Los nuevos provincianismos en la era de la globalización / Víctor H. Palacios Cruz
Contradicciones de nuestro
tiempo
No
hay leyes en la historia, pero sí una condición humana común y, por tanto,
algunas constantes en la conducta que adoptamos ante determinadas situaciones,
por ejemplo ante la novedad de unos cambios en nuestra relación con la vida y
con el mundo.
Internet
iba a consumar la “aldea global”, y resulta que no ha hecho si no trazar nuevas
fronteras no territoriales, pero más beligerantes, entre innumerables comarcas de
opinión y militancia. El progreso y la difusión de la ciencia iban a traernos
una facilidad para el consenso en los problemas compartidos y, de pronto, surgen
negadores de las vacunas, del cambio climático y hasta de la redondez de la
Tierra.
Cualquier posición política invade la privacidad de sus rivales al emitir su opinión en las pantallas de sus propias manos
La
explosión de nuestro acceso a la música y al cine, a través de plataformas y
tecnologías que han vuelto disponible toda clase de contenidos, iba a colmar nuestras
almas con un consumo cultural más diverso y lo que cosechamos, inesperadamente,
es el encogimiento de los estilos y tendencias tan bien ilustrado por la
tiranía planetaria del reguetón y la renuencia de radios y multicines a
producciones que no respondan a estándares ya probados.
En
la era de las agencias de viaje, la celebración turística de lo lejano y
exótico y la acogida institucional de la interculturalidad, quién podía
figurarse que iban a proliferar, desde Chile o Perú hasta Norteamérica y Europa,
las manifestaciones más crueles y burdas de xenofobia.
En
conclusión, esperamos del uso masificado de Internet una ampliación de
nuestros horizontes mentales, por tanto el ensanchamiento
del corazón y la realización de la fraternidad que la Revolución Francesa
exclamó con más entusiasmo que fundamento y, de repente, reparamos en que, por
el contrario, ha llevado a distintas audiencias a parapetarse en fortines de
aire levantados por bocanadas de fake
news, apuntando con cuchillos y palos hacia los bárbaros que se toman la
libertad de pensar de otro modo.
Con
la salvedad de que en otros siglos, al menos por un tiempo, los visigodos
cabalgaban fuera de Roma y los turcos otomanos se detenían ante las puertas de
Constantinopla, pero ahora cualquier posición política invade la misma intimidad de
sus rivales al emitir su opinión en las pantallas que sus manos sostienen.
Entre lo viejo y lo
nuevo
¿Cómo
explicar la negación tajante a compartir la anchura del país y de la Tierra
misma con quienes en otra época decíamos que eran nuestros hermanos e iguales, cuando
el propio San Pablo anunció en su Carta
a los gálatas la buena nueva de que “ya no hay judío ni griego; ni esclavo
ni libre, ni varón ni mujer, porque todos son uno en Jesucristo”?
Cervantes llamó a la pólvora “invención diabólica” por la cual “un infame y cobarde brazo quita la vida a un valeroso caballero”
Para
empezar observemos dos cosas: en primer lugar, la resistencia a las transformaciones
culturales ha acabado siempre tarde o temprano arrollada por la historia; y en segundo lugar, no
podemos culpar a quienes han vivido siempre dentro del pueblo de una sola república o una sola creencia por juzgar lo
extraño y distinto con los ojos velados por la repetición de unas consignas.
Sobre
lo primero, la Revolución Industrial encontró oposición en el movimiento luddita protagonizado por gremios de
artesanos ingleses que denunciaron la expansión de las nuevas maquinarias
textiles que los dejaban sin empleo. Por nostalgia o conveniencia, numerosos
cenáculos de Francia, España y las mismas colonias de Hispanoamérica recelaron de la propagación de las corrientes republicanas.
El
propio Alexis de Tocqueville, que había conocido el esplendor del Antiguo
Régimen juzgó como irreversible el triunfo de los “siglos democráticos” sin
dejar de examinar sus innegables carencias (la “tiranía de las mayorías”, entre
ellas).
Mucho
antes que todos ellos, frente a la aparición de las armas de fuego que volvían
desiguales las batallas y los duelos, Michel de Montaigne pronosticó en el
siglo XVI que ellas terminarían por desaparecer por obra de la superioridad y el honor de las espadas. Décadas después, Cervantes
llamó a la pólvora “invención diabólica” por la cual “un infame y cobarde brazo
quita la vida a un valeroso caballero”.
El miedo es un estado de alerta en que la imaginación manipula las evidencias de los sentidos y la lógica del razonamiento
En
segundo lugar, nuestra relación con lo desconocido está interferida por lo que
ha sido visto con antelación. El Libro
de las maravillas en que Marco Polo describe la fauna, la vegetación, los
paisajes y costumbres que vio en sus viajes por el Lejano Oriente, recibió al publicarse inmediatas acusaciones de fantasía y exageración. Poco antes de morir, el autor confesó
que lo que había contado allí no era ni la décima parte de lo que había
conocido.
Sin
embargo, el mismo Marco Polo creyó haber avistado unicornios en las cercanías de una
selva remota. Pero observó que, aun teniendo un solo cuerno que salía de sus
frentes, no eran los cuadrúpedos huidizos, esbeltos y puros que contaban las
leyendas, sino más bien animales ásperos, robustos y feroces. En realidad,
había visto rinocerontes por primera vez en su vida.
Bajo
la influencia del libro de Marco Polo, los cronistas españoles escribieron que
los auquénidos que habían divisado sobre los Andes peruanos eran rebaños de ovejas
de cuellos alargados. Y antes de ellos, el propio Cristóbal Colón en sus
diarios contó que, hacia 1493, durante una de sus exploraciones, tuvo la
fortuna de ver las sirenas que mencionaban las historias y que en verdad “no
eran tan hermosas como la gente decía”. Se había topado, más bien, con gruesos y
toscos manatíes, una variante de vaca marina que subsiste en algunos ríos de la
cuenca amazónica.
Pero
una cosa es proyectar sobre lo nuevo el color y hasta la inocencia de los prejuicios
inconscientes, y otra rechazarlo con toda la escala de la violencia premeditada.
Entonces, semejante reacción podría responder a la ansiedad con que se defiende
un estatus favorable que se cree amenazado por el advenimiento de lo nuevo.
Pero en otros casos, en los que puede no haber ninguna clase de peligro, se
trata de una hostilidad que proviene de miedos profundamente arraigados. Como es
sabido, el miedo es un estado de alerta en que la imaginación manipula las
evidencias de los sentidos y la lógica del razonamiento.
Ante el cambio, el humano opone la permanencia y la simplicidad como un mecanismo de contrapeso
Convencidos
del riesgo de su sobrevivencia, personas buenas y amables terminan siendo partícipes
activos o pasivos de linchamientos y masacres. Recordemos la atrocidad de las
matanzas perpetradas por creyentes católicos contra calvinistas hugonotes en la
Francia del siglo XVI, pero también las matanzas de sacerdotes cometidas por los
excesos de varias revoluciones europeas, así como a la sombra del
anticlericalismo del México poscolonial en que una mezcla de doctrinas socialistas,
masónicas y liberales propaló el rumor de que los católicos eran un obstáculo
para la modernidad y aliados ocultos del imperio español.
El miedo a lo inmenso y
desconocido
Quiero
hacer notar que, además de las variables coyunturales que ensayistas e
historiadores detectan en la recurrencia de estas confrontaciones, existe otro
elemento en juego que pasa inadvertido. Se trata de un resorte del comportamiento
humano cuya clarificación podría ayudar a la voluntad de comprender por encima
de la prisa por juzgar y condenar al que se opone terca y ciegamente a lo nuevo
que otros vemos como inevitable y preferible.
Me
refiero al simple hecho de que, más allá de que de tanto en tanto los sectores
más letrados y avanzados de la civilización, e incluso una prédica tan ecuménica
como el cristianismo, hayan exaltado los valores de la igualdad, el
cosmopolitismo y, en fin, cualquier bienvenida a la unión del género humano en
toda su variedad de idiosincrasias y procedencias, en realidad no dejamos nunca
de ser como somos, seres disparejos con un talante que no va necesariamente a
la par de nuestros más nobles principios e ideales.
Voy
al grano. Al doble hecho de la transitoriedad de lo terreno y la abundancia que
contiene la más pequeña provincia del mundo, el humano opone una inclinación
hacia la permanencia y la simplicidad que actúa como un mecanismo de contrapeso.
No es fácil para cualquier mortal soportar un exceso de modificaciones, sucesos y noticias. En el vértigo las manos apresan por instinto lo que encuentran
más sólido e irremovible.
Sin los moldes y formas de la mente quedaríamos ahogados bajo el incesante océano de estímulos
Recordemos
que, una vez extendido, el espíritu universalista del racionalismo ilustrado
brotaron en Europa los nacionalismos románticos que exaltaban los mitos y los
paisajes locales; y que, caído el muro de Berlín, resurgió la reivindicación de
las identidades nacionales como refugios en la intemperie de una globalización vista
como una uniformización a la medida del interés de las grandes corporaciones.
En
uno de sus libros, Stefan Zweig cuenta el caso de una muchacha ciega de
nacimiento que adquirió la vista gracias a un tratamiento con imanes a cargo
del doctor Franz Anton Mesmer. Curada de su invidencia, cualquiera habría esperado
de ella un estado de algarabía y gratitud indecibles. Pero ocurrió que, ahora
que veía al fin, caminaba con vacilación y torpeza con los ojos vendados cuando
antes, estando ciega, se desplazaba con desenvoltura. Y cuando tocaba el
piano ya no podía hacerlo con la precisión de antes, pues ahora veía el
instrumento, el público y el revoloteo de sus dedos. Más aún, empezó a sentir
una agitación y una fatiga que empeoraron con la llegada de curiosos que venían
a atestiguar el milagro de su curación. “Si cada vez que veo cosas nuevas
tuviera que experimentar este desasosiego de ahora, preferiría volver al instante
a la ceguera de antes”, llegó a decir.
Aquí
es donde asoma un dato revelador. La chica, por supuesto, terminó por
habituarse a la funcionalidad de ese órgano sensorial y llevar una existencia se
diría normal. Pero el acto de negarse a ver “cosas nuevas” resulta entendible
si consideramos que su conciencia y su motricidad corporal se hallaban
adaptadas al suministro de sensaciones con que había contado desde pequeña, y
que excluían la vista por completo. Por tanto, lo que vivía era el agotador
trabajo de tener que asimilar una simultánea enormidad de datos nuevos. Algo
comparable a un malabarista diestro con tres naranjas al que se le
obligara a añadir cinco en el transcurso del mismo ejercicio.
Arnold
Gehlen decía que, a diferencia de la sensibilidad especializada –el olfato del
perro, la vista del águila, el oído del murciélago– que permite a los animales
adaptarse eficazmente a sus hábitats, el humano no dispone de ninguna función
sensitiva preeminente. Lo que arroja su conciencia a una cantidad continua y caudalosa
de señales que solo puede contrarrestarse con un aprendizaje socialmente adquirido
que le posibilita el sintetizar la masa de contenidos gracias a un puñado de moldes,
formas y criterios de selección sin los cuales el sujeto quedaría ahogado bajo
un incesante océano de estímulos.
Una actitud conservadora puede ser el retroceso de quien no ha sido preparado para habitar la realidad
Por
lo tanto, allí donde vemos una actitud conservadora probablemente lo que
haya es, más bien, el retroceso y la actitud defensiva de quien no ha sido preparado
para habitar la realidad repentinamente multiplicada por la incorporación
de novedades de orden científico, social o político. Por una parte, la igualdad
de los derechos de mujeres y varones, la defensa de las minorías o la acogida
humanitaria de inmigrantes; y, por otra, la verdad de una serie de horrores –desde
las matanzas de armenios por los turcos o los campos de concentración nazis hasta
el desastre medioambiental, o la propagación de un virus resistente y escurridizo–,
abren abruptamente nuestro rincón a una amplitud que resulta abrumadora y
desconcertante.
No
busco justificar las prédicas
perversas de coaliciones y caudillos inescrupulosos, solo trato de entender la sorprendente cerrazón al “otro”
que veo en numerosas personas rectas y generosas que todos conocemos.
Finitud, universo e interrelación
Estamos,
en realidad, frente al desafío que supone existir en el universo para un mortal
al que se le ha concedido, junto con el don de la conciencia, la certeza de una
inmensidad que le produce tanto asombro como temblor. Nuestro irreprimible
deseo de saber vuelve claustrofóbico el medio regional, y sin embargo terminamos
por encerrarnos en él como añorando el calor de la guarida maternal. Resguardados
por el entorno reconocible y familiar de nuestra provincia espiritual.
Pero
pronto recaemos en la evidencia de que, como decía Van Gogh, “la menor brizna
de hierba comunica con el infinito”. Y no todos tienen el temple para internarse
en la extensión que los rodea.
Algunos decidieron no aceptar el fin de lo que amaban, y optaron por romper con el presente y detestar a todo aquel que les anunciara los hechos
Al
morir su padre, el poeta Jorge Manrique no negó la tragedia, pero sí dedujo que
si lo más imperecedero sucumbe cuánto más la propia vida, de modo que “todo ha
de pasar de tal manera”. Pero otros decidieron no
aceptar el fin de lo que amaban, el fin de aquello en que vivían, y optaron por
romper con el presente y detestar a todo aquel que viniera a traerles el mensaje de los hechos.
Es
exactamente lo que le sucede al personaje del cuento de Julio Ramón Ribeyro “El
marqués y los gavilanes”, que se niega a que la Lima de su infancia y sus
ancestros de alcurnia sea compartida con pobladores recién llegados de la
pobreza y de los lugares más alejados de la sierra. En una distorsión parecida a
la aventura de los molinos de viento de Don Quijote, don Diego Santos de Molina
termina por creer que ha propinado una dura derrota a esos invasores al haber solo
ahuyentado de su casa a unos cuantos pájaros intrusos.
Para
concluir, debo decir que ninguna explicación ha sido al respecto tan certera y fecunda
como la alegoría de la caverna de Platón. Según este relato, incluido en el
diálogo La república, los humanos
somos en este mundo semejantes a unos cautivos que, en el interior de una
caverna y maniatados por unas cadenas, están forzados a ver frente a sí las
sombras que proyecta un fuego colocado a sus espaldas. Al encontrarnos allí
desde pequeños, tomamos las sombras como lo único real. Pero uno de los
nuestros es de pronto liberado. Asciende arduamente hacia la salida, la luz del exterior irrita sus ojos, hasta que al fin se
acostumbra a la claridad que le enseña las numerosas cosas que antes
ignoraba.
Compadecido
por la situación de sus antiguos compañeros, vuelve a la caverna para
convencerlos de abandonar ese estado, pero ellos toman sus explicaciones como
desvaríos causados por el atrevimiento de haber abandonado su lugar. Se burlan de
él y, si insistiera en contarles lo que ha visto, terminarían por matarlo.
Otros que habitan el mismo lugar que nosotros tienen una mirada propia, y no por ello son estúpidos, dementes o enemigos
Es
un homenaje a su maestro Sócrates, condenado a beber la cicuta por
haber abierto los ojos de aquellos que creían ser sabios sin serlo. Pero es también el relato de lo mucho que nos cuesta admitir que hay más de lo
que vemos. Que nuestros pensamientos y percepciones son “nuestros” y que otros
que habitan el mismo lugar que nosotros, con los mismos derechos, tienen una
mirada propia, y que no por ello son estúpidos, dementes o enemigos.
Contentarse
con la ya creído y entendido, no recibir a quien viene del otro lado o de
lejos, tomar otras visiones o culturas como amenazas porque sí, equivale a la
decisión que imaginariamente tomaría el ojo izquierdo de condenar al derecho
por el solo hecho de ver distinto. Esa extraña decisión de
quitarle al otro –al opositor político, al extranjero, al que profesa otro o ningún culto– la legitimidad de su punto de vista. (“Uno nació donde Dios
quiso”, dice la sabiduría popular.) Es la incomprensible elección de no salir
de nuestra provincia interior para airear e, incluso, para alimentar las creencias que tenemos.
La
curiosa determinación de ser tuertos para siempre y privarnos del resto del mundo que la vida nos ha dado.
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