Miguel Grau como precursor del derecho internacional humanitario / Víctor H. Palacios Cruz
Hace unos años un grupo de profesores de la
Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo (Chiclayo, Perú) recibimos el
encargo de la Asociación Nacional Pro Marina, representada por el Capitán (R) Roberto
Sotomayor, de presentar un trabajo académico que ayudara a sustentar la consideración
del Almirante Miguel Grau como “Precursor Militar Calificado del Derecho
Internacional Humanitario en la guerra marítima”. El reconocimiento como tal otorgado
por la Cruz Roja Peruana motivó una distinción que recibí el año 2019, junto a
otros colegas, de parte de Pro Marina (Medalla de honor al mérito Pro Marina en
el grado de Caballero). Transcribo aquí, muy agradecido y en una fecha
significativa, la parte de aquel informe que estuvo a mi
cargo.
Los tribunales de Nüremberg (1945-1946), que juzgaron las atrocidades cometidas por oficiales nazis durante el exterminio judío, concluyeron la necesidad de extender los criterios de penalidad más allá de lo contemplado por las legislaciones disponibles. La naturaleza insólita de esta tragedia exigía invocar razones que no habían sido jamás estipuladas en el arbitrio de los delitos, puesto que el daño infligido a las víctimas de los guetos y campos de concentración había sido intencionada y sistemáticamente dirigido contra su condición de personas.
La
novedad de la Segunda Guerra fue traer al mundo la abominable justificación
ideológica de una agresión –deliberada y tecnológicamente provista– que se
propuso no la posesión de un territorio, un desagravio o la obtención de algún
botín, sino la destrucción de la humanidad de una población determinada. La
radical gravedad de los sucesos alentó una sensibilidad hoy extendida a otras
circunstancias humanas de padecimiento, marginación e injusticia, e inspiró un
avance notable en la sustentación de los códigos penales de los países
civilizados.
En la guerra o en otros duelos se baten los ejércitos, las causas o las destrezas, pero no las personas en sí mismas
La
Cuarta Convención de Ginebra (1949), destinada a la consolidación de un Derecho
Internacional Humanitario, amplió decididamente el sentido de la protección de
la vida humana durante la guerra a las personas civiles, sin limitarla al
resguardo de los militares heridos (Primera Convención de 1864) y los náufragos
de la guerra en el mar (Segunda Convención de 1906). Dado que la experiencia
confirma, infelizmente, la inevitabilidad de los desenlaces armados, la
voluntad de estos acuerdos ha sido asegurar una cierta humanización de los
actos bélicos a través de unas prescripciones que los Estados firmantes aceptan
solemnemente.
El
hecho de la guerra, al margen de la justicia de su origen, puede buscar una
reparación o una preeminencia política, comercial, territorial, etc., pero, a
semejanza de cualquier otra clase de contienda –dialéctica, judicial,
deportiva–, no puede pretender directa y premeditadamente el perjuicio de los
seres humanos. Compiten o litigan los ejércitos, los argumentos, las causas,
las destrezas, etc., pero no las personas cuya intrínseca dignidad está más
allá de toda medida particular y es irreductible a una cualidad o una sumatoria
de cualidades.
La
protección de los derechos individuales al interior de una jurisdicción supone,
en coherencia, la admisión de la universalidad de la naturaleza humana que ha
de respetarse en la condición de cualquier individuo de cualquier procedencia.
Lo contrario posibilitaría una destrucción indiscriminada que comprometería la
subsistencia de la humanidad sobre la Tierra y, ante todo, contradiría la
autoridad de los Estados para resguardar los derechos de sus propios
ciudadanos.
En
consecuencia, la pérdida de la vida humana o el solo menoscabo de una o más
vidas no son bajo ningún término relevantes como causa de beligerancia. De ahí
que los Estados que avalan y suscriben el Derecho Internacional Humanitario
deben, incluso, amparo a aquellos que en cualquier otra circunscripción sufran
una guerra de aniquilación o un sometimiento que atente contra su dignidad, de
la misma forma que cualquier ciudadano en el mundo queda facultado para
denunciar, según los procedimientos establecidos, delitos de esta índole.
Un militar herido o enfermo deja de ser un enemigo de batalla para adoptar automáticamente la categoría de un civil
Distinguir
entre el hecho de la guerra y la humanidad del adversario es el sustrato
decisivo de este Derecho. Conforme a tal criterio, solo son permisibles las
bajas acaecidas en el curso de los actos bélicos –no antes ni después, ni fuera
de ellos– y entre los integrantes de los ejércitos en pugna, según unas
condiciones de igualdad de combate, de modo que un militar herido o enfermo
deja de ser un enemigo de batalla para adoptar automáticamente la categoría de
un civil.
A
lo largo de la historia, no ha sido escasa la conducta de militares que, aun
sin el conocimiento o la vigencia de las normas de que hoy disponemos, en razón
del sentido común, de unas creencias humanas o religiosas, o por una simple
intuición de la honorabilidad han mantenido un respeto exquisito por los
oponentes en el desarrollo de una confrontación.
Es
memorable el relato del acogimiento hospitalario que unos prisioneros franceses
reciben en un emplazamiento alemán, en la película La gran ilusión de Jean Renoir (1937), que tiene la intención de
exponer el fin de una época y el advenimiento de un período incierto para la
cultura europea. Históricamente, algunos oficiales han sido testigos cercanos
de la moderna deshumanización del combate que, como sostiene Edgar Morin,
apareció notoriamente con la Primera Guerra Mundial.
En Radiaciones,
diarios de la segunda guerra, el germano Ernst Jünger describe y repudia la
bestialización en los excesos de la oficialidad nazi que él juzga contrarios al
honor que había exigido entre sus tropas durante la primera gran guerra, e
inquietantes como señal de un nuevo mundo, maquinal y despiadado. En una
ocasión, Jünger ordenó con energía a sus soldados devolver en especie o
dinero los bienes que habían arrebatado a los franceses de una aldea que
acababan de ocupar, y pide cuentas precisas de la indemnización.
En
el caso del Perú, la batalla sobre el campo de Quinua, en Ayacucho en 1824,
supuso un ejemplo excepcional de caballerosidad que incluyó la concertación
sobre el no empleo de la pólvora.
Jünger ordenó con energía a sus soldados devolver en especie o dinero los bienes arrebatados a los franceses de una aldea
No
obstante, un episodio como la acción generosa del Almirante Miguel Grau
Seminario, capitán del Huáscar, al
ordenar el rescate de los chilenos que naufragaron tras el combate de Iquique,
el 21 de mayo de 1879, corroborado con otras evidencias de su actuación militar
y de su finísima cortesía en la disposición de los restos del adversario Arturo
Prat, así como en el trato epistolar con su viuda, proporciona a nuestro país
una sólida oportunidad para proponer a las instancias que correspondan el
nombramiento del héroe nacido en Piura como Precursor Militar Calificado del
Derecho Humanitario Internacional en la Guerra Marítima –convenido en esta
especificidad y vigente recién desde 1906–. Gestión con la cual, asimismo, se
desea expresar la identificación decidida de la República del Perú con los
principios que inspiran los tratados internacionales y conferirle a su voz una
cierta autoridad en esta materia en el escenario mundial.
Comentarios
Publicar un comentario