Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar / Víctor H. Palacios Cruz


 

No me sorprendería que uno de los libros más bellos de nuestro tiempo, El infinito en un junco de Irene Vallejo, haya tomado su aliento, además de Los ensayos de Montaigne, de esta novela histórica de la escritora belga Marguerite Yourcenar (1903-1987). La coincidencia empieza en que a ambos libros los impulsa una exquisita cultura clásica, que por cierto Yourcenar adquirió desde los ocho años y sin ir ni a la escuela ni a la universidad, gracias a una esmerada educación familiar y, en especial, a un padre en quien, además, su vocación literaria encontró un respaldo temprano y decisivo.

Asimismo, ambas autoras logran una prosa que muestra una unidad prácticamente inconsútil entre el conocimiento erudito y la libertad de la voz que lo transmite; entre la filosofía, la anécdota y la intimidad; y entre una inteligencia cenital y la delicia de la expresión que la da a luz. Memorias de Adriano imagina la larga carta que escribe el emperador Adriano a su nieto y heredero Marco Aurelio, a lo largo de la cual se suceden relatos, melancolías y confidencias de un tiempo en que los dioses de la Roma Antigua se apagaban y aún no predicaba Jesucristo en Galilea. Es decir, cuando estaba "el hombre solo”, como dijo una vez la propia Yourcenar. Aquí, unas cuantas monedas de una bolsa también cuantiosa en su equivalencia castellana, obra de la traducción de Julio Cortázar, nada menos.

 

A Javier Colina y al café

en que me leyó unas páginas

de este libro inolvidable

 

 Las relaciones cuerpo-alma:

“Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que un monstruo solapado, que acabará por devorar a su amor. Haya paz… Amo mi cuerpo; me ha servido bien, y de todos modos no le escatimo los cuidados necesarios.”

[p. 12]

 

“Durante toda mi vida me había entendido muy bien con mi cuerpo, contando implícitamente con su docilidad y con su fuerza. Aquella estrecha alianza empezaba a disolverse: mi cuerpo dejaba de formar una sola cosa con mi voluntad, con mi espíritu, con lo que torpemente me veo precisado a llamar mi alma; el inteligente camarada de antaño ya no era más que un esclavo que pone mala cara al trabajo.”

[p. 219]


 

El cuerpo como indicio del espíritu:

“Los cínicos y los moralistas están de acuerdo en incluir las voluptuosidades del amor entre los goces llamados groseros, entre el placer de beber y el de comer, y a la vez, puesto que están seguros de que podemos pasarnos sin ellos, las declaran menos indispensables que aquellos goces. […] Creeré en esa asimilación del amor a los goces puramente físicos (suponiendo que existan como tales) el día en que haya visto a un gastrónomo llorar de deleite ante su plato favorito, como un amante sobre un hombro juvenil. De todos nuestros juegos, es el único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo. No es indispensable que el bebedor abdique de su razón, pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios. […]

“El juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida. Las palabras engañan, puesto que la palabra placer abarca realidades contradictorias, comporta a la vez las nociones de tibieza, dulzura, intimidad de los cuerpos, y las de violencia, agonía y grito. La obscena frasecita de Posidonio sobre el frote de dos parcelas de carne […] no define el fenómeno del amor, así como la cuerda rozada por el dedo no explica el milagro infinito de los sonidos. Esa frase no insulta a la voluptuosidad sino a la carne misma, ese instrumento de músculos, sangre y epidermis, esa nube roja cuyo relámpago es el alma.

“Reconozco que la razón se confunde frente al prodigio del amor, frente a esa extraña obsesión por la cual la carne, que tan poco nos preocupa cuando compone nuestro propio cuerpo, y que solo nos mueve a lavarla, a alimentarla y, llegado el caso, a evitar que sufra, puede llegar a inspirarnos un deseo tan apasionado de caricias, simplemente porque está animada por una individualidad diferente de la nuestra […] He soñado a veces con elaborar un sistema de conocimiento humano basado en lo erótico, una teoría del contacto en la cual el misterio y la dignidad del prójimo, consistirían precisamente en ofrecer al Yo el punto de apoyo de ese otro mundo. En una filosofía semejante, la voluptuosidad sería una forma más completa pero también más especializada, de este acercamiento al Otro, una técnica al servicio del conocimiento de aquello que no es uno mismo. […]

“En el caso de la mayoría de los seres, los contactos más ligeros y superficiales bastan para contentar nuestro deseo, y aun para hartarlo. Si insisten, multiplicándose en torno de una criatura única hasta envolverla por entero; si cada parcela de un cuerpo se llena para nosotros de tantas significaciones trastornadoras como los rasgos de un rostro; si un solo ser, en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema; si pasa de la periferia de nuestro universo a su centro, llegando a sernos más indispensable que nuestro propio ser, entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que veo, más que un simple juego de la carne, una invasión de la carne por el espíritu.”

[p. 18-21]

 


La identidad narrativa del yo:

“Diversos personajes reinaban en mí sucesivamente, ninguno por mucho tiempo, pero el tirano caído recobraba rápidamente el poder. Albergaba así al oficial escrupuloso, fanático de disciplina, pero que compartía alegremente las privaciones de la guerra con sus hombres; al melancólico soñador de los dioses, al amante dispuesto a todo por un instante de vértigo, al joven teniente altanero que se retira a su tienda, estudia sus mapas a la luz de la lámpara, sin ocultar a los amigos su desprecio por la forma en que van las cosas, y al estadista futuro. Pero tampoco olvidemos al innoble adulador, que para no desagradar consentía en emborracharse en la mesa imperial, al jovenzuelo que opinaba sobre cualquier cosa con ridícula seguridad; al conversador frívolo, capaz de perder a un buen amigo por una frase ingeniosa; al soldado que cumplía con precisión maquinal sus bajas tareas de gladiador. Y mencionemos también a ese personaje vacante, sin nombre, sin lugar en la historia, pero tan yo como todos los otros, simple juguete de las cosas, ni más ni menos que un cuerpo, tendido en su lecho de campaña, distraído por un olor, ocupado por un aliento, vagamente atento a un eterno zumbido de abeja. Y sin embargo, poco a poco, un recién venido entraba en función: un hombre de teatro, un director de escena. Conocía el nombre de mis actores; arreglaba para ellos entradas y salidas plausibles; cortaba las réplicas inútiles; evitaba gradualmente los efectos vulgares. Aprendía a no abusar del monólogo. Poco a poco mis actos me iban formando.”

[p. 57-58]



El yo y el universo:

“Aquellos sabios se esforzaban por recobrar a su dios más allá del océano de las formas, por reducirlo a esa cualidad de único, de intangible, de incorpóreo, a la cual renunció el día en que se quiso universo. Yo entreveía de otra manera mis relaciones con lo divino. Me imaginaba secundándolo en su esfuerzo por informar y ordenar un mundo, desarrollando y multiplicando sus circunvoluciones, sus ramificaciones y rodeos. Yo era uno de los rayos de la rueda, uno de los aspectos de esa fuerza única sumida en la multiplicidad de las cosas, águila y toro, hombre y cisne, falo y cerebro conjuntamente, Proteo que a la vez es Júpiter.

“Por aquel entonces empecé a sentirme dios. No vayas a engañarte: seguía siendo, más que nunca, el mismo hombre nutrido por los frutos y los animales de la tierra, que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos, que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros, inquieto hasta la locura cuando le faltaba demasiado tiempo la cálida presencia del amor. […] ¿Pero qué puedo decir sino que todo aquello era vivido divinamente? Las azarosas experiencias de la juventud habían llegado a su fin, y también su urgencia por gozar del tiempo que pasa. A los cuarenta y cuatro años me sentía libre de impaciencia, seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno. […] Yo era dios, sencillamente, porque era hombre.”

[p. 133-134]

 

La ignorancia de uno mismo:

“Cuando considero mi vida, me espanta encontrarla informe. La existencia de los héroes, según nos la cuentan, es simple; como una flecha, va en línea recta a su fin. Y la mayoría de los hombres gusta resumir su vida en una fórmula, a veces jactanciosa o quejumbrosa, casi siempre recriminatoria; el recuerdo les fabrica, complaciente, una existencia explicable y clara. Mi vida tiene contornos menos definidos. Como suele suceder, lo que no fui es quizá lo que más ajustadamente la define.”

[p. 29]


 

El yo esquivo a la ciencia:

“Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre. El ojo de Hermógenes sólo veía en mí un saco de humores, una triste amalgama de linfa y de sangre.”

[p. 11]

 

Oposición libros-realidad:

“La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró los libros.

“Pero los escritores mienten, aun los más sinceros. […] Los poetas nos transportan a un mundo más vasto o más hermoso, más ardiente o más dulce que el que nos ha sido dado, diferente de él y casi inhabitable en la práctica. Para estudiarla en toda su pureza, los filósofos hacen sufrir a la realidad casi las mismas transformaciones que el fuego o el mortero hacen sufrir a los cuerpos; en esos cristales o en esas cenizas nada parece subsistir de un ser o de un hecho tales como los conocimos. Los historiadores nos proponen sistemas demasiado completos del pasado, series de causas y efectos harto exactas y claras como para que hayan sido alguna vez verdaderas; reordenan esa dócil materia muerta, y sé que aun a Plutarco se le escapará siempre Alejandro. Los narradores, los autores de las fábulas milesias, hacen como los carniceros, exponen en su tabanco pedacitos de carne que las moscas aprecian. Mucho me costaría vivir en un mundo sin libros, pero la realidad no está en ellos, puesto que no cabe entera.”

[p. 27]

 

La vejez:

“Ciertas porciones de mi vida se asemejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto, que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero.”

[p. 13]


 

La muerte:

“Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos. Pero la incertidumbre del lugar, de la hora y del modo, que nos impide distinguir con claridad ese fin hacia el cual avanzamos sin tregua, disminuye para mí a medida que la enfermedad mortal progresa. Cualquiera puede morir súbitamente, pero el enfermo sabe que dentro de diez años ya no vivirá. Mi margen de duda no abarca los años sino los meses. Mis probabilidades de acabar por obra de una puñalada en el corazón o una caída de caballo van disminuyendo cada vez más; la peste parece improbable; se diría que la lepra o el cáncer han quedado definitivamente atrás. Ya no corro el riesgo de caer en las fronteras, golpeado por un hacha caledonia. O atravesado por una flecha parta; las tempestades no supieron aprovechar las ocasiones que se les ofrecían, y el hechicero que me predijo que no moriría ahogado parece haber tenido razón. Moriré en Tíbur, en Roma, o a lo sumo en Nápoles, y una crisis de asfixia se encargará de la tarea. ¿Cuál de ellas me arrastrará, la décima o la centésima? Todo está en eso.”

[p. 12]

 

Sobre el suicidio:

“Mi muerte me parecía mi decisión más personal, mi supremo reducto de hombre libre; me engañaba. […] Comprendí que para el pequeño grupo de amigos abnegados que me rodean, mi suicidio parecería una señal de indiferencia, acaso de ingratitud; no quiero que su amistad conserve esa imagen irritante de un supliciado incapaz de soportar la tortura. […] La existencia me ha dado mucho, o por lo menos he sabido extraer mucho de ella; en este momento, como en los tiempos de mi felicidad, y por razones absolutamente opuestas, me parece que no tiene ya nada que ofrecerme; y sin embargo no estoy seguro de que nada me queda por aprender de ella. Escucharé sus secretas instrucciones hasta el fin. […] No rehúso ya esa agonía que me corresponde, ese fin lentamente elaborado en el fondo de mis arterias, heredado quizá de un antecesor, nacido de mi temperamento, preparado poco a poco por cada uno de mis actos en el curso de mi vida. La hora de la impaciencia ha pasado; en el punto en que me encuentro, la desesperación sería de tan mal gusto como la esperanza. He renunciado a apresurar mi muerte.”

[p. 251-252]

 

Pensar la muerte:

“La meditación de la muerte no enseña a morir y no facilita la partida; pero ya no es facilidad lo que busco. […] los vivientes que me rodean, los servidores abnegados y a veces importunos, no sabrán jamás hasta qué punto el mundo ha dejado de interesarnos. […] Puede ser después de todo que tengan razón, y que la muerte esté hecha de la misma materia fugitiva y confusa que la vida. Pero desconfío de todas las teorías de la inmortalidad: el sistema de retribuciones y de penas deja frío a un juez que conoce la dificultad de juzgar. Por otra parte también me sucede encontrar demasiado simple la solución contraria, la nada, el hueco vacío donde resuena la risa de Epicuro. Observo mi fin: esta serie de experimentos sobre mí mismo continúa el largo estudio iniciado en la clínica de Sátiro. Hasta ahora las modificaciones son tan exteriores como las que el tiempo y la intemperie hacen sufrir a un monumento cuya materia o arquitectura no se alteran; a veces creo percibir y tocar a través de las grietas el basamento indestructible, la toba eterna. Soy el que era, muero sin cambiar. […] el viajero encerrado en el enfermo para siempre sedentario se interesa por la muerte puesto que representa una partida. Esa fuerza que fui parece todavía capaz de instrumentar muchas otras vidas, de levantar mundos. Si por milagro algunos siglos vinieran a agregarse a los pocos días que me quedan volvería a hacer las mismas cosas y hasta incurriría en los mismos errores; frecuentaría los mismos Olimpos y los mismos Infiernos.”

[p. 257-258]

 

Conciencia de la agonía:

“Supe más tarde que habían desesperado de salvarme la vida; yo mismo me sentía retenido a su lado [el de Hermógenes, su médico] por un hilo delgadísimo, imperceptible como el pulso demasiado rápido que consternaba a mi médico. La inexplicable hemorragia acabó, sin embargo, por detenerse. Abandoné el lecho y traté de someterme a la misma vida de antes; no pude lograrlo. Una noche en que, apenas convaleciente, cometía la imprudencia de hacer un breve paseo a caballo, recibí un segundo aviso, más grave aún que el primero. Por espacio de un segundo sentí que los latidos de mi corazón se precipitaban, y que disminuían luego cada vez más hasta detenerse. Creí caer como una piedra en no sé qué pozo negro que sin duda es la muerte. Si lo era, se engañan los que la creen silenciosa; me sentí arrastrado por cataratas, ensordecido como un buzo por el rugir de las aguas. No alcancé el fondo; sofocándome, ascendí a la superficie. En aquel instante que había creído el postrero, toda mi fuerza se concentró en mi mano crispada sobre el brazo de Celer, que se hallaba a mi lado; más tarde me hizo ver las huellas de mis dedos en su hombro. Pero aquella breve agonía no puede explicarse; como todas las experiencias del cuerpo, es indecible y mal que nos pese sigue siendo el secreto del hombre que la ha vivido.”

[p. 220]

 

Muerte apropiada y consciente:

“Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera de mi cuerpo, descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño. Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver… Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.” [p. 262]

 

Fuente: M. Yourcenar, Memorias de Adriano, trad. J. Cortázar, Buenos Aires, Debolsillo, 2004.

 

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