectividad digital (David Le Breton); empobrece su ser al evitar la comunicación con el otro y la confrontación con lo distinto (Byung Chul-Han); y debilita gravemente el bien común y la vida cívica por culpa de la desbocada carrera por sobresalir y brillar, cautivo de las trampas de la meritocracia (Michael Sandel).

En su ensayo La tiranía del mérito, Sandel observa en la sociedad norteamericana los estragos educativos, psicológicos, familiares y hasta políticos que desencadena la creencia de que el esfuerzo propio lleva en línea recta hacia el triunfo y la prosperidad, de modo que quienes quedan marginados por la derrota, pobreza incluida, merecen sin atenuantes su destino. Son los jóvenes, prosigue este filósofo, los que más difícilmente soportan la implacable exigencia de conseguir acceso a las mejores universidades, obtener toda clase de medallas y alcanzar un estatus económico a fin de obedecer al dudoso baremo moral según el cual cada uno “está hecho a sí mismo y es autosuficiente”. Una idea, por lo demás, contraria “a la gratitud y la humildad” en que se apoya la buena convivencia.

David Le Breton


La mentalidad meritocrática, concluye Sandel, “otorga un enorme peso a la noción de responsabilidad personal”. Desde luego, responsabilizarse por las propias acciones y sus resultados es justo y razonable, pero “solo hasta cierto punto”, puesto que es muy discutible que todos y cada uno de nosotros “seamos totalmente responsables de lo que nos ha tocado en suerte”.

Diré como padre que a menudo me abruma la suma de aspectos que es preciso seguir en el crecimiento de mis dos bebés: salud, desarrollo motriz, desempeño intelectual, despliegue lingüístico, autocontrol emocional, etc. Pero cuando salgo a la calle con ellos tengo el propósito claro de que mis hijos me vean y adopten en lo posible gestos y expresiones de agradecimiento dirigidos hacia todos a quienes, en el camino, debemos todo lo que tenemos y salimos a buscar. El mayor de ellos, de apenas tres años, agradece a quien le he preparado su comida, a la cajera del supermercado, al taxista que nos trae de vuelta a casa, al camarero que le trae un café a papá y a él unas galletitas, a los vendedores del mercado donde compramos frutas y otros vegetales, al artesano que nos hace la copia de unas llaves o al que remienda unos zapatos con una máquina que llama su atención.

Lo que somos es el don de una multitud que se da la mano en una cadena que vuelve a empezar en las monedas con que pago un producto

Intento que descubra, poco a poco, que el precioso interior de una granada y el sabor que extasía su boca al hacer explotar con sus dientes la muchedumbre de alvéolos encarnados y arracimados de su geométrica pulpa es un prodigio que le debe al muchacho que nos la ha vendido sobre su modesta carretilla, al transportista que la ha traído hasta allí atravesando lluvias y montañas, al campesino que la ha cultivado entre cuidados y sudores, protegido del sol por el ala de un sombrero que tejió una trabajadora a miles de kilómetros de allí. Que, en suma, el placer efímero e imperecedero de una cosecha, así como todo lo que lo alimenta y, al fin y al cabo, compone su cuerpo y su conciencia, es obra del cruce de innumerables manos cuyos rostros nunca verá. Que todo lo que somos y cada momento en que somos es el don de una multitud que se comunica y se da la mano en una cadena que vuelve a empezar en las pocas monedas con que pagamos un producto, perdiéndose a lo lejos y quizá hacia el infinito.

Byung Chul-Han.


Dice Saint-Exupéry, en el bello capítulo XXI de El principito, que domesticar es “crear lazos”. Si las palabras con que me hablo a mí mismo e indago qué me sucede y quién soy provienen del castellano, y del griego y del latín y del árabe y del francés y del inglés y de otras tantas lenguas autóctonas e influencias africanas, diría entonces que la humanidad entera es la que opera el músculo de mi lengua; y si cada uno de mis tejidos es la desembocadura de la intrincada red de vías que ha trazado el periplo de mi equipaje genético, se concluye con facilidad que, aun antes de crear “lazos” libres e intencionales, de todas las esquinas de mi ser parten incontables cuerdas que me unen con los vivos y los muertos, con los cercanos y remotos, con lo humano y lo no humano. Que es un curioso milagro no dar un paso y tropezar pisando los miles de cables de los que abreva continuamente lo que me mueve a cada instante.

Es un curioso milagro no dar un paso y tropezar pisando los miles de cables de los que abreva continuamente lo que me mueve a cada instante

Cada vez que cambio a mis dos bebés vuelvo a observar sobre sus pancitas suaves y dichosamente curvas la huella del más visible de esos lazos, la marca de una especie de ojo que, al haberse cerrado, nos engaña haciéndonos creer que ha concluido para siempre la sujeción al cuerpo materno que los ha acogido, y dentro del cual era la entrada de un conducto por donde tanto salían residuos como ingresaban indispensables y renovados suministros, en un tráfico continuo, sin pausa y todavía inexplicable.

Se cuenta que a órdenes de Zeus un ave dejó caer una piedra sobre un terreno en torno al cual se levantó el templo de Delfos. Una pieza redondeada y cónica llamada onphalos que señalaba el “centro del mundo”, del mismo modo que su equivalente latino, umbilicus, señalaba la mitad de la urbe romana. De igual modo, la capital del Tahuantinsuyo debía su nombre al quechua qusqu que significa “centro”, “ombligo”.

Michael Sandel. 


Por supuesto, no es necesario acusar a ninguna de esas culturas de haberse mirado en exceso la panza en el sentido impugnatorio de la frase en cuestión, pues en realidad, como dice el arquitecto finlandés Juhani Pallasmah, ya mi cuerpo es “el ombligo de mi mundo”. Y de qué otro modo podría ser, puesto que es solo desde la conciencia de mi anatomía que yo juzgo las cosas como altas o bajas, como lejanas o próximas, como pequeñas o gigantes. Todas nuestras relaciones y percepciones del mundo se organizan desde el eje, punto de partida, base o plataforma que es mi yo situado en el espacio (en un punto y no en todos a la vez). De ahí la maravillosa virtud que supone considerar las cosas también desde otros ojos, poniéndonos en los zapatos del otro.

La pertenencia, la relación o la dependencia no me hunden ni menoscaban, por el contrario me sostienen y me dotan de todo aquello que yo transformo en una cualidad

De modo que diría que la mejor y más eficaz forma de combatir el individualismo de la praxis política, el que origina  la mala actividad empresarial, el que divide a creyentes, familias y parejas, el que arruina una bella amistad, el que hace el mundo invivible, violento y agobiante, y el que, por cierto, ya asoma en el pequeño contencioso entre dos bebés que se disputan un juguete o un columpio, es precisamente, con la discreción que corresponde, mirarse real y detenidamente el ombligo. Palpar sin temor, con cariño inclusive, esa cicatriz, ese hoyo por donde a veces no pasa el riguroso aseo diario, y pensar en seguida en lo que lo explica, en la memoria y la comunión que guarda en los pliegues apretados de su piel.

Que ese botón arrugado no es en verdad una herida, sino la certidumbre y el consuelo que da el sabernos no solos ni desgajados, abandonados y a la deriva, sino más bien partes de algo mayor, hijos para siempre, hermanos de todos los seres, estancias en el itinerario de una comunidad ilimitada e inacabada. Hitos llenos de anhelos, capaces de decisiones, recuerdos y gratitudes, en el conjunto de un cosmos cuyo rumbo me concierne tanto al arrastrarme con él como al vibrar, y entonces perderse o salvarse, con cada uno de mis actos. Que cosas como la pertenencia, la relación o la dependencia no me descalifican ni menoscaban, sino que, por el contrario, me sostienen y dotan de todo aquello que, finalmente, yo transformo en una cualidad, una contribución o, también, que no es poco, en una sonrisa que avanza y saluda por la acera.

 


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