El café y el ser de las cosas / Víctor H. Palacios Cruz



Mientras aguardo la fortuna de que mi proyecto de un libro dedicado al café pueda recibir acogida en algún lado, me sirvo otra taza de una buena cosecha. Mejor dicho, comparto otra pieza de este conjunto de textos que describen y ensalzan los dones de esta bebida así como los que rodean a su duración sobre la mesa, incluyendo aquellos acontecimientos y situaciones que ella suele enmarcar y esclarecer: la soledad, la conversación, el amor, la amistad, el tiempo, la nostalgia y la ilusión. Hay cosas que únicamente nos decimos a solas en torno a un café, y otras que no logramos decir ni entender y que cada aproximación de la taza a la boca entremezcla con sabores y aromas para convertirlo en un presente, un sorbo, un destello que pasa y se pierde tan dentro para siempre. Así como en el parto la madre se aparta de su hijo para no recobrarlo jamás, con el café pensamientos y emociones que no se repiten se pierden, degustados e inasibles, en una oscuridad tan inseparable como nuestra.

* Imagen: bodegón. Créditos a quien correspondan. 

Buscaba un buen café por las calles de Cajamarca para acompañar un repentino apetito de lectura. Pero no daba con una opción que pareciera convincente. Lo que no tenía perdón tratándose de una ciudad cerca de la cual brillan los cultivos de San Ignacio, Chirinos y Jaén. Por desgracia, este es otro de los absurdos de mi contradictorio país donde a la gente común se le impide el consumo de sus propias riquezas.

El camarero de la única cafetería fiable –en la que no pude entrar por un límite de aforo en tiempo de pandemia– se resignó a decirme que había un Starbucks en un centro comercial no lejos de allí. Sugerencia que agradecí, pero que me dolió en realidad.

Volví a la plaza de armas y busqué el restaurante más grande y concurrido donde, al menos, el café pasado de algún desayuno reciente me había parecido modestamente aceptable. De pronto, concluida mi taza de un café justo esa tarde mejor de lo esperado, llamé al mesero y pedí una repetición. Y en el mismo instante en que, siguiendo los protocolos de servicio, él tomaba mi taza vacía para traer otra limpia, mi mano se interpuso impulsiva y respetuosamente y le dije: “por favor, sírvamelo en esta misma taza”. “A la orden, caballero, ya vuelvo”.

Volvió con agua caliente y esencia tibia de café –tintura la llama uno de mis tíos campesinos en la sierra piurana–. Mientras el mesero colocaba cada cosa en su sitio con diligente exactitud, le dije: “¿sabe, amigo? Es como la olla donde se prepara siempre el mismo estofado y, con el tiempo, la comida va cogiendo más sabor ”. “Cierto, señor. ¡Qué gusto que disfrute su café! Permiso”.

En mi memoria, mi abuela volvía a poner sobre su cocina de leña la cazuela de barro de toda la vida, renegrida en la base que daba al fuego. Las sopas, los tamales y las gallinas que salían de allí despedían, con su palpitación de vapor, un olor sagrado que el viento llevaba hasta los campos aledaños alumbrando el alma de los caminantes.

Entre un sorbo y otro de mi segundo café, recordé también lo que decía mi hermano, más entendido que yo en estas cuestiones, cuando le pedía sus consejos para sacar mejor partido de la cafetera italiana Bialetti que un amigo nos había obsequiado a mi esposa y a mí como regalo de bodas. “Conforme pasa el tiempo –decía–, el café va saliendo más rico, por eso no uses detergente para lavarla. Solo agua tibia o calientita. Un amigo brasileño, en vez de agua, utiliza un pincel para retirar los restos de una puesta”.

Como los cuartos, casas y barrios que se llenan de nuestras pisadas y respiraciones. Como la camisa que, aun planchada y limpia, lleva consigo el olor de quien la usa. Señales del desatino de esa ley de la ciencia según la cual toda materia es impenetrable, cuando en realidad tejidos, muros y metales se cargan de impregnaciones y de voces; y un café, una comida o la existencia misma terminan por participar de la composición de las cosas.

Es el paso de los días. Mejor aún, la relación que entablan las manos con los objetos lo que hace que ellos parezcan no viejos o gastados, sino vivos, como si hubieran llegado a adquirir un rostro o un espíritu.

Quizá en rigor no haya nada inerte alrededor y por todas partes nos rodeen en silencio, humildes e ignoradas, historias, huellas y cualidades –personas en suma–, que el tiempo ha ido sumergiendo en el corazón de las superficies.

Comentarios

  1. Qué hermosas reflexiones, Víctor. Muchas gracias. Me has hecho pensar en los panes de masa madre que comencé a hacer durante la pandemia. La fermentación natural y prolongada logra un pan con un sabor tan único y especial que es un fiel reflejo de como el paso del tiempo hace que nuestras comidas cobren nueva vida.

    Cada masa madre, creada a partir de nada más simple que un poco de harina, agua, aire, días y dedicación, adquiere con el tiempo un perfil de sabor único, fruto de la combinación de los microorganismos presentes en la harina, en el ambiente y en las mismas manos de quien trabaja. Cada cocina, pues, cada panadero y cada cosecha de trigo lograrán una mezcla única. La temperatura ambiental y el tiempo y las condiciones de fermentación tendrán su impacto también.

    El aroma del pan recién hecho es un aroma que amo tanto como el del café. El vapor que aún exhala cada pan caliente sobre la mesa, que se deja entrever al encontrarse con los primeros rayos del sol, podría asemejarse al de una tasa de café recién hecho. La corteza dorada que aún cruje suavemente pareciera lamentar la pérdida de la vida de aquellos organismos sin los cuales ese pan no sería más que un engrudo insípido, y suena casi como el llanto de aquel bebé recién nacido que su madre no podrá recobrar jamás. Posiblemente esos aromas, esos vapores y esos crujidos... impregnen de "humildes e ignoradas historias" las superficies de la infancia de los pequeños que se acercan a comer.

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    1. Agradezco muchísimo tu referencia al tiempo. Toda identidad, y más aún la humana, necesita de acontecimientos, de presentes, de caminos y de recuerdos. Sobre las estanterías de los comercios, las cosas tienen el esplendor de lo no utilizado aún, de algo que es absoluta operatividad imberbe, un limbo de perfección, con el inconfundible brillo que tiene todo lo perfecto y vacío. Por eso es que sobre la Tierra, lo perfecto nos ahorra o, más bien, nos priva de las búsquedas y los esfuerzos, de los trayectos que precisamente nos confieren diferenciación individual, que van formando un rostro irrepetible, una expresión. Una humanidad, en suma

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