Cuatro gotas de lluvia / Víctor H. Palacios Cruz
Es una pena que la memoria de devastadores fenómenos
pluviales, así como la evidencia de ciudades mal gestionadas incapaces de tolerar la más tersa llovizna, vuelvan el hecho natural de una lluvia un motivo
de alarma y el anuncio de las más frustrantes dificultades e imposibilidades de
orden práctico, con graves consecuencias incluso económicas, personales o colectivas.
Comparto cuatro textos literarios brevísimos que describen una relación distinta con el
sonido y el espectáculo de su caída, atrayente y enigmática como la elevación del
fuego. La lluvia no es solo la continuidad de un ciclo terrestre, es
también la fecundidad de los cultivos, la renovación del aire y de la luz, y también una pausa
que afina nuestra conexión con lo circundante y, por tanto, con lo que vemos y lo que somos.
I
Luego de tantas lluvias
en el tiempo, caigo esta noche en la cuenta de que no se oye el agua. No. Se
oyen las hojas, las tejas, las piedras, el recipiente bajo la gotera… Se oye el
mundo tocado por el cielo. ¿Quién conoce cómo suena la lluvia?
II
Llueve en la sierra. No
se oye el agua, murmura la tierra. Bajo las tejas, en la montaña azul, aquí y
allá, numerosos rumores despiertan, se reúnen y desplazan. Una masa sonora da
vueltas en el aire y se desliza como sobre una pendiente de pasto. Al fin la
tierra abraza al cielo. La nube tiembla, brama de euforia y libera los hilos de
su emoción.
El ave del júbilo canta
en la copa del árbol. No es de la semilla en el surco de donde partirá la
plantita. No. Cada gota que baja lleva dentro una historia. Mira, allí ha caído
el maíz; esa gotita será un robusto chirimoyo; de esa otra saldrán redondas
lúcumas. De aquel puñado nacerán los cafetos y de ellos beberemos. Nuestras dos
tazas de café en la ventana.
III
Cae la tempestad sobre el camino. Nos
han arrojado el cielo y nos abrimos paso entre eternos pedazos que no cesan de caer. La tierra encharcada, todos guarecidos en sus casas, un perro que ladra.
Tanto cielo es demasiado.
Al día siguiente el sol sale y canta el
verde de cada hoja y el rojo de cada tejado.
IV
La lluvia es un estado del conocimiento.
Nada, ni la claridad del sol, nos pone tan íntimamente en relación con el
exterior y con nosotros mismos.
Cada gota sobre el empedrado tiene un
rostro irrepetible sin tiempo para decir adiós. El aire que solían cruzar luces
y voces se colma de lágrimas de un sollozo que sonríe y de una risa que llora,
y el omnipresente murmullo descuelga de la cabeza una estalactita, un alma
nueva de cristal.
Privados de la intemperie, los sentidos
entreabren los muros y deshojan los vacíos. Rozando lo escondido y lo lejano,
la lluvia le da a nuestro rincón un mundo que no teníamos al correr entre las
gentes y las cosas.
Es cierto que en el día la lluvia nos
enseña paredes mudando de color, suelos entregándose a un curso delgado e
intermedio que se aleja a prisa y que no escucha a nadie, a fin de llegar a
tiempo para dar existencia a algún océano.
Pero el poder del espíritu es superior
si la lluvia sucede por la noche. Entonces ya no vemos las estrellas, sino que
nos rodea la dulce metamorfosis de sus rayos.
Quien escucha llover se torna experto en
su oído, quien escucha llover excava en su corazón un lugar recóndito donde
empezar de nuevo a vivir.
Para quienes tuvimos la suerte de pasar algún tiempo en la sierra peruana la lluvia empapa buena parte de la memoria. Como niño, la lluvia significaba una mañana con grandes charcos que superar camino a la escuela o, a lo sumo, una tarde frustrada sin poder jugar afuera. Ahora, como adulto, significa un momento de admiración al poder de la naturaleza y un ciclo interminable que lleva la vida —o la desgracia— a donde vaya. ¡Qué curioso el olor a tierra mojada!
ResponderBorrarCurioso cómo tu descripción de la lluvia me hace pensar en tormentas e inundaciones, una lluvia ruidosa que hace cantar hojas, árboles y tejados...que nos hace buscar abrigo y protección. Como las lluvias que conocí de pequeña.
ResponderBorrarMe hace también pensar en el contraste con aquellas lluvias que también sorprenden y emocionan, pero que no se escuchan. Las lloviznas a veces casi constantes e imperceptibles de Inglaterra son muy silenciosas y parecen perdonar a quienes se niegan a utilizar un paraguas para la ocasión. A veces hasta se animan a decorar los cabellos y las vestimentas de quienes se atreven a unirse en comunión. La nieve en Canadá, que es en verdad una lluvia con frío, es aún más silenciosa. Se queda quieta y atenta, esperando la orden secreta para volver a ser la de antes y recorrer los caminos habituales. A veces por las noches, cuando todos dormían y salía a limpiar las escaleras para evitar los peligrosos resbalones, esta lluvia sin abrigo me regalaba mágicos momentos. Ni siquiera se escuchaban los autos a lo lejos, las calles tapizadas de una alfombra repentina. Los árboles y las veredas, los arbustos y los tejados... todo cubierto de blanco. Absoluto silencio, y un cielo gris llorando en cámara lenta, lágrimas que solo cobraban vida al entrar en contacto con el calor de mi piel. Y en California, te podría hablar de la desesperante falta de lluvia, de la tierra seca que se abría por sectores como piezas de un rompecabezas al que no se le encuentra solución. Las colinas pasan de verdes a "doradas", el nombre que muchos utilizan para dulcificar la tristeza de una vegetación reseca y muerta. Las cabras y las vacas recorren todos estos lugares para mitigar los riesgos de los incendios forestales. La lluvia, para ellos que pelean contra años de sequía, es la mayor bendición.
Qué honor un comentario de esta riqueza y esta fuerza testimonial. Sin duda, la lluvia es también un instrumento de la memoria. Con su recuerdo y sus rasgos singulares, las lluvias pueden también ayudarnos a escribir nuestro itinerario, nuestro camino. Lo que somos está hecho y se dice también con innumerables gotitas de cielo y de agua.
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