Velocidad, consumismo y aislamiento tecnológico como debilitamientos de la vida urbana / Víctor H. Palacios Cruz


* Todas las imágenes de esta publicación corresponden a obras del pintor Camille Pissarro (1830-1903)

La velocidad

Es innegable que en las grandes urbes el vehículo motorizado y la amplia avenida solucionan problemas de distancia y tiempo. Pero esa solución tiene un precio. La rutina que va del aparcamiento de la residencia al del empleo fomenta una insensibilidad del entorno, tal como observa el ensayista norteamericano Lewis Mumford. La velocidad es enemiga de la relación, el conocimiento y la ternura. Mientras más se corre más disminuye el contacto con la superficie, y más se disuelven las facciones de los costados.

Si la rapidez imposibilita el trato humano, un tráfico más lento o reducido significará, como dice Jan Gehl, “estancias más prolongadas en el exterior” y, por tanto, “zonas residenciales y espacios ciudadanos animados”. Sin la menor duda, un buen transporte público, la existencia de vías peatonales y ciclovías, parques donde sea posible no solo caminar a un sitio sino el puro caminar, una higiene y un ornato mínimos, y cierta variabilidad de las apariencias tienen el efecto de abrirnos a lo circundante: repolitizan la vida al vincularnos gratamente con la ciudad; y rehumanizan el alma al restablecer la concordia entre el cuerpo y el espacio.

Una ciudad donde sea posible detenerse, respirar y sentir el entorno, permite al habitante la posibilidad de sentirse y recuperarse a sí mismo

La habitabilidad de esos espacios comunes es innegablemente una de las grandes tareas pendientes en las ciudades peruanas y latinoamericanas, en que la multiplicación del asfalto y las extensas redes de autopistas no hacen sino acentuar la segregación urbana.

La fiebre del éxito social, la satisfacción automática que promete el mercado y la instantaneidad de Internet desalientan la espera y la paciencia, devalúan la lentitud y la demora, y, finalmente, deterioran la percepción y el afecto. En cambio, el ocio, dice Byung Chul-Han, evita la dispersión y facilita la reunión, “la recolección de sentido”. Necesitamos recuperar la humanidad de la pausa y la contemplación. Pero, a su vez, el ocio presupone la disponibilidad de ciertas condiciones materiales. Una ciudad donde sea posible detenerse, respirar, sentir el entorno y, por tanto, sentirse a uno mismo. Recuperarse a uno mismo, por último.


Tras una larga euforia por la máquina y el automóvil –dice Jan Gehl– hemos aprendido que hasta simples razones de salud aconsejan planear una ciudad para la gente y unas calles no solo para pasar sino, incluso, para quedarse en ellas. “No son los edificios, sino las personas y los acontecimientos, lo que es necesario agrupar”, afirma.

Peatonalizar las calles y plazas enriquece la vida pública de la población, el encuentro de las diferencias y la igualdad de todos sobre el mismo lugar. Ello, imaginablemente, redunda en una disminución de la inseguridad (una de las grandes preocupaciones en las ciudades peruanas y latinoamericanas en general), puesto que nada es más favorable al crimen y el hurto que una calle desierta y sin testigos. El impulso del uso de la bicicleta, muy mencionada durante esta pandemia, es una opción saludable que contempla la distancia conveniente y, a la vez, el encuentro en el espacio compartido.

La tiranía del mercado, que es una parte de y no toda la sociedad, es una desproporción que provoca desequilibrio y monstruosidad

La gestión exitosa de los espacios urbanos es todavía escasa estadísticamente en la gran mayoría de las ciudades peruanas y latinoamericanas, en las que la ausencia o el deterioro de los lugares compartidos influye “en la aparición de conductas antisociales y violentas”, según corrobora informes de la ONU.

La privación de estos espacios comunes ha representado, más allá de la precariedad de la infraestructura pública, la pérdida de una pluralidad a la que, sin embargo, pertenecemos y solo en cuyo contacto corriente y cercano es posible sentirnos y vernos como comunidad. Solo entre otros –y no aislados aunque sea tecnológicamente conectados– es posible recabar las sensaciones más amplias y diversas que contrapesen las distorsiones que provoca todo encierro prolongado, como el que se ha vivido en una cuarentena como la que los peruanos padecimos en el primer tramo de la pandemia.


 

Consumismo

Que en una urbe la capital del encuentro entre las personas sea un centro comercial es, a no dudarlo, una aberración. Si la política es el conjunto de actos e instituciones por las que una sociedad se rige a sí misma, la tiranía del mercado, que es solo un sector de la sociedad, es una desproporción, el gigantismo de un miembro que no puede sino provocar desequilibrio y monstruosidad.

Al respecto, Olivier Mongin achaca al “retraimiento del Estado en el plano económico” la pérdida de su “tarea integradora”, que deja la esfera pública a merced de las disputas entre los agentes del mercado. Letreros luminosos, altavoces en las puertas, mercaderías sobre las veredas: un hacinamiento que inhibe la ciudadanía y la contrae a la urgente elección entre un producto u otro. Tan lamentable como el hecho de que “la ciudad deje de ser un asentamiento humano para ser una factoría lucrativa” –dice J. L. Moraza–,es el sesgo que el consumismo imprime a las relaciones entre las personas y los objetos.

En los pueblos más urbanísticamente desfavorecidos el ansia de internet es más desesperada

A todo esto, la ansiedad de comprar no cultiva necesariamente el amor a las cosas; en realidad, fomenta el desapego al erigir la sustitución como un valor supremo. La ilusión del consumidor compulsivo no es la duradera posesión de una mercancía, sino la sensación de adquirir y la excitación de estrenar. En nuestro tiempo, la duración de una prenda o una máquina avergüenza.

Hasta la continuidad del look personal, dice Zygmunt Bauman, crea el miedo a quedar desactualizados, fuera de carrera en el implacable mercado laboral y social. Si el amar y el habitar requieren una estabilidad y proyectan un compromiso, la divinización de la novedad vuelve pesados y obsoletos los vínculos con el prójimo y con los lugares.


La identidad personal y, en especial, el carácter biográfico del rostro y del cuerpo en general, al igual que el arraigo en espacios fijos de convivencia, atraviesan un tiempo de vértigo y variabilidad. Precisamente ahora que el luto y la angustia que ha acompañado el paso del COVID-19 nos ha enseñado, con tanto dolor, que únicamente sobre la aceptación de una corporalidad que se quebranta es posible fundar la ternura y la compasión por el otro. La solidaridad de seres finitos y mortales que sostiene una sociedad que se hace con reciprocidades y recuerdos.

 

Abducción digital

No es casual que en los pueblos más urbanísticamente desfavorecidos el ansia de internet sea más desesperada. En realidad, es la evolución de esa vieja imagen de los barrios latinoamericanos más pobres erizados de antenas de televisión semejantes a varitas mágicas que apuntaban al infinito en busca de una urgente escapatoria de la miseria y la mediocridad.

Lo público se vuelve exclusivamente una fuente de suministros o impedimentos, pero ya no el teatro de nuestras ilusiones

En la rutina doméstica a menudo no pensamos en la ciudad hasta que ocurre un corte de luz, agua o de alguna señal tecnológica. Lo público es exclusivamente una fuente de suministros o impedimentos, pero no el teatro de nuestras ilusiones. Si en otro tiempo lo privado empezaba al cerrar la puerta de la casa y hace poco al cerrar la de la habitación, ahora se instala donde quiera que se ilumine un Smartphone. Un fulgor múltiple, voluble e ilimitado que vuelve grises y pobres el entorno físico y las personas que se cruzan con nosotros.

El “mundo post-alfabético” que Internet ha erigido despoja a la ciudad de su “capacidad seductora” relegándola a un “escenario de fondo”, como afirma P. Mantzou. Por lo demás, el extenuante paraíso digital culmina y, a la vez, replantea el largo retiro de lo público a lo privado que la invención de la imprenta activó al favorecer la aparición de bibliotecas privadas como rincones dotados de una noble superioridad frente al imperfecto mundo real, como la historia de Don Quijote recuerda.


Si un pedido en la Web nos exime de cruzar la calle; si una red social nos ahorra el salir hasta que la cena esté lista; si una conexión on line permite hacer “amigos” con un leve click y nos libra de un tedioso periplo de aproximaciones y desentendimientos; si la “distancia social” de este tiempo de crisis ha hinchado el protagonismo de la conectividad digital; entonces el espacio, el tiempo y la palabra corren el peligro de volverse superfluos.

Cuando la navegación cruza una imprecisa frontera, el usuario queda sumido en un arrobo que lo desarraiga y destemporaliza, pues para habitar hacen falta los pies, que se recogen o cuelgan mientras los dedos teclean, rozan o flotan sobre el hechizo de la pantalla.

El usuario de Internet queda sumido en un arrobo que lo desarraiga y destemporaliza, pues para habitar hacen falta los pies

Según Byung-Chul Han, el internauta es el cazador que se desliza por la red como en “un campo de caza digital”; si el labrador trata con la tierra, el cazador es más bien móvil, “ningún suelo lo obliga a establecerse, no habita”.

Vivimos la obsesión por la “suficiencia individual”, dice el experto en filosofía política Alfredo Cruz Prados: un teléfono móvil o una tarjeta de crédito dotan al sujeto moderno de una movilidad sin restricciones y lo predisponen a ser más nómada que habitante. La respuesta lógica a esta pasión por la autonomía es una ciudad uniformizada, neutra, anónima, incluso en sus puntos de tránsito.


Aeropuertos, autopistas, hoteles y supermercados idénticos en todas partes: lo que Marc Augé llamó los no-lugares. Añadiría los establecimientos franquicia idénticos en Sevilla, New York o cualquier ciudad de Chile, Ecuador o Perú, con la diferencia de que el deterioro de muchas de nuestras ciudades añade a la búsqueda de suficiencia individual el apremio de la sobrevivencia.

El propio Marc Augé ha dicho en una entrevista posterior que los aparatos tecnológicos “nos están colocando en un permanente no lugar. Llevamos el no lugar encima, con nosotros”. Y el medio digital, por ejemplo una plataforma Zoom y otras similares, no deja de ser el no-lugar donde tienen todavía “lugar” nuestras actividades laborales o educativas.

La ignorancia de los espacios y del prójimo termina irrevocablemente en la ignorancia de uno mismo

Al tornar innecesario o excesivo un contacto con los otros que puede evitarse por medio de una aplicación de celular, y fomentar en consecuencia un desafecto por los espacios urbanos, la instantaneidad digital nos expone al peligro de debilitar la pertenencia a los lugares. El gran peligro de enrarecer la comunicación con los otros, puesto que, al fin y al cabo, la ignorancia de los espacios y del prójimo termina irrevocablemente en la ignorancia de uno mismo.

 

Comentarios

  1. Buen articulo Victor Hugo. Hay que lograr ser un individuo en el mundo sin que la sociedad digital nos reste, ahora no solo individualidad , sino tambien humanidad. Aunque el ser humano como especie (homo sapiens), se encuentre en una epoca post contemporanea , donde su humanidad como tal pudiera estar mutando. Un gran tema para pensar.

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    1. Desde luego, estimado(a) lector(a). La cuestión es que la inmersión tecnológica debería encontrar contrapesos en la frecuentación precisamente de los espacios públicos. Cuanto más contacto con la esfera digital, más necesidad de actividad corporal y contacto interpersonal y, además, con la naturaleza. Incluso por razones de salud mental, y también para tomar distancia de ese mundo etéreo, elástico y distorsionante que es la virtualidad. Gracias de nuevo por su gentil lectura!

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