Sheherazada, el contar historias y el streaming / Víctor H. Palacios Cruz

 

Sheherezade y el sultán Shariar, Ferdinand Keller (1880).

Sobre el control menos remoto entre nuestros dispositivos, la yema de un solo dedo –en un abracadabra más asombroso que la alfombra voladora o el “ábrete sésamo”– adelanta la noche que antes nos resignábamos a esperar y obliga a Sheherezada a quedarse afónica dándole play al capítulo próximo de una serie y, luego, al que le sigue y así hasta el infinito o hasta que el peso del sueño nos sepulte. Cada noche es mil y una noches, y hasta la novedad irresistible de una serie de estreno, con la artillería de su publicidad insistente, somete a Sheherezada a la abusiva merced de nuestros insomnios.

 

El hábito de contar historias es, también, como cuentan antropólogos, historiadores y filósofos, la fundación de una sociedad, la formación de una pertenencia y la creación de una identidad. Como sugirió Yuval Noah Harari hace unos años en su ensayo Sapiens, gracias a la repetición en el tiempo y el viaje de nuestras ficciones de un valle a otro, de un desierto a otro y a través de todos los mares, se han podido entablar las alianzas más inverosímiles y, con ello, aunar negocios, ilusiones o espadas en ambiciosas empresas movilizadas por la evocación de unos relatos que, finalmente, nadie recuerda quién compuso.

No importa el medio: desde la oralidad balbuceante de un círculo sentado en torno al fuego de una cueva, hasta el ensimismamiento de un consumidor de streaming con los oídos taponados con audífonos cómodamente encerrado así en su cuarto como en la vía pública, pasando por los volúmenes leídos en reuniones rituales y rigurosas en el interior de patios, plazas o monasterios, hasta las novelas devoradas con miedo y a prisa en la culposa penumbra de la soledad, a la manera de Emma Bovary.

Todo lo que se cuenta a lo largo de Las mil y una noches se sintetiza en un acto de resistencia contra la muerte

Una de las imágenes más universales de esta invención humana ha sido, sin duda, la protagonista femenina de Las mil y una noches, el título con el que encuadernamos y cosimos varias decenas de fábulas ambientadas en el Medio y el Lejano Oriente y que el mundo occidental fue sucesivamente compilando, reuniendo, censurando, mutilando, recobrando y, en el camino, leyendo con un ardor indeclinable y sin parangón.

Ciertamente, todo lo que se cuenta a lo largo de Las mil y una noches se sintetiza en un acto de resistencia contra la muerte, una manera astuta de prorrogar lo improrrogable y, a la vez, un esfuerzo angustioso por aplacar una ira y cambiar un corazón. En suma, la salvación de la vida por el procedimiento más paciente y sutil, que es empezar una noche un cuento y detenerlo en el punto calculado para que el sultán Shariar suspenda la orden de decapitar al amanecer a la mujer a la que escucha y a la que acaba de desposar, como hizo con tantas otras víctimas en un prolongado y cruento acto de venganza desencadenado por un humillante engaño conyugal.

Sheherezada se llamaba esta narradora temeraria e ingeniosa que doblegó la voluntad endurecida de un hombre de temible autoridad, y no precisamente con los lazos de una anatomía tentadora ni mucho menos con la estratagema de una huida improbable, sino con el buen oído con que ella misma había escuchado a otros narrar historias, con una imaginación exquisitamente ramificada, con un sabio manejo de la palabra para interrumpir su relato no más allá de lo indispensable a fin de provocar la expectativa de su consorte, y sobre todo con esa capacidad tan femenina para atesorar lo vivido frente a la cual los varones caemos estrepitosamente derrotados.

A la noche siguiente, el relato se reanudaba y enlazaba con otro que era, a su vez y oportunamente, detenido donde convenía, con un talento por el cual el nombre de Sheherezada es el nombre por excelencia de todo contador de historias, ese antiguo y noble oficio que, a su vez, filósofos, doctores y científicos imitaron desde el mito de la caverna de Platón hasta la teoría del Big Bang, pasando por el contrato social de Rousseau o Locke, y el complejo de Edipo o el de Electra en el psicoanálisis.

Sobre el control remoto la yema de un solo dedo es un abracadabra más asombroso que la alfombra voladora o el “ábrete sésamo”

Sin embargo, en este siglo XXI de una agitada abundancia que no sabemos si procede del aumento de sucesos o, más bien, de las pantallas que los multiplican –acrecentando sus efectos y sus interacciones–, silenciosa y hogareñamente por medio de aparatos tan leves y relucientes, las plataformas de cine y series de TV (Netflix, HBO, Disney...) han ido hundiendo en el costado de Sheherezada el fino acero de una daga envenenada.

Es necesario alertarlo porque, como en los tiempos del sultán Shariar, corren peligro distintas otras vidas. Lo que ocurre es que sobre el control menos remoto entre nuestros dispositivos, la yema de un solo dedo –en un abracadabra más asombroso que la alfombra voladora o el “ábrete sésamo”– adelanta la noche que antes nos resignábamos a esperar y obliga a Sheherezada a quedarse afónica dándole play al capítulo próximo y, luego, al que le sigue y así hasta el infinito o hasta que el peso del sueño nos sepulte. Cada noche es mil y una noches, y hasta la novedad irresistible de una serie de estreno, con la artillería de su publicidad insistente, somete a Sheherezada a la abusiva merced de nuestros insomnios.


Si antes, esta ilustrísima contadora de historias impedía el final de sus semejantes con la elocuencia de su voz dulce y hechicera, ahora son, por el contrario, productoras, directores, guionistas, actores y representantes los que corren, se desvelan y transpiran para parar a tiempo la voluntad homicida de millares de espectadores que, ataviados con anchas pijamas en lugar de fastuosos atuendos, se rodean de blandos cojines e introducen su mano no en un canasto con un áspid cautiva, sino en una caja de cartón repleta de basura comestible con una bebida tóxica al costado, con que irán alimentando dentro de sus cuerpos al verdadero Shariar escondido que acabará con ellos, con nosotros. De manera lenta, inevitable e irrelevante además. 

 

Comentarios

  1. Es impresionante cómo la tecnología ha influído en nuestras costumbres. Cambiamos las bibliotecas por libros electrónicos —o audiolibros— almacenados en la nube. De igual manera, han proliferado los ahora conocidos video essays, ¡y ni hablar de los podcasts!

    Sin embargo, la esencia no cambia: seguimos recibiendo conocimientos.

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    1. Justamente, Mario, allí está el punto. El contar historias persiste, se multiplica y es la forma cultural más imperecedera, anterior a la teoría, al diario y al testimonio íntimo. Sin embargo, como pasa con los libros digitales, no estoy seguro, habría que debatirlo a fondo, sobre si relación con las historias cambia solo de medio o cambia también en su acontecer al suceder en otras condiciones. Lo que sí creo es que, en efecto, las tecnologías, impulsan nuevas formas de comunicación, transmisión y empaque de contenidos, lo que es todo un terreno maravilloso para la creatividad y para una renovación viva del arte y las ideas.

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    2. Una entrada que da mucho que pensar! Magníficas analogías, Víctor.
      Me intriga tu cuestionamiento que no estoy segura de comprender completamente: "Sin embargo, como pasa con los libros digitales, no estoy seguro, habría que debatirlo a fondo, sobre si relación con las historias cambia solo de medio o cambia también en su acontecer al suceder en otras condiciones." Qué sería "un cambio en su acontecer"? el cambio de medio entiendo que sería el cambio de un libro físico a uno virtual, pero un cambio de acontecer... sería el impacto que tiene en el lector o la lectora?

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    3. Así es, Sol. Un documento impreso y otro digital tienen soportes cuyas diferencias determinan distintas relaciones lectoras. Una pantalla electrónica es el terminal de otros materiales, una zona de asedio y de desvío, de acumulación, fugacidad y distracción, de multiplicidad centelleante y disipadora. Un impreso tiene todo su poder en su aparente pobreza, la de no poder ser más que lo que es: una superficie de papel que no puede albergar otro contenido, a diferencia de un smartphone o una laptop o una tablet, que sucesivamente pueden ser una tragedia de Shakespeare, un artículo de opinión, una página de wikipedia, una red social, la web de una institución, etc. Algo de ello traté en una conferencia que compartí hace varios años en ciudades del norte del Perú. Aquí un extracto en mi blog:
      https://lalluviayelcafe.blogspot.com/2020/01/por-que-sobreviviran-los-libros-que-se.html

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    4. Cuántas verdades en aquella conferencia. Siento agradecimiento por las versiones digitales que me han abierto puertas a las que no hubiera podido acceder sin la tecnología, pero a la vez una profunda preferencia por los libros impresos. Tu artículo describe perfectamente el porqué de esta preferencia, tan clara y contundente. Nuestros libros nos cuentan historias y hacen historia mientras nos acompañan. Tengo justamente a mi lado un libro viajero muy querido que comenzó su viaje en Sudamérica, luego atravesó el Océano Atlántico ida y vuelta y recorrió Norteamérica de norte a sur y de este a oeste. Seguro lo conoces, se titula: "LAS MORADAS DEL ABUELO".

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    5. Qué amable, Sol!! Justamente tengo noticias al respecto. Saldrá en unos pocos meses una segunda edición de Las moradas del abuelo, libro del que se cumple una década exactamente. Esta nueva edición incluirá tres textos nuevos y un prólogo de un conocido maestro y escritor de mi ciudad de origen, Piura. Tendré más noticias por este medio y por facebook. Gracias por leer y comentar!

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    6. Felicitaciones, Víctor! estaré atenta a las noticias. Gracias a tí por compartir tus pensamientos en este blog!

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