El fuego proyectó una sombra que se puede desvanecer. Otra breve historia de la humanidad / Víctor H. Palacios Cruz
Fotografía: Víctor H. Palacios. |
Decía Ernesto Sabato que un televisor
tiene sobre las personas el efecto “mágico y maléfico” de una linterna que
atrae a los insectos. Pero, ¿ese imán no tiene acaso algo de ancestral? Un
individuo que mira fijamente una fuente de luz ¿no hace acaso algo parecido a mirarse al espejo? Quizá es que incluso dirige su atención hacia lo que,
estando fuera de él, es en cierta forma su propio ser.
Recuerdo noches en el campo escuchando a
mi abuelo contar historias junto a una cocina de leña. Veladas que,
literalmente, nos encandilaban y hacían crecer los lazos familiares y las almas
tiernas de sus nietos. Antes de dormir, la abuela esparcía ceniza sobre las brasas
que, al amanecer, volvía a prender con el huracán de una tapa de olla, un viejo
sombrero o sus recios pulmones. Lumbre casera que, con los años, se volvió para
mí el eslabón entre el lejano tiempo en que nuestros antepasados se acercaron por
vez primera al fuego y el presente de nuestras prodigiosas tecnologías. Por
ejemplo, los celulares que son una pequeña hoguera portátil e inocua sobre la cual
programamos la vida como antes se adivinaba el porvenir.
Un individuo que mira fijamente una fuente de luz ¿no hace acaso algo parecido a un mirarse al espejo?
La historia de la
humanidad es un reguero de incontables fuegos: trágicos y salvíficos, hospitalarios
y homicidas, espirituales y pragmáticos. Con ellos nos hicimos
como somos, de arriba abajo y también por dentro. Si bien en un inicio solo
alguien que ya era suficientemente humano pudo ser capaz de atreverse a “jugar
con fuego”, venciendo un terror instintivo y común que lo desgajó del resto de los
mamíferos.
Delante de una rama rota de árbol que se
consumía a causa de un rayo de tormenta o una erupción volcánica, unos seres
rudimentarios y peludos desistieron de alejarse del peligro y permanecieron absortos
e intrigados en las inmediaciones de algo que ardía y alumbraba. Lo que confirma
que en el alba de la civilización se encuentra la pausa y el respiro, lo más
opuesto a la acción apresurada de la urgencia y la necesidad. El bendito “ocio”
que griegos y latinos estimaron por encima del quehacer lucrativo o utilitario.
Paul Gauguin, Danza del fuego. |
Aquel momento observador y recreativo
con que uno de nuestros abuelos se atrevió a manipular un leño ardiendo por uno
de sus extremos, es la mejor ilustración del título que el filósofo Nuccio
Ordine dio a su libro más preciado: La
utilidad de lo inútil.
Los hitos de esta
historia varían con cada lugar. En Kenia se descubrieron restos de arcilla roja
de hace un millón y medio de años. En Sudáfrica, instrumentos de huesos quemados
junto a indicios de una dieta carnívora, de entre 200 y 700 milenios de
antigüedad. Hallazgos similares sucedieron en China y en la Europa de unos 125
mil años atrás. Pero donde y cuando quiera que uno de los nuestros aprendió a producir
candela a capricho, se abrió un rumbo irreversible que fue cambiando su rutina,
su silueta y su poder.
Al conceder a nuestra especie un descanso de mayor calidad la ocupación de cuevas produjo la expansión de nuestro cerebro
A
continuación, aquellos humanos del Paleolítico provistos de antorchas desalojaron a las fieras de sus cuevas. Al habitarlas, se posesionaron de un espacio que poco
a poco se convirtió en domicilio, almacén y lugar de reposo. Con una pira
vallando la entrada, lograron al fin dormir a pierna suelta y ya no
arrimados a las rocas o encaramados en lo alto de los árboles, aterrorizados
por los saltos de los depredadores hambrientos. Si, como dice la neurociencia,
la profundidad del sueño es crucial para la fijación de la memoria y el aprendizaje,
al conceder a nuestra especie un descanso de mayor calidad la ocupación de
cuevas produjo la expansión del cerebro, además de la relajación,
la salud y el vigor del sistema nervioso.
En
ese interior iluminado, el humano recogido y en paz advirtió el hecho
significativo de haberse apartado de la naturaleza, de haberse apropiado de un
cobijo a salvo de la intemperie impredecible e inhóspita. Como enseñó Vitruvio,
la arquitectura no es sino lo que se erige con la finalidad de proteger el fuego. Una
visión panorámica de casas y rascacielos permite ahora ver nuestras ciudades como
conjuntos de cuevas acondicionadas, superpuestas y reproducidas en serie.
Joseph Wright, Erupción del Vesubio. |
Sobre
aquellos suelos dentro de montañas o acantilados experimentamos hace decenas de
miles de años nuestro primer ejercicio de la autoridad territorial, es decir el
remoto principio del derecho y la política; nuestros primeros ensayos en la
tarea de acumular y distribuir: nuestra forma más elemental de economía; y
nuestra experiencia del retorno a casa: el sentimiento de pertenencia y arraigo,
la más antigua noción de patria. ¡Cuántos Ulises fueron necesarios para llegar al personaje de Homero!
A su vez, el que una
antorcha esclareciera el interior de los bosques y la misma noche invitó al Homo sapiens a extender su tiempo útil para
dedicarlo a pulir piedras, pintarse el cuerpo o contar historias. Aquellas
tribus sintieron la insólita rebeldía de no tener que atar sus movimientos al
régimen de la luz solar y, al emanciparse de la tiranía de la naturaleza, estrenaron
la fuerza de algo que no podían saber que se llamaba libertad.
Con el fuego en las manos, para hacerse notar por sus rivales o ver mejor su camino, la humanidad eligió para siempre la postura erguida al andar
Al caminar solos o en
grupo, atravesando nieblas o sombras, llevar una tea obligó a levantar los
brazos todo lo alto que fuera posible. Con el fuego en las manos, para
hacerse notar por sus rivales o para ver mejor en su camino, la humanidad
estiró su cuerpo y alzó la cabeza. Y eligió para siempre la postura erguida al
andar.
Una mañana de aquellos
días, uno de los nuestros descubrió que la tierra blanda en la que por la noche
había hundido sin querer uno de sus pies se había endurecido junto al calor de la
leña. Entonces entendió que con la ayuda del fuego podía detener cada montón de
lodo que se deshacía, que incluso con sus manos podía plasmar sobre la arcilla
una infinidad de formas. De donde surgió una relación más estrecha y continua entre
sus manos y el cerebro. Obedeciendo a la mente nuestras extremidades recíprocamente
la impulsaron hasta volverla capaz de concebir lo impalpable y lo imposible.
A. Sevilla García. Luchando contra el fuego. |
El humano reconoció que
había adquirido un poder sobre la naturaleza y que era factible moldearla a
voluntad. De la alfarería pasó a la metalurgia y, milenios de por medio, a las
mutaciones químicas más refinadas que derivaron en todos los productos líquidos
y sólidos de la industria. Esa segunda naturaleza que conforma la totalidad de nuestros
artificios.
Alguna vez debió
ocurrir que el clan de una cueva perdió toda su utilería de barro, en alguna
mudanza o en la invasión de unos cuadrúpedos durante su ausencia. Pero el
destrozo de vajillas, juguetes y herramientas fue la ocasión en que nuestros
ancestros se dieron cuenta de que podían rehacerlo todo, que los moldes
originales se mantenían intactos. Que solo se habían perdido los ejemplares,
pero no los arquetipos. Que, en suma, los diseños perduraban en sus cabezas y
que estas hospedaban, en definitiva, una interioridad que por inmaterial resultaba
indestructible. Modelando el barro la humanidad dedujo la existencia de sus
ideas, esa otra cueva ilimitada de su inteligencia.
Modelando el barro la humanidad dedujo la existencia de sus ideas, esa otra cueva ilimitada de su inteligencia
Otra mañana, otro
accidente le reveló la alteración de trozos de carne y restos vegetales junto
al fuego. Parásitos, bacterias y toxinas fueron en gran parte eliminadas de una
comida que se enriqueció con semillas, granos y raíces que le proporcionaron
una inédita cantidad de proteínas, calorías y carbohidratos.
Mientras que los
primates siguen invirtiendo varias horas del día en triturar lo que ingieren,
los humanos ahorraron tiempo y energía al ablandar sus alimentos, y al hacerlo fueron encogiendo el tamaño de sus maxilares. A continuación se afinaron las diversas
partes implicadas en la deglución, desde los labios hasta el conducto laríngeo.
Carlos Toledo. Árbol del fuego. |
El cráneo se liberó de un oneroso aparato mandibular y, en coincidencia con una mayor nutrición cerebral,
se fue delineando hasta alcanzar los contornos que, miles de años después, juzgamos
como esencialmente humanos, cuando en realidad fueron el fruto de una modificación
lenta e involuntariamente inducida. Como el andar a dos pies, la forma de nuestra cabeza no fue impuesta ni por la naturaleza ni por los astros,
sino que fue la confección de una aventura que protagonizó nuestra especie.
Así, los más precarios fogones
en que nuestros ancestros cocieron lo que comían redibujaron nuestra anatomía
y, de paso, volvieron la piel de la cara más dúctil y, por ello, más expresiva
y gestual. La interrelación humana alcanzó un alto grado de comunicabilidad y emoción.
La forma de nuestra cabeza no fue impuesta por la naturaleza ni por los astros, sino que fue una aventura que protagonizó nuestra propia especie
Mientras tanto, los
mismos órganos con que el humano comía, más ligeros y estilizados por la
suavidad de sus bocados, estimularon la emisión de sonidos que primero fueron
seguramente silbidos, gemidos y chasquidos, y con el transcurso de un tiempo largo
y lleno de ratos libres y de juegos se convirtieron en sílabas y palabras que,
por último, fueron aumentando y asociándose con cada nuevo suceso que vivían
juntos.
A lo largo de los
despiadados fríos aun después de la era glacial, la fogata acercó aún más entre
sí a nuestros antepasados. Al formar círculos en torno a ella, los miembros de
cada grupo se rozaron más los unos a los otros y, como a la vez se miraban
durante más tiempo mutuamente, el intercambio sensorial acrecentó el nivel de
su entendimiento y de su unión, de su capacidad para quererse o para odiarse.
Marco Rocha. Incendio en el bosque. |
Al notar, en esos
círculos en torno a una hoguera, que eran objetos de otras miradas, decidieron
decorar sus caras y distinguirse por sus arreglos, colores y tocados. No debió
pasar mucho para que empezaran a hacer muecas y ademanes con los que intentaban
representar lo que sentían o lo que recordaban. De pronto, los humanos
empezaron a narrar historias y a repetirlas en ceremonias que los aglutinaron y
emparentaron con algo más aglutinante que la sangre y que es la memoria de lo
común.
En cuanto a la jefatura
de cada grupo humano, si el fundamento de la autoridad estuvo por mucho tiempo ligado
al don de la maternidad y, en otros casos, a la sola fuerza bruta, la conquista
del fuego lo trasladó hacia la destreza para hacer fuego y conservarlo. Por
tanto, consagró al técnico que entonces debió ser visto como un mago o
hechicero por el arte con que daba órdenes al más difícil de los elementos.
Los humanos empezaron a narrar historias que los aglutinaron y emparentaron con algo más pegajoso que la sangre y que es la memoria de lo común
Pero, no mucho después,
esa autoridad volvió a desplazarse para privilegiar al más dotado de palabra y
de recuerdos para el contar historias, es decir el anciano. Con la salvedad de
que los ancianos del Paleolítico debían tener quizá poco más de treinta años,
sin duda.
El consejo de los
ancianos de las polis griegas o el senado de la República romana –de hecho, esta palabra tiene la misma raíz de “senil” y “senectud”– fueron una
pervivencia del prestigio que tenía la habilidad para el discurso, para
distinguir el bien del mal y lo falso de lo verdadero, y que no es sino una
evolución del arte del relato. En su Política,
Aristóteles dirá que lo que nos diferencia de otros seres no es el ser un
“animal racional”, como dice la traducción incompleta que la Edad Media hizo
popular, sino el ser “animal capaz de discurso” (zoon logon echon).
Fotografía: Víctor H. Palacios C. |
Después, las llamas con
que el mediocre Eróstrato ansió la inmortalidad incendiando el templo de Diana,
una de las maravillas de la antigüedad, fue el que también movilizó los vagones
de una locomotora; el que chamuscó naves romanas alcanzadas por el brillo de
espejos ideados por Arquímedes, fue el mismo que Edison capturó dentro de una
ampolla de vidrio. Y el que acompañó a los mortales que rezan al Cielo, fue
el mismo que carbonizó al prójimo que pensaba diferente.
La iluminación, el abrigo
y la energía son los tres grandes atributos del fuego que se difunden y
camuflan en todo lo que nos rodea, desde nuestros medios de calefacción hasta
el más simple electrodoméstico; desde el diminuto motor de un juguete infantil
hasta la intimidante envergadura de una planta nuclear, desde el candil de una
cabaña en el campo hasta las titilantes luces de los anuncios publicitarios y los
adornos navideños, desde un frágil palillo de fósforo hasta la propulsión que lanza nuestros cohetes hacia la inmensidad del Sistema Solar.
El fuego que chamuscó naves romanas alcanzadas por el brillo de espejos ideados por Arquímedes, fue el mismo que Edison capturó dentro de una ampolla de vidrio
Y, al fin, en el
inmenso ecran de una sala de cine o en la delgada pantalla de televisor de una
sala con sofás. Más aún, en el minúsculo rectángulo que alumbra la cara de un
pasajero de avión o de autobús, un fulgor que ya no congrega sino que aísla,
que ofrece un inagotable menú que acalla al viejo contador de historias y que
posee una nitidez de imágenes que vuelve perezosa nuestra fantasía, el fuego cobra
una nueva encarnación que nos enfrenta a la posibilidad de volvernos seres ensimismados
y sedentarios, de organismos interconectados con las máquinas, y cuyos
pensamientos y decisiones se entrelazan con los algoritmos de un reino digital,
dentro del cual lo que somos empieza a diluirse en un circuito fluido y atmosférico
que amenaza con hacer de nosotros ya no navegantes sino sustancias navegables removidas
por corrientes ajenas, sin rasgos perennes ni identidad estable. Como diría
Yuval Noah Harari, disueltos como “un terrón en un río caudaloso”.
Las más recientes
metamorfosis del fuego, en conclusión, nos enfrentan ahora mismo a la
posibilidad de desdibujar el extraordinario ser -esa excepción del cosmos- que
el mismo fuego contribuyó a dibujar a lo largo de toda la historia trazando
la figura de nuestro cuerpo, el acento de nuestra libertad y el resplandor de
nuestra conciencia.
Pero, como en el
pasado, nada de lo que haya de suceder será inexorable. Dramáticamente, cada vericueto
de la historia aguarda por nuestras propias elecciones. Del mismo modo que demanda las mayores responsabilidades.
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ResponderBorrarRecurdo el capítulo de "Cosmos: Possible Worlds" en el que se habla sobre un pedazo de obsidiana encontrada Çatalhöyük (acutual Turquía), la cual, se especula, fue usada como espejo. Es inimaginable la cantidad de rostros y acontecimientos que este pedazo de roca reflejó.
ResponderBorrarDe igual manera, es impresionante lo que la humanidad ha sido capaz de lograr: ¡pasar de esa protociudad a poner un pie en la Luna en apenas unos cuantos miles de años! Pasar del fuego que calentaba cuevas y ahuyentaba fieras a motores de combustión que propulsan las grandes bestias que ahora nos permiten tener sueños interestelares.
¡Gran artículo, profesor!
Qué agradecido estoy, Mario, por tu lectura, y también por la información espléndidamente compartida en esta sección de comentarios. Si ya cada vida personal es una travesía, una carrera apasionante y misteriosa, imagínate la andadura entera de la humanidad, una historia de la que ni siquiera tenemos el comienzo y menos el final. Un abrazo
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