¿De qué trata mi libro La forma de nuestra arcilla? / Víctor H. Palacios Cruz

 

Ilustración del New York Times en un artículo sobre el Mateverso de M. Zuckerberg.

Aparece, en una editorial española, un ensayo antropológico-filosófico dirigido a todos los públicos que propone una sucesión de asomos al sustrato corporal e interpersonal del individuo humano. El mismo ser que, durante esta pandemia que no acaba nunca, ha temblado y se ha escrutado a sí mismo con una ansiedad y una frecuencia que este mundo hecho de seguridades, indolencias y contradicciones había vuelto inusuales; la pausa y la interrogación que el culto a la velocidad y el resultado ven como una falta al inexcusable deber de la productividad. Un sistema engañosamente funcional que hasta una guerra hace poco tan inopinada ha venido a desnudar. Nunca es tan urgente examinar lo que somos como cuando atravesamos momentos “históricos”. Esas aguas turbulentas que pueden arrancarnos de cuajo, sin que lo sintamos, partes de nosotros. No avistamos aún la orilla a la que arribaremos, pero es imperioso saber qué es lo que llegará hasta ella, qué es lo que sobrevivirá de esta travesía. Mejor dicho, qué es lo que todavía queremos seguir siendo juntos pese a todo.

 

A partir de cierto momento en mi itinerario de profesor, entendí que al enseñar a mis estudiantes qué somos los humanos resulta no un error de contenido, pero sí un grave desorden en la metodología el empezar dando por hecho la existencia del alma, la racionalidad y todo aquello que juzgamos como la inmaterialidad que nos constituye y distingue de los demás vivientes, sin que las diversas épocas y culturas de la historia concuerden por entero acerca de cuál sea su esencia y su sentido.

Me pareció entonces que empezar hablando del “espíritu” era apresurar un destino, malograr la persuasión propia del camino. También me parecía una imposición impropia de una asignatura que debía, a la vez, inculcar en mi auditorio el gusto y el hábito de pensar.

No se aprende a pensar si se anticipan los frutos que vienen después de ciertos esfuerzos y trabajos

Primero, porque no se aprende a pensar si se anticipan los frutos que vienen después de ciertos esfuerzos y trabajos; y, en segundo lugar, porque un pensamiento que sea genuino filosofar no puede pasar por alto lo que lo separa de la creencia, legítima por sí misma, y la asemeja al resto de las ciencias: que el conocimiento lo es siempre de lo que es real para nosotros, es decir, de aquello que los sentidos consignan y las señales del ser que son comunes a todos los miembros de la especie, al margen de sus credos y sus lenguas. En otras palabras, que el principio de todo saber es la modesta experiencia que reunimos y podemos compartir individuos y colectividades.

De modo que cualquier referencia “espiritual”, a que sin duda da derecho el conjunto de los hechos evidentes e irrebatibles, debe enraizar en las comprobaciones más corrientes y universales, puesto que, como el mismo Santo Tomás de Aquino decía, la quidditas de lo sensible es el objeto propio de la inteligencia humana, tal como esta es. Es decir, tal como ella existe en este mundo, y no como una facultad superpuesta e independiente respecto del nudo de nervios y tejidos así como del territorio y la sociedad que también somos cada uno.



Aludiendo a su arte, Andy Warhol dijo que “toda profundidad yacía en la superficie”. Parecidamente diría que si somos atentos observadores de lo que somos, hacemos y producimos, el vislumbre o la deducción de “algo más” que solamente lo que se mide y se ve, de “algo más” en el follaje de las apariencias (en el solo acto de jugar, en una danza, en cada ingenio tecnológico y en la más sencilla conversación) es cuando menos razonable y hasta irresistible. A pesar de las inestimables contribuciones de la biología, la química y la neurociencia en lo que llevamos de este siglo, lo que somos sigue estando tercamente “más allá”.

La forma de nuestra arcilla. El cuerpo y la interrelación como lugares de lo humano, libro que está a punto de publicar la editorial Recolectores Urbanos de Málaga (España), es en ese sentido un texto fiel a este proceso gradual de comprensión de lo que algunos llaman nuestra naturaleza; y otros, más contemporáneamente –y no por fuerza en contra de las convicciones más preciadas de los primeros–, prefieren llamar condición humana.

La inteligencia no es una facultad independiente del nudo de nervios y tejidos ni del paisaje y la sociedad que somos cada uno

La inmediatez del cuerpo, su transformación a lo largo de milenios y el indudable  entrelazamiento con otros cuerpos que explica a cada uno. Asimismo, la incomparable comunicabilidad del rostro, la elocuencia y el multipoder de las manos, del mismo modo que la posición intermedia de algo tan fascinante como el lenguaje, que no se reduce ni a un funcionamiento fisiológico ni al régimen de la lógica, ni a un atributo interior y mental ni tampoco a la pura interacción grupal. Pero también la memoria con su virtud configuradora del yo y su capacidad para dar complexión al amor; y, final e ineludiblemente, la precaria caducidad de la materia que somos, esa mortalidad sin la cual no habríamos concebido todo el arte y la cultura que atesoramos, con los destellos que despide en su salto sobre una oscuridad vedada a toda mirada y a todo testimonio, y por ello vedada a toda afirmación categórica y tajante.

Dicho ello a despecho de las ambiciones transhumanistas de nuestros días, para quienes el cuerpo sigue siendo un estorbo que el avance de la ciencia y de nuestras invenciones no permite que nos perdonemos. Algo esclarecedor para mí, como docente, ha sido leer en la opinión de distintos observadores de estos dos años de pandemia la certeza de que esta crisis sanitaria nos ha recordado, abruptamente, que no somos esa excelsitud pura y metafísica que los contemplativos del platonismo, los escolásticos medievales y los racionalistas modernos nos hicieron creer, situándonos como una entidad cuasi divina que erraba, en una vida penitencial, por un reino de sombras y de cosas que se pudren y deshacen como en un país ajeno que no merece ni el afecto ni la nostalgia.

Fotograma del film Rodin (Doillon, 2017)


Vaya paradoja, pero desde luego la enfermedad nos ha dado una precipitada cura de humildad y, obligándonos a vigilar nuestro cuerpo y el del prójimo, le ha devuelto a la existencia –ojalá duraderamente– la generosidad y la ternura del cuidado mutuo y del dolor compartido. Quién sabe si las fuerzas ocultas que ella haya removido en las cabezas, aquí y allá porque en todas partes la alegría y el llanto humanos son los mismos, sean poco a poco el contrapeso que necesita la ceguera del progreso acelerado, la expansión del universo digital en que todo lo que dábamos por real –la amistad, el trabajo, el conocimiento, la economía– no solo se modifica sino que se diluye y recompone en figuras que aún no tienen nombre pero que ya revuelven lo que somos. Nosotros, que nos entendíamos como seres de carne que dirigen sus ojos hacia estrellas que siguen siendo intocables también para telescopios y satélites; seres que declinan y devuelven su peso al humus del que se irguieron, pero que a la vez y locamente anhelan lo imperecedero, incluso cuando más ahínco ponen en negarlo.

La enfermedad, al obligarnos a vigilar nuestro cuerpo y el del prójimo, le ha devuelto a la existencia la ternura del cuidado mutuo 

Añadiría que este libro nació de mis clases en un sentido estricto y diría que también amoroso. Mis maestros más queridos decían que, detrás de una sola hora de enseñanza, deben haber otras diez de lectura e investigación. Jamás me reconoceré en el mero profesional impartidor de lecciones. No soy delante de los alumnos alguien dotado de cualidades especiales, y la conciencia de esa flagrante pequeñez ha vuelto siempre intimidante para mí el estrado o la silla delante de una audiencia. Solo enseñando he podido aprender siquiera a dirigir mi mano hacia los horizontes y los enigmas que nos rodean, puesto que el menor de los temas se apoya y ramifica en una vastedad de fundamentos, nexos y tradiciones, de modo que lo más honesto es recorrer con antelación todo el paisaje antes de hablar a otros únicamente de sus cimas más visibles.

Monumento a las víctimas del Holocausto, en Alemania.


Por último puedo decir que La forma de nuestra arcilla fue también un ensayo que mereció la Mención Honrosa del Concurso Nacional de Ensayo Copé, organizado por PetroPerú en 2020, y que en la editorial Recolectores Urbanos de Málaga (España) aparece ahora en una versión actualizada y, con seguridad, mejorada. Y que una parte de sus páginas fueron originalmente escritas minutos antes de ir al encuentro de mis estudiantes, y otra en las largas noches de una cuarentena durante los dulces sueños del primero de mis dos bebés.

Esos dos hermosos rostros en cuyo crecimiento veo, más que una confirmación de lo escrito, una amplitud inaprehensible que mantendrá vivo en adelante este querer saber que es siempre la osadía de escribir y publicar.

 

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