El viaje según Michel Onfray

 


Hay temas relevantes y comunes que, sin embargo, resultan esquivos a los instrumentos más certeros de una cacería en cualquiera de las lenguas. La felicidad, el miedo, los sueños, la conciencia. También el viaje, una palabra capaz de referir tanto la travesía más extensa en el tiempo y el espacio, como el encierro sedentario que experimenta los traslados siderales de la meditación, la lectura o la pasión. Michel Onfray (n. 1959) es un filósofo iconoclasta que, sin embargo, prueba en el muy breve libro aquí citado –que recomiendo casi con furor– que su pensamiento no está hecho solo de incriminaciones y despechos, sino también de hallazgos e intuiciones en los que los argumentos más sugerentes discurren a lo largo de una prosa limpia, sensitiva y hasta poética.

 

A Alberto Mahuca,

viajero y guía de viajeros

por los variados paisajes

de la geografía, la literatura

y la existencia

 

Viajeros predestinados por naturaleza

“Al comienzo, bastante antes de todo gesto, de toda iniciativa y de toda voluntad deliberada de viajar, el cuerpo trabaja, al modo de los metales bajo la mordedura del sol. Sumido en la evidencia de los elementos, se mueve, se dilata, se tensa, se distiende y modifica sus volúmenes. Toda genealogía se pierde en las tibias aguas de un líquido amniótico, ese primitivo baño estelar en el que parpadean las estrellas con las que, más tarde, se fabrican mapas celestes y topografías luminosas (…) No se hace uno nómada impenitente si no es instruido en la propia carne, en las horas en que el vientre materno es redondo como un globo, un mapamundi. El resto es el desarrollo de un pergamino ya escrito”.

(11)

 

“Viajar supone, como las aves migratorias en las que el reloj interno, el metabolismo y el magnetismo deciden sus movimientos, ponerse a la escucha de lo que, en uno, procede de la eternidad del sistema solar y que yace en nosotros, en lo más profundo de nuestra disposición atómica.”

(77)

Mapa mundi de 1689.

 

El viajero: ser errante y desarraigado (Caín y Abel)

“Los pastores recorren vastas extensiones, apacientan los rebaños sin preocupación política o social: la organización comunitaria tribal supone algunas reglas, ciertamente, pero lo más sencillas posible; los agricultores se instalan, construyen, edifican, levantan poblados, ciudades, inventan la sociedad, la política, el Estado y en consecuencia la Ley, el Derecho que sostiene un uso interesado de Dios vía la religión. (…) Todo lo que rechaza ese nuevo orden se opone a lo social: el nómada inquieta a los poderes, se convierte en el incontrolable, el electrón libre imposible de seguir y, por lo tanto, de fijar, de asignar. /

El agricultor mata al pastor, el labrador asesina al cabrero (…) Dios maldice a Caín y le castiga condenándole a errar. Génesis de la errancia: la maldición; genealogía del eterno viaje: la expiación. De ahí la anterioridad de una falta siempre aferrada al ser como una sombra maléfica. El viajero procede de la raza de Caín (…) /

La ausencia de casa, de tierra, de suelo supone, antes bien, un gesto inapropiado, una pena causada a Dios. El esquema impregna el alma de los hombres desde hace siglos: los judíos, los zíngaros, los romanís, los gitanos, los bohemios, los calós y todas las gentes del viaje saben que todos les hemos querido, algún día, forzar al sedentarismo, cuando no les hemos negado el derecho mismo a existir. El viajero desagrada al Dios de los cristianos, indispone lo mismo a príncipes, a reyes, a gentes poderosas de hacer real la comunidad de la que se escapan siempre los errantes impenitentes, asociales e inaccesibles para los grupos arraigados. (…)

El nacionalsocialismo alemán celebró la raza aria sedentaria, arraigada, fija y nacional, al mismo tiempo que designaba a sus enemigos: los judíos y los gitanos nómadas, sin raíces, móviles y cosmopolitas, sin patrias, sin tierras.”

(13-16)

Mapa usado por Francis Drake (1595)

 

El viaje no empieza con los pies sino leyendo

“El viaje empieza en una biblioteca. O en una librería (…) Al comienzo del nomadismo, por tanto, nos encontramos con el sedentarismo de las estanterías y de las salas de lectura, incluso el del domicilio en el que se acumulan las obras, los atlas, las novelas, los poemas y todos los libros que, de cerca o de lejos, contribuyen a la formulación, a la realización, a la concretización de la elección de un destino. Todos los rincones de una buena biblioteca conducen al sitio adecuado: al deseo de ver un animal extravagante, las ganas de dar con una planta casi inencontrable, las ganas de divisar una mariposa rara, la aspiración a una veta geológica en una cantera, la voluntad de marchar bajo un cielo antaño frecuentado por un poeta, todo conduce al punto del globo del que llevamos ciegamente el signo.”

(29)

 

Los mapas cambian, la geografía persiste

“Las fronteras se riegan de sangre, se mueven, se modifican: Europa central, después del comunismo, obedece a otros trazados, ha conocido particiones, parcelaciones, estallidos. (…) Aniquilación del imperio soviético: los desvaríos humanos no cuentan para nada. De cara a la eternidad, la geografía triunfa, la historia se reduce a la espuma.”

(32)

 

Se viaja con el cuerpo y los sentidos

“Ganamos al renunciar, in situ, a los libros y a los documentos, a las palabras y a las páginas consultadas antes y por consultar después. Y sobresalimos al solicitar el animal que hay en nosotros, lo que subsiste en nosotros del mamífero que se acuerda de épocas pasadas, prehistóricas, en las que el nomadismo exigía un cuerpo capacitado, eficaz, ágil y resistente.”

(72-73)

Publicidad de Aire France.

 

La geografía es una abstracción que los sentidos encarnan

“Para organizar esa realidad diversa, los geógrafos recurren a la geodesia. Matematizan lo real, lo geometrizan y lo encierran en husos, latitudes y longitudes. (…) Es verdad que el atlas dice lo esencial, pero no todo. A su postura conceptual le falta la carne aportada por la literatura y la poesía. Pues el poeta más que ningún otro instala su cuerpo subjetivo en medio del lugar frecuentado por su conciencia y su sensibilidad. (…) oler colores, saborear perfumes, tocar sonidos, oír temperaturas, ver ruidos.

Practicar estos ejercicios confirma que viajar supone el desajuste de todos los sentidos, y luego su reactivación y su recapitulación en el verbo.”

(34-35)

 

Se viaja con los ojos más que con la razón y la cultura

“El viajero necesita menos de la capacidad teórica que una aptitud para la visión. El talento para racionalizar es menos útil que la gracia. Cuando la posee, el nómada-artista sabe y ve como visionario, comprende y capta sin explicaciones, por impulso natural. Practica lo que según las categorías spinozistas se podría llamar el tercer género de conocimiento, el que se nutre de intuiciones y de la penetración inmediata de la esencia de las cosas (…) /

Algunos interponen demasiadas cosas entre el mundo y su subjetividad: demasiadas referencias, demasiadas lecturas, demasiadas consultas culturales, demasiadas citas, demasiadas rúbricas; otros, alimentados por esos saberes, saben, después de haberse alimentado de ellos, apartar con su mano la sombra arrojada por las bibliotecas y los archivos. En términos de un Nicolás de Cusa, el viajero artista gana al practica la docta ignorancia. (…) /

La carne debe ponerse a disposición del mundo, registrar sus mínimas variaciones, partir a la búsqueda del más pequeño detalle perceptible por una piel, un sensor olfativo, una parcela del cerebro proyectada por el nervio óptico, una superficie táctil, unas papilas, un pabellón auditivo y su cóclea. El alma material debe partir al encuentro del mundo que se manifiesta de manera atómica, en virtud del modo de propagación inminente a los simulacros. El viajero se deleita con ellos, los busca y los persigue, los acecha y los caza: lo real bajo todas sus formas, esa es su presa.”

(69-71)


 

El avión y la mirada filosófica

“El avión, como es sabido desde la ficción alada de Luciano de Samosata en su Icaromenipo, da lecciones de filosofía: todo lo que en el suelo parece grande, voluminoso e importante se convierte en el aire en pequeño, mezquino, irrisorio e insignificante. ¿Cómo hacen algunos para creer esenciales sus pequeñas historias, sus asuntillos cuando, visto desde el cielo, de pronto todo se hace estrecho e indiferente? (…) nos sentimos de pronto como fragmentos de un gran todo, un pedazo irrisorio de una mecánica importante que nos contiene y nos supera. (…) La historia desaparece, demasiado preocupada por peripecias locales, en beneficio de la geografía, familiarizada con las duraciones indefinidas y las lentitudes magníficas.”

(81)

 

El destino del viaje es el encuentro con uno mismo

“Uno mismo ese es el gran asunto del viaje. Uno mismo, y nada más. O poco más. Hay pretextos, ocasiones, cantidad de justificaciones, ciertamente, pero, de hecho, nos ponemos en marcha solamente por el deseo de partir a nuestro propio encuentro con la intención, muy hipotética, de volver a encontrarnos, cuando no de encontrarnos. (…) el viajero y el turista se distinguen radicalmente, se oponen definitivamente. El uno busca sin cesar y a veces encuentra, el otro no busca nada y, por consiguiente, no obtiene tampoco nada.

El viaje supone una experimentación sobre uno mismo que remite a los ejercicios habituales entre los antiguos filósofos: ¿qué puedo saber acerca de mí mismo? ¿Qué puedo aprender y descubrir a propósito de mí si cambio de lugares habituales, de señas y modifico mis referencias? (…) ¿Qué subsiste de mi ser a partir de la sustracción de mis apéndices gregarios? ¿Qué hay del núcleo duro de mi personalidad ante una realidad sin rituales o conjuraciones constituidas?”

(87-88)


 

El viaje no es terapia sino encuentro con uno mismo

“No se cura uno dando la vuelta al mundo, al contrario, se exacerban los malestares, cavamos nuestras simas. Lejos de ser una terapia, el viaje define una ontología, un arte del ser, una poética propia. Partir para perderse aumenta los riesgos, que se tornan considerables, de encontrarse cara a cara consigo mismo, peor aún: cara a lo más temible que hay en uno.

El yo no se diluye en el mundo, lo colorea, le da sus formas. En principio, lo real no existe en uno mismo, sino que es percibido. Lo que, evidentemente, supone una conciencia para percibirlo. Este filtro por el que pasa el mundo organiza la representación y genera una visión. Para su esencia, el ser del mundo procede del ser que mira. (…)

No se viaja para curar uno de sí mismo, sino para endurecerse, fortificarse, sentirse y saberse con mayor sutileza. En el extranjero, no se es nunca un extranjero para uno mismo, sino siempre el más íntimo, el más apremiante, el más pegado a su sombra.

(…) Fuera de su domicilio, en el arriesgado ejercicio del nomadismo, el primer viajero con el que nos encontramos es uno mismo. Permanentemente, en cada rincón de las calles, en cada esquina, en los cruces y en las plazas, en la ciudad o los desiertos, a la luz o a la sombra, por todos los caminos y los accidentes del paisaje, siempre y en todas partes nuestro personaje busca el orden íntimo”

(92-93)


 

El viaje no es expiación sino autoconocimiento

“El viaje procede menos de la ascensión al Gólgota que de la invitación socrática a conocerse. El dolor no ofrece ninguna utilidad en este proceso de descubrimiento de uno mismo. No sabemos nada esencial sobre nuestra intimidad volviendo la pulsión de la muerte contra uno mismo y tratando de transfigurar ese movimiento en una estética del sufrimiento. La negatividad ya es suficiente con las dosis inyectadas de manera natural por la realidad para que no necesitemos añadir nada a esa energía negra y mala. (…)

La empresa socrática no necesita del empleo de uno mismo como el de una cosa o un objeto enemigo. Al contrario. La autoestima, que en su lugar no hay que confundir con el amor, la veneración o la complacencia, le instala a uno bajo los mejores auspicios, en las antípodas del ideal ascético. Ni rechazo ni celebración de uno mismo, sino sabio rodeo por el mundo para arribar a un justo conocimiento de la propia identidad íntima.”

(89-91)

 

Fuente:

Michel Onfray (2016), Teoría del viaje. Poética de la geografía. Barcelona: Taurus.

 

 

Comentarios

  1. Incluso en nuestra tradición histórica y literaria encontramos el vaije del héroe. Viajes en libros por aquí y por allá: Los viajes de Gulliver, El Viaje al Centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna —los que tienen título explícito—, El Señor de Los Anillos y el Hobbit, El Marciano, La Trilogía de la Fundación —estos hay que leerlos para descubrir el viaje—, etc.

    Un elemento que se puede añadir y que expande muchísimo la idea del viaje es la exploración espacial. Es que ya no sólo es un avión que desdibuja las diferencias entre ciudades o que hace pequeñas cosas que nos parecen enormes. Un paseo por el espacio lleva todo esto al extremo.

    Por último, el aprendizaje es también un viaje. Un viaje que, de la mano del guía correcto, es capaz de alcanzar la cima del monte del conocimiento.

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    1. El viaje como metáfora es de una riqueza inagotable. La vida misma cabe dentro de esta figura. Sin embargo, el desplazamiento geográfico, o espacial para no excluir una travesía extraterrestre, es el viaje por excelencia y, por cierto, por experiencia propia, nada mejor para conocer a otros y conocerse a uno mismo que el ejercicio del caminar y recorrer. A esta cuestión se dedicó mi libro literario El polvo de las sandalias, que salió hace unos ocho años en Piura

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