Artistas de la calle en tiempos de pandemia / Víctor H. Palacios Cruz

 


Pasaron dos años desde el primer caso de COVID 19 en el Perú. Fui uno de los afortunados que no llegó a ver ni perdido ni menoscabado su modesto salario de cada fin de mes. Pero para la inmensa economía informal de este país todo se perdió, al perder la calle que era el escenario principal de su trabajo. El cierre de las actividades de ocio dejó igualmente a actores, músicos y otros profesionales o amateurs acorralados entre las púas de la muerte y los precipicios de la incertidumbre. Apenas las normas permitieron reanudar cierta vida artística y comercial, varios de ellos no tuvieron adónde regresar. No les quedó otra cosa que recorrer calles y plazas brindando un arte aún más conmovedor al pender del hilo sobre el que obliga a andar a todos cualquier tiempo de calamidad. Comparto los trazos de algunos artistas ambulantes a los que aplaudí con desesperado ahínco junto a mis hijos, y a los que vi padecer, cambiar y hasta desaparecer durante esta rauda pero interminable era de pandemia.

 

El mimo atropellado

Apenas se escuchaba una animada percusión sobre madera que provenía de la calle, mi hijito dejaba su plato o su juguete y corría hacia la amplia ventana de su cuarto para ver al mimo del cajón. Un hombre flaco, la cara pintada de blanco y vestido con la camiseta de la selección nacional de fútbol, que recorría la ciudad con numerosas paradas en las que encendía su parlante portátil para poner un festejo o un vals norteño y, en seguida, alternar el golpeo del cajón con el baile, combinando de un modo chaplinesco la elegancia del estilo con la gracia del clown. Al término de su show simpático y sencillo, yo le lanzaba unas monedas desde lo alto.

Era el regocijo absoluto de mi bebé, que luego imitaba al mimo el resto del día con cualquier objeto, incluida una pelota, sobre el que pudiera sentarse para tocar un cajón imaginario, hasta que tuvo uno de verdad y a su medida que mi suegro llegó a obsequiarle, tan contento de que uno de sus nietos apreciara la música del país y se iniciara en la instrumentación siquiera por la vía del juego.

Algunas veces que volvía del parque de la mano con Benjamín, nos encontrábamos con el mimo del cajón y lo descubríamos pintándose el rostro, tomando un poco de agua o simplemente cruzando una vereda. Más de una vez charlamos caminando y él se despedía diciendo a mi bebé: “hijito, come toda tu verdurita y obedece a tu mamá y a tu papá”.

Alternaba el golpeo del cajón con el baile, combinando de un modo chaplinesco la elegancia del estilo con la gracia del clown

Una mañana me apenó escucharle estas confidencias: “qué lindo que es tu niño. Mi esposa le pega a mi hijo cuando no come su comida. Le da una cachetada, yo le digo que no lo haga y discutimos bien feo, amigo”. Y otra mañana: “hace dos años tuve un accidente, me atropelló un carro que me tumbó contra el suelo. Perdí el conocimiento y tengo todavía una herida en la cabeza. Pero ya me voy recuperando poquito a poquito”.

Con el paso de los días y los meses, Benjamín dejó de emocionarse con la llegada del mimo del cajón. Los niños cambian de intereses y entusiasmos, así como cambian de juguetes y comidas. El mimo efectuaba sus mejores trucos, pero mi hijo se limitaba a asomarse y al instante volvía al juego o a lo que sea que hubiera interrumpido. Igual yo me quedaba en la ventana aplaudiendo al mimo, y me consolaba ver que otro niño en otra ventana también lo veía y que un transeúnte le ponía sobre el parlante una propina. Yo mismo no dejaba de darle las monedas de siempre.


Transcurrieron algunos días y caímos en la cuenta de que había dejado de venir, si bien a lo lejos seguíamos percibiendo el ritmo afroperuano y la resonancia de su cajón. ¿Por dónde iba ahora? ¿Por qué ya no volvía por aquí? Una mañana en que regresaba del supermercado con Benjamín, el vigilante de un negocio al frente de nuestra casa nos contó que el mimo había sufrido un accidente a poca distancia de allí. Mi esposa y yo quedamos consternados y sin poder tener más noticias del bailarín ambulante.

De pronto, una mañana lo vi pasar cargando sus cosas, intacto y entero como si nada le hubiera sucedido. Al día siguiente, el vigilante volvió a hablarme y me contó que lo había visto en otro lado de la ciudad en un estado de sorprendente lamentable ebriedad.

Mucho después, vi de nuevo al mimo del cajón en nuestra calle a unos metros de nuestra casa, cuando había bajado con Benjamín para que viera de cerca cómo unos obreros instalaban una tubería en una zanja. El mimo se acercó a saludarme, y habiéndole correspondido sin hacerle preguntas él añadió: “ya no me ves, hermanito, porque he cambiado de ruta”.

 

El trombonista desafinado

Desde nuestra mudanza de departamento, el primer grupo de músicos que amenizó nuestra calle con su paso y su repertorio de valses, marineras y tonderos, era liderado por un trombonista de aspecto bonachón, gorra decolorida por el sol y unos zapatos negros blanqueados por la tierra. Lo acompañaba un trompetista con el que se entendía a la perfección, y un par de percusionistas que se encargaban respectivamente del bombo y la tarola. El entramado resultante equivalía a una banda de envergadura, bastante bien afinada por lo demás.

Benjamín y luego mi segundo bebé Patricio se asomaban a verlos con la atracción que suponía para ellos la novedad de instrumentos y sonidos de donde veían surgir piezas festivas y contagiantes. Al ver a mis pequeños, los músicos adaptaban su espectáculo tocando un par de canciones infantiles: “La vaca Lola” y “El gallo Bartolito”, que mis hijos reconocían y disfrutaban.


También mi suegro sacaba la cabeza por la ventana para escuchar, hasta que un mediodía me animé a pedir al trombonista que tocaran un bolero para que lo cantara mi suegro, buen conocedor de este género y un cantante, por cierto, de grandes cualidades escondidas. Fue un momento de inolvidable algarabía. Como era de justicia, aquella vez dupliqué la propina de los músicos

Otro día sucedió que su arribo coincidió con el sueño de mi Patricio recién nacido. Bajé corriendo al encuentro de ellos y, dándoles los mismos soles de costumbre, les rogué que esta vez se abstuvieran de tocar. El trombonista dio a sus compañeros instrucciones para que avanzaran a prisa hasta alejarse de nuestro edificio y poder volver a tocar más adelante. Quedé aliviado, por supuesto.

De pronto, un sábado por la mañana, el cuarteto se redujo a solo tres músicos. No estaba el del bombo y el trombonista contestó a mi curiosidad diciendo: “está en su casa enfermo”. Nos miramos mi esposa y yo temiendo lo peor en tiempos de pandemia. Semanas más tarde, un saxofonista ocupaba el lugar del trompetista, y poco tiempo después, el trombonista hacía la calle tan solo acompañado por un chiquillo que tocaba la tarola.

La mengua del conjunto exigía más del trombonista, que se las arreglaba como podía para no dejar de interpretar “La vaca Lola” y “El gallo Bartolito” delante de su fiel audiencia en mi ventana.

El cuarteto se redujo a solo tres músicos. No estaba el del bombo y el trombonista contestó a mi curiosidad diciendo: “está en su casa enfermo”

Estaba en la cocina una mañana de domingo, cuando lo escuché a lo lejos y me di cuenta de que su instrumento sonaba extrañamente desafinado, al punto de que pensé que debía tratarse de otro músico. Sin que importara ese decaimiento que ofendía al oído, llevé a mis dos bebés a la ventana y vi un detalle que seguramente escapaba a la vista de ellos, pero que a mí me mordió fuerte el corazón: las llaves del trombón de nuestro músico estaban ahora sujetadas por dos ganchos de colores, de esos de plástico que usamos para colgar la ropa de un tendal.

Hace poco volvimos a verlo y de nuevo sentí un mordisco dentro: ahora el trombonista venía escoltado por un ejecutante de tambor que no daba con el ritmo de “La vaca Lola” y “El gallo Bartolito”, incluso parecía francamente incompetente. Aun así, hacía aplaudir a mis hijitos, bailaba con ellos y finalmente despedíamos a los músicos diciéndoles “muchísimas gracias” y “cuídense mucho”, con gestos de abrazos luego de arrojarles las mismas monedas que había dado desde el primer día al trombonista y a quien viniera con él a alegrarnos esta larga rutina de los días y los miedos.

 

El trompetista sin aire

Después del almuerzo y siguiendo horarios rigurosos, nuestro departamento se llenaba con el aire lento del sigilo, el desplazamiento casi flotante de las personas y los susurros de la conversación. Primero era la siesta de Benjamín, y luego también la de Patricio. Durante el verano yo aprovechaba que no tenía clases que dictar a través de mi computadora para acostarme un rato tratando de juntar fuerzas para lo que faltaba de la jornada.

Pero una tarde una trompeta que, desde una lejanía indefinida, crecía acerada e indetenible me estiró la boca sin abrirla en un ademán de cólera y de angustia. Mis dos bebés dormían al lado de las ventanas que daban al exterior, y con toda certeza sus dulces sueños –y nuestra aún más dulce tregua de padres desvelados– se verían destrozados sin posibilidad alguna de poder reconstruirse.


Entreabrí una de las cortinas para reconocer al trompetista inoportuno y con la sola mirada acelerar su paso o callarlo más aún. Asombrosamente, no se despertó ninguno de mis hijos. Uff, qué instantáneo descenso del cuerpo desde la cumbre del estrés. Conforme se perdía de mi vista, mis sentidos cambiaron de registro para advertir que, a despecho de la hora, el sonido de aquel músico era limpio, poético y potente, digno de ser parte de una Big Band norteamericana o de alguna gran orquesta cubana de los años cincuenta del siglo pasado. Que, en suma, por nuestra calle pasaba un artista que merecía vivir en otro lugar y otro tiempo absolutamente diferentes.

Justo por entonces mi querido suegro había viajado y lo extrañaba para compartir el momento y aguardar, quizá, la posibilidad de repetir un dúo de bolero con este músico alto, delgadísimo y venezolano por su gorra tricolor y su inconfundible acento al agradecer la propina que le tiraba, envuelta en una servilleta, desde el tercer piso de nuestro edificio.

Virtuoso trompetista, que había llegado huyendo de su país para, poco después, ser sorprendido por una pandemia venida de Oriente

Semanas después, Benjamín dejó de hacer siestas por la tarde y Patricio abrevió las suyas, de modo que cuando escuché aproximarse a este virtuoso trompetista, que había llegado huyendo de su país para, poco después, ser sorprendido por una pandemia venida de Oriente, los llevé a los dos a la ventana para que presenciaran la mejor música en vivo que podían haber escuchado jamás en sus pequeñas vidas.

Mi alma no tiene ni carne ni volumen, pero esa misma tarde sufrió una contusión cuando a mitad de un sostenido de su trompeta, el músico se interrumpió a sí mismo exclamando enfurecido: “¡no puedo! ¡no puedo!” A los segundos volvió a intentarlo remontando al fin unas notas altas, pero casi a continuación le sobrevino de nuevo esa falta de aire que no era capaz de perdonarse. Frustración en la que se intuía un sentido profesional que me sobrecogía, considerando que no tenía cerca ni a un quisquilloso director de orquesta ni a un empresario cotizando su talento ni mucho menos a una audiencia preparada y entendida.


Yo hacía que mis dos bebés aplaudieran hasta que el trompetista pudiera verlos, y añadía una moneda más a la propina habitual, y me deshacía en reverencias llevándome la mano al pecho con el mayor énfasis de las palabras de aliento y solidaridad que me salieran desde el fondo de la tristeza y de la compasión.

“¡Muchísimas gracias, muchísimas gracias!”, respondía ese hombre barbado, sudoroso y en ruinas, con los pocos restos de voz que le quedaban.

Ha pasado medio año desde la última vez que lo vimos. Cuánto quisiera poder encontrarlo, agradecerle el colosal esfuerzo con que, pese a todo, educaba y elevaba la sensibilidad de mis hijos durante aquellas tardes, y no me importaría en absoluto que siquiera me diga, como el mimo del cajón: “ya no me ves, hermanito, porque he cambiado de ruta”.

 

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