Los bellos recuerdos de mi padre como maestro rural / Víctor H. Palacios Cruz


 Mi padre publica su primer libro a los 79 años de edad. El acontecimiento es tan feliz para él como significativo para mí: a él le debo mi terco amor por la enseñanza, a pesar de todas las ingratitudes, pero también el haber vuelto este oficio inseparable del gusto por contar historias y de la insistencia en escribir. Como a Ribeyro y Montaigne, a la pequeña escala de mi caso, mi rumbo literario e intelectual es también una continuidad del que mi padre no pudo tener durante la mayor parte de su vida. Este texto es, por ello, cariño y a la vez un acto de justicia.

En un apunte de sus diarios, Julio Ramón Ribeyro observa que su caso como escritor no es el de Kafka o Stendhal añadiría el de Vargas Llosa–, que tuvieron una vocación trazada en oposición a un padre autoritario, violento y opuesto a la pasión literaria de sus hijos. Como consta en uno de sus cuentos autobiográficos, “Página de un diario”, la figura paterna en Ribeyro, perdida en su adolescencia, posee por el contrario una perennidad que actúa como un amparo y, también, como una evocación que produce un efecto elegíaco a la vez que inspirador.

Comparable al caso de Michel de Montaigne, que dedicó a su progenitor perdido también en su juventud numerosos recuerdos de una gratitud que llega hasta la reverencia en sus Ensayos que, dicho sea de paso, tienen no pocos puntos en común con la sensibilidad y la visión del mundo contenidas en la obra de no ficción del autor de La palabra del mudo. En el narrador peruano tanto como en el ensayista francés, que vivió en la Francia convulsa del siglo XVI, el cariño filial se consuma en una carrera intelectual que fue, en cierta medida, la continuidad de la que el padre no pudo colmar en vida por culpa de diversos impedimentos de orden coyuntural, familiar o personal.

En Ribeyro y Montaigne el cariño filial se consumó en una carrera intelectual que fue la continuidad de la que el padre no pudo colmar en vida

En el desenlace de “Página de un diario”, Ribeyro escribe: “comprendí por primera vez que mi padre no había muerto, que algo suyo quedaba vivo en aquella habitación impregnando las paredes, los libros, las cortinas y que yo mismo estaba como poseído de su espíritu transformado ya en una persona grande. «Pero si yo soy mi padre», pensé”.

En la muy pequeña escala de mi historia como escritor –poeta, articulista, ensayista– no aparece la herencia de un objeto como en el cuento ribeyriano –una pluma–, pero sí el tempranísimo ejemplo de un hombre que, más allá de las formas solemnes que tomó de sus mayores, transmite en su modo de contar historias, en la intimidad de la familia o en veladas con amigos, que ante todo lo que hace es amar el hecho de hablar a los demás, es decir, el acto de desprenderse del más preciado tesoro: una memoria personal, la certidumbre de un afecto o la claridad de un pensamiento.



En cada reunión donde él toma la palabra el oyente ve surgir, en el centro del espacio, una esfera cristalina en cuya transparencia se perfilan nítidos los detalles y la sucesión de sus relatos, gracias a una entonación, una cuidadosa elección de los vocablos y las pausas e inflexiones de las que emana una autoridad natural que no es, para nada, la consecuencia de un exceso de énfasis ni de ningún histrionismo innecesario.

Recuerdo, por ejemplo, las noches de un prolongado Fenómeno del Niño que provocaba apagones diarios que no causaban ni en mis hermanas ni en mí el fastidio de una privación, no solo porque entonces no se tendían aún las redes digitales en que ahora navegamos, o que más bien habitamos, sino porque a determinada hora luego de la cena –de la sala en el ángulo oscuro, el televisor olvidado– nos citábamos en el patio de nuestra casa para escuchar las historias que mi papá hilvanaba con una lentitud que, en su voz, no equivalía a demora sino a una intensidad creciente e irresistible.

Luego de la cena –de la sala en el ángulo oscuro, el televisor olvidado– nos citábamos en el patio para escuchar las historias de mi papá

Las tantas ocasiones, indirectas o explícitas, en que él alentó mi hábito de escribir fueron no solo el impulso literario al que no pude resistirme (“cuando un misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer”, escribió Saint-Exupéry), sino también el impulso decisivo para aprender a vivir y amar, en el entendido de que vivir y amar son “experiencias” que solo ocurren cuando se dicen con frases y palabras. Con unos signos que, al permitir aferrar lo vivido, conceden a la vez el acto más libre de la vida que es contarla a otra vida.

Por todo esto es que el hecho de que mi padre, Higinio Palacios Sullón, a la edad de 79 años publique sus primeros libros es no solo tan significativo para él mismo y para la incontable gente que lo conoce y quiere y le debe tanto como hombre y como maestro, sino también particularmente confirmatorio de mi propio derrotero.



En una pujante editorial piurana, Cortarrama, dentro de una serie llamada Tipografía y como parte de un programa dirigido por Alberto Machuca Maza –admirable mediador de lectura y gran animador cultural–, con el fin de alentar publicaciones que permitan, a través de la distribución de ejemplares en bibliotecas escolares y públicas de varios departamentos en el norte del Perú, disponer a niños y jóvenes de una literatura de calidad que no solo sea la que justificadamente los conecta con la gran tradición universal (Homero, Dante, Cervantes) o nacional (Palma, Valdelomar, Vallejo), sino también una que los ponga en relación con el andar de su propia comunidad, con los rasgos de sus paisajes e idiosincrasias que, al fin y al cabo, son las coordenadas entre las que aprenderán a caminar por el resto del tiempo en el planeta.

Como se ha dicho de Don Quijote, o como Stefan Zweig dijo respecto de los Ensayos de Montaigne, cada vez que un escritor refiere los hechos más menudos de su comarca o los de su propia existencia habla en nombre de toda la humanidad, al entrar en una hondura que, siendo única e irrepetible sin la menor duda, se puebla al mismo tiempo de espejos en los que sus semejantes se reconocen o miran por vez primera a sí mismos. En ese sentido, ningún canon literario cumple su función de preservación y comunicación si no incorpora las voces cercanas que garanticen en el alma de sus más imberbes lectores la comunión con el conjunto del género humano.

Al permitir aferrar lo vivido, las palabras conceden el acto más libre de la vida que es contarla a otra vida

El primero de estos libros está a punto de ser presentado en la ciudad de Piura, y se titula Tiza y trocha. Memorias de un profesor en la sierra piurana. El segundo, de próxima aparición, se llama Locos, juegos, costumbres y misterios. Memorias e historias de personajes del Bajo Piura.

El primero recoge su llegada a un poblado del distrito de Santo Domingo (provincia de Morropón, Departamento de Piura), adonde fue destacado como profesor apenas terminada su formación como tal. En un relato sencillo y por ello mismo eficaz en lo emocional, su autor describe las impresiones que le causaron la geografía, la gente y las condiciones de enseñanza que encontró.


El paisaje que rodeó a mi padre como profesor rural. Foto: V. H. Palacios C.

Sin ningún alarde, mi padre da cuenta no solo de adversidades desafiantes, sino también de la respuesta cooperativa de los pobladores, así como de una serie de actitudes que adoptó y que, por cierto, deberían convertirse en obligadas recomendaciones para todos los que vayan a dedicarse a esta tarea grandiosa y tan poco agradecida que es la enseñanza. Me refiero a su inmediato acercamiento a la comunidad en la que iba a trabajar, su conocimiento atento y paciente de las rutinas y creencias locales, y hasta la disposición no solo al sacrificio de su tiempo, sino también a la entrega de cualidades que no poseía y que la gente más humilde espera siempre en quienes vienen de otros lados. Por ejemplo, mi padre haciendo de peluquero de niños antes de un desfile en una plaza, o de riguroso tesorero en una fiesta recaudatoria para ayudar a financiar la construcción de una escuela. Con tanta razón decía Jacques Lacan que “amar es dar al otro lo que no se tiene”.

En el libro hay también pasajes que enternecen y remueven: el ánimo del profesor asaltado por la soledad y la nostalgia en las noches frías de un caserío sin actividad nocturna ni ocio de ninguna clase, de repente acompañado por vecinos que, compadecidos, vienen a traerle una bebida caliente, una guitarra y la más cálida conversación; o también la tristeza desgarradora que siente al ver a sus pequeños alumnos jugar con tan pocos medios, casi con el aire, desconsoladamente incapaz de correr y volver de inmediato con los juguetes que les hacían tanta falta.

Nunca le ha bastado el dar clases, siempre ha hecho más que solo eso, por ejemplo componer canciones y teatro para sus niños

Diré que he sido testigo de muchas cosas que este libro no cuenta porque pertenecen a tiempos posteriores, pero que corroboran que mi padre ha sido un profesor de vocación genuina y de un coraje a prueba de tantos sinsabores –muchos de ellos relacionados con los sueldos humillantes que hasta ahora reciben los profesores de colegio en el Perú–, sin todo lo cual quién sabe si hubiera tenido las pausas y las fuerzas que demanda una vocación de escritor. Una ilusión callada que, desde algún día que desconozco, se aposentó en el pecho de un hombre que jamás rehuyó la realidad que le tocó encarar, sin que por ello, como ahora vemos, tuviera que renunciar a sí mismo con el rencor y la amargura de todas sus imposibilidades.

A él nunca le ha bastado el dar clases, siempre ha hecho más que solo eso, por ejemplo componer canciones y teatro para sus niños. Esa creatividad y esa iniciativa que con tanto ahínco desincentiva la rígida organización de la educación escolar y universitaria de nuestros días, más empeñada en el orden administrativo que en la vitalidad y la libertad de la auténtica docencia.

El matrimonio de mis padres en la iglesia de Santo Domingo (Morropón). Archivo familiar. 


Por último, algo sé de Tiza y trocha que ningún lector podrá hallar en sus páginas. No la fuente de sus historias, sino el origen de su escritura. Una mañana de mayo de 2015, convoqué a mis padres a un desayuno en el restaurante de un hotel junto a la plaza de armas de Piura. Quise sorprenderlos con la presentación de quien es ahora mi esposa. Sorprenderlos no solo en el sentido de la noticia, sino también con el inesperado vuelco en el rumbo de un hijo que a los 43 años parecía irredimiblemente in-casable.

Avanzada la mesa y complacido con la buena nueva, mi papá empezó a recordar cómo conoció a mi mamá, justamente durante sus andanzas como maestro en la sierra piurana, con una sucesión de pormenores tan llenos de encanto, que no tuve la menor duda de que se trataba de una historia que debía ser puesta por escrito. En algún momento pensé en hacerlo yo mismo, pero de pronto, poco antes de despedirnos, mi padre contó que había decidido, evidentemente entusiasmado por mi presente enamorado, narrar su propia historia de amor. Y ese fue el comienzo de un libro ahora ya impreso y disponible.

Solo sabe enseñar quien primero ha saboreado la dicha de aprender. Y solo aprende aquel a quien el mundo le parece un lugar inagotablemente bueno

Un romance que en su caso, como en el mío ciertamente, no fue una interposición o una pausa en el curso de sus pasos, sino más bien un desarrollo natural del gran amor a la vida y a lo que la llenaba. Porque, en definitiva, quien se ama a sí mismo en todo lo que ama no divide ni contrapone sus amores.

El mismo júbilo con que mi papá ha impartido miles de clases a tantas generaciones de estudiantes, es el que yo he visto en su fervor de niño al hablarme del bellísimo lugar o la divertida costumbre que acaba de descubrir en el reportaje de un canal alemán que transmite en castellano, o la olvidada canción que acaba de recuperar en un vídeo de YouTube.

Porque únicamente sabe enseñar quien primero ha saboreado la dicha de aprender. Y solo aprende aquel a quien el mundo, a pesar de sus sombras y defectos, le parece un lugar inagotablemente bueno en cualquiera de cuyos recodos siempre hay algo que merece ser contemplado, “aprehendido” y compartido.

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