El arte del dibujo como búsqueda desde la finitud / Víctor H. Palacios Cruz

Dibujo de Sverre Fehn.

 

Atrevidamente sin duda, abordo el acto de dibujar como un ejercicio que oscila entre la ilusión de reproducir el mundo y la inevitable huella de una pulsación personal. Según enseñan maestros como Picasso, el anhelo de perfección en el arte y en todos nuestros artificios alcanza cierto sosiego, e incluso una renovación fecunda, cuando se reconcilia con la imprecisión y la torpeza propias de una humanidad finita sacudida por sus primeras sensaciones. Con este breve texto, prosigo unas reflexiones gentilmente acogidas por la revista Planta 9 de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo (Chiclayo, Perú) en torno a los dibujos del arquitecto noruego Sverre Fehn (1924-2009).

 

En uno de los capítulos de Seis propuestas para el próximo milenio ­­–en el que se ocupa de la “Rapidez” como cualidad de la escritura literaria en “tiempos congestionados” como los nuestros– Ítalo Calvino cuenta este relato:

“Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuanzg Tzu respondió que necesitaba cinco años y una casa con 12 servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún no estaba empezado. ‘Necesito otros cinco años’, dijo Chuang Tzu. El rey se los concedió. Transcurridos los 10 años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante, con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se hubiera visto”.

R. M. Rilke: “para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas"

La historia puede verse desde el interés del arte narrativo como un ejemplo de la economía de recursos con que un buen cuento debe trazar su itinerario sin disquisiciones, retardos ni desvíos. Como un camino que viaja derechamente a su destino con el mínimo contacto sobre la superficie que atraviesa.

Pero también puede ser leída desde el arte del dibujo, y entonces lo que enseña la historia de Chuang Tzu es que la aptitud para reflejar fielmente las cosas requiere de un largo aprendizaje comparable con la vida misma. Algo parecido a lo que Rainer Maria Rilke reclamaba en el oficio de la poesía: “para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer los animales, hay que sentir cómo vuelan los pájaros y saber qué movimiento hacen las florecitas al abrirse por la mañana”.

Dibujo de Katsushika Hokusai.

Por tanto, la elección de lo esencial así como la precisión en el registro de la realidad exigen una sabiduría que es el resultado de un extenso trayecto de ensayos, acumulaciones y derrotas que depuran poco a poco el don del discernimiento. La ardua pericia de la percepción que la marcha inconsciente de la mano vuelve natural, en un lápiz despojado de los rizos y vacilaciones de los inicios.

En sus conversaciones con Brassaï ­­–fotógrafo rumano afincado en el París ocupado por los nazis–, Picasso se refiere a “la paciente atención y la fulgurante ejecución” que se nota en las improvisaciones de Hokusaï, artista japonés superlativamente dotado para “captar la vida al vuelo y fijarla con un trazo breve y conciso”.

Hay cierto exceso o imprudencia en la codicia de los ojos que creen poder apropiarse de lo contemplado

Sin embargo, puede que exista cierto exceso o imprudencia en la codicia de los ojos que creen poder apropiarse de lo contemplado. Esa captura superior al esfuerzo de cualquier otra disciplina gracias a la cual Da Vinci atribuyó a la pintura la virtud de “preservar la belleza pasajera de los mortales y darle mayor estabilidad que a las mismas obras de la naturaleza”. Motivo por el cual llamó a este arte “ciencia maravillosa”.

Ernst Gombrich refiere una anécdota que puede fungir de parábola a propósito. Unos estudiantes de arte en Roma visitaron un día el paisaje de Tívoli y se sentaron a dibujar. “Escogieron los lápices de punta más dura y afilada, capaces de traducir el motivo con firmeza y minuciosidad en sus menores detalles, y cada cual se inclinó sobre su pequeña hoja de papel, intentando transcribir lo que veía con la máxima fidelidad. «Nos enamoramos de cada brizna de hierba, de cada ramita, y nos negamos a que nada se nos escapara. Cada cual se esforzó por expresar el motivo tan objetivamente como pudiera».”

Dibujo de Sverre Fehn.

Sin embargo, prosigue Gombrich, “cuando al atardecer compararon los frutos de su esfuerzo, sus transcripciones diferían en grado sorprendente. El temple, el color, incluso los contornos del motivo, habían experimentado una sutil transformación en cada uno de ellos”. Por ejemplo, “el pintor melancólico hizo menos rectos los contornos exuberantes y realzó los matices azules”. Con razón, concluye el famoso historiador del arte, Émile Zola llamó al arte “un rincón de la naturaleza visto a través de un temperamento”.

De pronto, en el viejo duelo entre el alma y la carne, por un lado la racionalidad del deseo de saber cree lograr esa redada de lo existente que simulan las categorías metafísicas de Aristóteles, o la claridad y la distinción de las ideas con que Descartes creyó arrogantemente posible la aprehensión absoluta de lo real, o la majestad que Lebiniz quiso conceder al universo al reducirlo a unidades mínimas que denominó “mónadas”, cada una de ellas provista con los más fieles reflejos de todo lo que hubiera de rodearla, inscritos en su ser por un admirable Relojero.

Émile Zola: el arte es “un rincón de la naturaleza visto a través de un temperamento”

Pero, por otro lado, hay una corporalidad visible en el acto de dibujar que nos recuerda que la mano no actúa sola sino que es, más bien, la integridad de lo que somos lo que se vehicula y concentra en cada recorrido de esa extremidad dúctil, tan íntimamente unida al cerebro y al corazón a través de cada uno de sus latidos.

Entonces, todas aquellas pretensiones racionalistas se tornan inhumanas y las reproducciones de nuestros lienzos, papeles y conceptos retroceden hacia lo que realmente son: expresiones y tentativas de una individualidad cuya esperanza de trascenderse a sí misma para alcanzar cierta dimensión objetiva no pasa por el plástico de sus abstracciones, sino por el cálido intercambio con otras individualidades.

La Virgen, Santa, Jesús y Juan Bautista. Dibujo de Da Vinci.

El arquitecto Juhani Pallasmaa decía que “un dibujo mira simultáneamente hacia dentro y hacia fuera, hacia el mundo observado e imaginado, y hacia el propio dibujante y el mundo mental”. Al mismo tiempo que representa a un objeto cualquiera, un boceto, un estudio o incluso una pintura acabada “contienen una parte del creador y de su mundo mental”.

Ahora bien, situados en ese punto donde se confunden la objetividad y la subjetividad del producto de un pincel o un carboncillo, la primera con su dirección centrífuga apuntando hacia las cosas, y la segunda con su dirección centrípeta apuntando hacia el interior del artista, haría falta mencionar un tercer elemento fundamental: la imagen misma que surge sobre la tela o el papel.

J. Pallasmaa: la mano del dibujante tiene “su propio entendimiento, su voluntad y sus deseos”

Esa pieza, esa especie de objeto-sujeto que, al igual que las palabras mismas –sobre todo en la poesía, como decía George Steiner–, cobra una vida propia, una autonomía que ya no está ni al frente en la orilla de las realidades, ni tampoco más acá en la de los recuerdos, sentimientos y destrezas del ejecutor, sino que, por el contrario, y como el río que describen los sonidos crecientes de “El Moldava” de Smetana, desde los pizzicatos que recrean los deshielos entre las rocas de las montañas, hasta los violines y metales que extienden la anchura navegable de este afluente del Danubio, “la imagen parece dibujarse a sí misma a través de la mano”, como si no respondiera a otras leyes que no sean las de ella misma. Y entonces, agrega Pallasmaa, se advierte que la mano del dibujante tiene “su propio entendimiento, su voluntad y sus deseos”.

En conclusión: que la realización artística es una entidad en sí misma y no la mera equivalencia de alguna realidad dentro o fuera del artista.

El propio Julio Ramón Ribeyro cuenta en sus diarios que, iniciado uno de sus mejores cuentos, “Silvio en El Rosedal”, sintió que la escritura lo conducía irresistiblemente hacia pasajes que no habían existido en absoluto en el punto de partida.

Dibujo de Pablo Picasso.

Esa vitalidad del acto creador es lo que le da a los bocetos y estudios de Da Vinci, en opinión de historiadores del arte como Peter Hohenstaff, un valor que rivaliza y aun supera en ocasiones al de sus pinturas “terminadas”. Entre esos estudios, el más apreciado por este especialista es uno donde se ve a María, Santa Ana y a los pies de ambas a unos pequeños Jesús y Juan Bautista (conocido como el Cartón de Burlington House), en el que se detectan sin dificultad zonas irresueltas o, más bien, trazos que no sabemos si llamar indeterminados, sugestivos o simplemente ausentes.

De súbito, la aparente imperfección le devuelve al dibujo la vibración personal que proviene de un ánimo para el que ya no importa ni la corrección ni el virtuosismo. Decía Picasso, en otra de sus charlas con Brassaï: “mis primeros dibujos no hubieran podido jamás figurar en una exposición de dibujos infantiles. No tenían la torpeza y la ingenuidad propias de un niño”. Y agrega con notoria melancolía: “superé rápidamente la época de esa maravillosa visión. A la edad de este chiquillo, hacía dibujos académicos. Su minucia, su exactitud, me horrorizan”.

Incluso un dibujo incompleto o confuso puede atraer nuestra atención con una fuerza inusitada

En ese mismo sentido, mirando con detenimiento los dibujos del arquitecto Sverre Fehn, el observador entrevé al encantador ser humano que los ha proyectado y descubre unos trazos que declaran con la mayor convicción que el contorno perfecto, o la imitación de lo visible –con todas sus convenciones de perspectivas, sombras, volúmenes y proporciones– tiene algo de artificio. Que incluso un dibujo incompleto o confuso puede atraer nuestra atención con una fuerza inusitada.

Querer reproducir los espacios y el mundo en general con minuciosidad tiene algo de impertinencia, puesto que arruina la magia que encierra el proceso como tal que, por el contrario, es más convocante en su carácter abierto e inacabado.

Dibujo de Sverre Fehn

La imprecisión de un garabato guiado por un pulso maestro es, además, la expresión más fidedigna de una naturaleza humana que se halla definitivamente alejada de los privilegios de una deidad, como enseña el mito de Eros de Platón. Recordemos que el pecado de Adán y Eva, en el Génesis, consistió en querer ahorrar los atajos terrenales a fin de alcanzar la omnisciente mirada divina con la facilidad con que se desgaja el fruto de un árbol.

La aparente imperfección de los dibujos de Sverre Fehn son, en ese sentido, el testimonio de la espontaneidad con que aparecen por todas partes déficits, vacíos y claroscuros en una mente que, en su camino, ha visto crecer sus expectativas y ambiciones.

La humanidad, resfriada por la altura de sus artefactos más elevados, decide descansar y acurrucarse de nuevo en el calor de lo sencillo y cotidiano

No es casualidad que en ellos asome, además, cierto aura infantil. La elementalidad, la simplificación y la inexactitud de nuestras primeras percepciones. En el temblor de cada línea –que nunca es impecablemente recta ni impecablemente curva– hay una comunión entre el entusiasmo que experimenta la sensibilidad debutante de un niño y la seriedad experimentada del adulto. Sin duda, una conciencia interferida por las ignorancias adquiridas en su andar.

Será por eso que, periódicamente, a grandes estadios de excelencia cultural les suceden períodos de renuncia e iconoclastia que defienden, con ardor militante, un retorno hacia lo primitivo, popular, irracional o infantil ­–por ejemplo, el romanticismo respecto de la Ilustración europea, el surrealismo y las vanguardias respecto del positivismo y el neoclasicismo del siglo XIX, o el punk respecto del rock llamado “progresivo” de los años 70– como si se tratara de la reacción instintiva de una humanidad que, resfriada por la altura de sus artefactos más complejos, decidiera descansar y acurrucarse de nuevo en la primariedad de lo sencillo y cotidiano, en el calor de lo más antiguo y permanente.

Quizá como un recordatorio de que en el principio de toda creación humana –artística, filosófica y científica– está aquello que a menudo olvidamos al enamorarnos vanamente de nuestras propias sombras: la luz pura y primordial del juego y la libertad.

Dibujo de Sverre Fehn.


 

Comentarios

  1. Toda expresión artística, y cada vez más, necesita de un gran preparación. El mayor avance del conocimiento hace más que complicado que pueda llamarse a alguien artista con tanta facilidad. Ardua tarea le espera, entonces, a quien se atreva a esbozar la idea de desarrollar y sobre todo vivir del arte.
    Gracias por sus siempre acertadas publicaciones, estimado VH.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Y al mismo tiempo la proliferación y la facilidad tecnológica crea la sensación engañosa de que cualquier mano, y en cualquier momento, puede realizar un trabajo genuinamente artístico. La literatura misma, a su manera, es una artesanía. Corregir, por ejemplo, es una obsesión en cualquier escritor y que pareciera incluso una tarea interminable. Quizá todo texto no sea más que un texto interrumpido. Un abrazo, Tusitala!

      Borrar
  2. Siempre me ha parecido impresionante la habilidad creativa de los ilustradores para «traer a la vida» a los personajes, acontecimientos y paisajes de las obras de ficción (pienso por ejemplo en Alan Lee y su magnífico trabajo con los escritos de Tolkien).

    Por otro lado, se ha dicho siempre que el arte es una expresión muy humana, pero, me intriga saber lo que en unos años las inteligencias artificiales han de lograr. Ahora, de manera muy básica, son capaces de traer al mundo creaciones a partir de textos, por lo que puede que en el futuro tengamos a un Alan Lee programado en Python.

    Un video sobre el tema: https://www.youtube.com/watch?v=90QDe6DQXF4

    Gran artículo, profesor. Saludos.

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. efectivamente, coincido en que la Inteligencia artificial no puede por sí sola crear arte, solo replicarlo y a lo sumo combinarlo. Sus resultados pueden sorprender pero: 1) dependen absolutamente del aprovisionamiento de datos provenientes del arte ya existente; y 2) jamás tendrán la conciencia y la emoción ante sus hallazgos que experimentan los seres humanos cada vez que pintan, componen, escriben, etc. En suma, la existencia individual, únicamente de la cual puede provenir el arte genuino, es inimitable porque no consiste solo en algoritmos y cadenas de elementos traducibles a ellos, sino en mucho más, e incluso ni siquiera terminamos en el siglo XXI de conocer cómo somos los humanos, testaruda y maravillosamente escurridizos e inaprehensibles a nuestros propios instrumentos y estrategias de conocimiento

      Borrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

La amistad según Michel de Montaigne (1533-1592) / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Una pequeña historia de Navidad (de Eduardo Galeano)

¿Cuánto nos representa a todos “El hombre de Vitruvio”? Discusiones y reflexiones en torno al célebre dibujo de Da Vinci / Por: Víctor H. Palacios Cruz

¿Por qué lloramos cuando vemos las fotos de nuestros hijos más pequeños? / Víctor H. Palacios Cruz

Carta de despedida a mis alumnos / Por: Víctor H. Palacios Cruz

La Máquina de Ser Otro: las relaciones humanas y las fronteras del yo. Por Víctor H. Palacios Cruz