El fundamento uterino de la filosofía. (Sobre por qué el pensar tiene su impulso más importante en la experiencia del dolor antes que en la admiración) / Víctor H. Palacios Cruz
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El astrónomo. |
La
escritura no es posterior a la comprensión. Por el contrario, solo uniendo palabras
el pensamiento al fin existe y se pone en marcha. Con estos fragmentos preparo
unas clases y clarifico lo que puedo decir impartiéndolas a mí mismo. Y así,
disperso las islas donde podrá correr en libertad el pequeño niño del entendimiento, y los silencios y las noches que las habrán de rodear.
A Raúl G. e Iván G.
gracias a cuya amistad
la arquitectura renovó
mi relación con las
aulas,
con la filosofía y con
la vida.
* Las imágenes son reproducciones de pinturas de J. Vermeer (1632-1675).
Si
antes de Heidegger, la tradición ontológica había visto a menudo al humano como
una esencia inmutable e inmersa en sí misma para la cual el llamado de lo
trascendente se afirmaba en perjuicio de su arraigo temporal y terrestre,
después del maestro alemán la noción de ser-en-el-mundo
marcó un cruce ineludible en el camino de toda reflexión posterior.
Ser-en-el-mundo describe al humano como
habitante de un orden material, relacionado y no solo circunscrito por el resto
de los seres, en una condición anterior a toda intelectualización.
Merleau-Ponty, Levinas y otros llevaron esta idea a la comprensión del cuerpo y
la mundanidad como una inmediatez sin la cual seríamos apenas un fantasma, una
racionalidad irreal como en la metafísica de René Descartes.
El mundo tiene muchos seres, solo uno de los cuales tiene mundo
Históricamente
la fecundidad del concepto heideggeriano se aprecia en cómo este adquirió en
seguida prolongaciones que lo enriquecieron: desde el “yo soy yo y mi
circunstancia” de Ortega y Gasset hasta la imagen de la persona como una
“instalación corpórea” en Julián Marías, pasando por el apunte poético de Noël
Arnaud: “yo soy el espacio en que me encuentro”.
Pienso
que la filosofía misma es, entre otras cosas, el trazado de una actitud ante el
mundo, la toma de posición recogida en una determinada interpretación acerca del
conjunto de lo existente y de nuestro lugar dentro de él. El mundo tiene
muchos seres, solo uno de los cuales tiene mundo, puesto que la aptitud reflexiva
que el trayecto de nuestro ser nos ha concedido consiste en el ambiguo
privilegio de ser capaces de pensar lo que nos rodea y no conformarnos con solo
durar entre las cosas, a la vez que nos alborota delante del imposible que es
para un individuo diminuto y breve el vérselas con la inmensidad compleja y
cambiante de la que participa.
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Alegoría de la pintura. |
De
hecho, la verdad en su acepción más corriente
es la concordancia entre la evidencia de los hechos y su enunciación en un
juicio. Definición clásica que transforma la raíz etimológica del término filosofía –“amor a la sabiduría”– en el
amor a la verdad como anhelo de encontrarse en armonía con lo real. Como la aspiración a la unidad entre el yo y el mundo. Buscar la verdad es identificarme
con la pertenencia al medio en que existo. De ahí que el engaño, la mentira o
la ilusión sean rumbos que equivalen a un vivir al margen de lo real, privados
de mundo.
En
ese sentido, los dos estados de la conciencia personal más connotados y
visibles: la alegría y la tristeza, con sus respectivas variantes o desarrollos
(bienestar y felicidad frente a malestar y desdicha), corresponden a las dos
situaciones en las que, de forma general, se siente precisamente esta relación
con el mundo.
El que está contento abre los brazos y salta en una conducta que proviene de la intuición de que todo afuera es firme y acogedor
Dicho
de manera esquemática, la alegría es la coincidencia temporal o duradera entre
lo que el sujeto quiere y lo que los hechos le proporcionan. Posición afortunada
en la que el ajuste con el exterior se traduce en un sentimiento de confianza y
familiaridad. De ahí que durante nuestros regocijos tengamos la sensación de
que todo alrededor propaga nuestro ánimo interior, y de que el propio cuerpo explaya esa
certeza. El que está contento abre los brazos, corre y salta, incluso en un
solo pie, en una conducta instintiva que proviene de la intuición -sin que importe que sea engañosa- de que todo
afuera es firme y acogedor, puesto que consiente mis anhelos y, por
ello, mima mi existencia.
Por
el contrario, la tristeza es la discordancia entre la dirección de mis deseos y
la inobjetable realidad, lo que sobreviene o bien cuando lo soñado no se cumple,
o bien cuando nos es arrebatado aquello que teníamos sin saber que lo amábamos. A la inversa de la alegría, en el dolor y la derrota el desajuste
con la exterioridad rompe el encanto y abre una grieta entre el mundo y el yo que
produce, de modo instantáneo e irreflexivo, un movimiento de retroceso, la
búsqueda de un refugio y cierta clase de ostracismo.
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La carta. |
Según
Gaicomo Leopardi, en su Zibaldone, físicamente
“la alegría tiende a la expansión y la tristeza al encogimiento”. En sus Cartas a un
joven poeta, Rainer Maria Rilke añade que en la tristeza “lo
que hay en nosotros retrocede, surge un silencio, y lo nuevo, que nadie conoce,
se yergue en medio y calla”.
En
efecto, el repliegue de nuestras penas nos da lo que nunca podrán darnos nuestros
gozos: una mirada panorámica, la adopción de un ángulo –el de nuestra
soledad aun en medio de la gente– desde el cual vemos la existencia como una unidad que antes no avistábamos, justamente por estar dentro de ella en
esa sintonía sin fricciones que suscita la alegría. La comprensión del milagroso funcionamiento de mis piernas no proviene de la salud del ejercicio, sino de la
lesión o la enfermedad en que una súbita conciencia interrogativa desplaza a
la ceguera de la normalidad.
Los felices soportan la cháchara en tanto que los adoloridos buscan una conversación
Es
interesante recordar que el sustantivo «crisis» deriva del verbo griego krinein, que significa “separar”,
“discernir” y “decidir”. De krinein
derivan vocablos como «crítica» y «criterio». De todo lo cual se colige que crisis no es la ocurrencia de lo difícil,
sino lo difícil en tanto que pasa por el pensamiento.
Del mismo modo que alcanzada la cima de un triunfo los músculos caen y se relajan, así también la
alegría rehúye el esfuerzo de hacer preguntas. Por el contrario, la pérdida y la aflicción nos
llenan de elucubraciones con frecuencia inacabables, que algunas veces nos paralizan
o sofocan. Es en ese sentido que Julio Ramón Ribeyro decía que “la alegría es
muda y la tristeza locuaz”. Por eso es que, aunque el sufrimiento tiene una
primera fase de retraimiento, los felices soportan la cháchara en tanto que
los adoloridos buscan una conversación. Como afirma Theodor Kallifatidis, “la
tristeza necesita compañía, mientras que la alegría es autosuficiente”.
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La encajera. |
Ese
poder clarificador que posee el dolor tiene su origen en que el acto de conocer
exige una postura de distanciamiento, una objetivación en que incluso nos
desdoblamos cuando lo pensado es nuestro propio ser. Y nada nos sitúa con más fuerza frente a lo real que la penuria y el padecimiento que nos separan por un tiempo de la
rutina y de la armoniosa marcha de las cosas.
En
su cuento “Alienación”, el propio Ribeyro escribió: “el que sufre se vuelve
observador”, y, antes de él, Fernando Pessoa en su Libro del desasosiego: todo el que observa es “extranjero”.
Ser
extranjero es haber perdido un lugar entre los otros, porque pensar la vida
es salir de ella, bajar del escenario para ocupar una butaca desde la cual contemplar
la representación, el teatro de la existencia. Por eso es que el
pensamiento despide siempre un aroma de exilio y de melancolía. Porque el
humano es un ser encarnado que ha nacido terrestre, porque tiene un peso que lo
implanta sobre la superficie, él no soporta por mucho tiempo errar en el aire,
tal como dice el novelista húngaro Sándor Márai al describir la muerte de su
esposa tras décadas de estar siempre juntos en las buenas y en las malas: “me encuentro solo, en un vacío similar al que rodea al astronauta en el
espacio, donde ya no actúa la gravedad que lo mantenía sujeto a la Tierra. Todo
flota, él mismo, los objetos, el mundo”.
Pensar la vida es bajar del escenario para ocupar una butaca desde la cual contemplar el teatro de la existencia
Y
qué busca el corazón humano sino un regreso, una reconexión con el entorno que
solo puede lograrse gracias a una nueva visión que, sin suprimir la desgracia,
la inserte en una unidad nueva y superior. Quien sufre no
se consuela volviendo neciamente a las ideas que profesaba antes de la caída,
sino que necesita una reconstrucción o una ampliación de su horizonte para
darle sitio y significado a la desdicha.
Eso
es justo de lo que trata la filosofía: de ensayar una y otra vez formas que le
confieran orden y claridad a la muchedumbre de los sucesos y los datos, que
impida que todo se pierda en una polvareda volátil o nos abrume con el caos y
la oscuridad. “La filosofía nace a la vez que algo muere”, dijo François
Lyotard.
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Lectora en azul. |
Platón
creyó –y su discípulo Aristóteles discrepó con él en muchos puntos menos en éste–
que lo que nos mueve a filosofar es la experiencia del asombro o la admiración
(thaumazein). Eso que algunos
confunden con el sobresalto que causa el espectáculo de lo extraordinario o lo anormal,
cuando más bien consiste en la atención que se detiene al presentir la
inminencia de una vastedad indiscernible bajo el destello que adquiere de repente lo más sencillo y cotidiano.
El
caso es que la trayectoria de Platón no es un buen ejemplo de su propia teoría.
Su destino era la política cuando joven, pero una serie de infortunios desviaron
sus pasos hacia la vocación intelectual. Además del inesperado revés que supuso
la derrota de la ilustrada Atenas ante la ruda Esparta en la Guerra del
Peloponeso, sin duda la tragedia más grande que vivió fue la condena a su
maestro Sócrates, acusado por un tribunal democrático de tratar asuntos
divinos, convertir el argumento débil en fuerte y corromper a los jóvenes con
sus enseñanzas, cuando había sido más bien el hombre más sabio y bueno que se
haya conocido.
Quien sufre no se consuela volviendo neciamente a las ideas que profesaba antes de la caída
En
una de sus cartas confiesa que “viendo cómo todo oscilaba y se desplazaba a la
deriva, sentí vértigo y desesperación”. Toda su obra filosófica fue un esfuerzo
por explicar por qué este mundo, como lo demuestran la derrota ateniense y la
muerte de su maestro, es reacio a la sabiduría y a la virtud, cómo lo terreno se resiste a lo superior. Sus conclusiones al respecto son conocidas
y marcaron el devenir del pensamiento y hasta el lenguaje de quienes no se dedican
en absoluto a esta disciplina.
Pero
su caso no es el único. San Agustín elaboró su ambiciosa
teología de la historia a partir del saqueo de Roma por las huestes de Alarico,
tras la acusación dirigida contra los cristianos de promover el olvido de los
dioses; Descartes creyó haber hallado el método que permitiría obtener la
ciencia total y definitiva partiendo de cero delante de los escombros de la extensa
cultura medieval; Kant emprendió su metódico análisis de las condiciones de
posibilidad del conocimiento humano a raíz del estrepitoso fracaso de
empiristas y racionalistas; así como Hegel, poco después, urdió su metafísica
de la historia remecido por el fracaso de los ideales de la Revolución Francesa y la
invasión napoleónica.
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La lechera. |
Entre
nosotros, nunca la identidad del Perú fue materia central y acuciante de estudios
y debates como lo fue después de la hiriente derrota en la Guerra del Pacífico,
desde Francisco García Calderón hasta Jorge Basadre, pasando por José de la
Riva-Agüero, Víctor Andrés Belaúnde y José Carlos Mariátegui.
Ocurre que la índole positiva y conciliatoria que caracteriza a la admiración no tiene la capacidad para producir esa combustión o esa angustia sin las cuales no se formularían las preguntas más apremiantes y atrevidas. "Sin espanto no se puede conocer lo que es grande", decía Kierkegaard.
Y nada más espantoso que la orfandad, nuestra aterradora pequeñez en un rincón del cosmos que ni siquiera es un centro. Por ello es que el pensar lleva consigo, como su expectativa más profunda, el intento por restaurar una habitabilidad. Es decir,
un cierto tener-mundo, una interiorización
de lo que nos abarca y que es lo que, a menor escala, la casa escenifica y donde el niño
aprende temprano a recorrer una distribución de ambientes y un orden de
actividades. Un primer aprendizaje que imprimirá en su alma la propensión a
buscar en la intemperie de afuera la misma organización y el mismo
concierto que la hospitalidad del hogar inculcó en sus hábitos. Como escribió
El gesto más universal durante una tristeza es el de ovillarnos, escondernos y cerrar los ojos, o arrancárnoslos como Edipo
Como se sabe, el gesto más universal que realizamos en el curso de un
abatimiento es el de ovillarnos, escondernos y cerrar los ojos –o arrancárnoslos
como Edipo–, replegando el cuerpo en una significativa posición fetal.
Y
es que, sin necesidad de que nos toque vivir una catástrofe, todos los mortales somos
hijos de un destierro, de la expulsión de un paraíso donde la punta de nuestros
dedos rozaba las paredes de una esfera que era, entonces, todo el universo y donde discurría
la más cálida armonía.
Peter
Sloterdijk sugirió que el humano es el único viviente que busca que su estancia
sobre la Tierra experimente el continuum
que supuso para él el tiempo sin tiempo del período pre-natal. Que nuestras edificaciones y ciudades responden al impulso atávico de recobrar una
envoltura y vivir en “esferas”.
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Muchacha leyendo una carta. |
Entonces,
pienso que el ser-en-el-mundo
heideggeriano se invierte en un-mundo-en-el-ser,
que es lo que ansiamos cada vez que lanzamos en torno, tiernamente ilusos, las
redes de nuestros sistemas y teorías, de nuestras leyes y palabras, pero
también cada vez que con nuestros relatos encuadramos el pasado o el futuro.
Porque
en todos esos actos vibra la misma necesidad de una arquitectura, de una
morada, de un abrazo. Incluso de una bolsa en la que introducirnos para emular el cobijo al que nunca volveremos. Quizá por todo ello es que, como propongo, la
filosofía tiene una raíz intrauterina, puesto que lo que perseguimos al
amar el saber y, por ello, al amar la unión con el mundo, es emular o
traer al presente, siquiera provisoriamente, esa consonancia que tuvimos dentro
del habitáculo materno, en esa misteriosa confluencia de órganos, líquidos y metabolismos
cuya perfección coincidió, además, con una vida iletrada y pre-racional.
Al amar nuestra unión con el mundo, la filosofía trata de emular esa consonancia que tuvimos dentro del habitáculo materno
Cómo
olvidar que la palabra “religión” entraña la misma promesa de una reunión: de un
re-ligarse con algo que se desea o se ha perdido.
Los
niños gritan “mamá” cuando sienten dolor o terror. Esa misma palabra pronunció
mi abuelo materno segundos antes de morir. Creo que la práctica pre-colombina
de enterrar momias en posición fetal concuerda con ciertos teólogos y místicos
que hablan de cómo, apenas levantado el campamento de nuestras cosmovisiones o
creencias, sin embargo volveremos a salir en un segundo parto que nos arrojará
a un “lugar”, a una Noche o a un Día por ahora inenarrables, donde no sabemos
si habremos de extrañar la ignorancia, es decir la búsqueda constante de los contornos
que tenía este mundo durante nuestro paso perplejo y apresurado por él, en que
intentábamos en vano y tercamente mirar al fin su rostro.
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El geógrafo. |
Excelente artículo filosófico, mi estimado Víctor. Muy motivador para que uno mismo emprenda sus propias reflexiones. Un afectuoso saludo.
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