“Humanizar” al terrorista para poder juzgarlo y para cuidar el futuro / Víctor H. Palacios Cruz

 


Apuntes sobre el peligro que encierra el uso de ciertas palabras al adjetivar al autor de los crímenes y las desgracias más dolorosas de nuestro país.

 

Hacia 2008, el ingreso de una niña en un hospital de la localidad austriaca de Amstettem condujo al hallazgo de un sótano que resultó ser una de las prisiones más horrendas que debe haber existido nunca, construida por un vecino educado y marido apacible, según declaraciones de su propia esposa. En esa oscuridad angosta y cuidadosamente provista de electricidad y otros servicios, el septuagenario Joseph Fritzl había recluido a su propia hija Elizabeth con la que había procreado siete niños, una de los cuales era precisamente la que había logrado fugarse para pedir ayuda aprovechando la circunstancia de su enfermedad.

Elizabeth había sido sometida durante años a palizas, violaciones y a una existencia prácticamente esclava en esa covacha de la que su carcelero nunca le permitió salir. El estupor enmudeció a medio mundo y la prensa llamó a Fritzl el “monstruo de Amstetten”. Se supo, incluso, que el dictamen médico no había detectado en el acusado tara mental alguna que le sirviera de coartada.

Para mis clases de antropología filosófica, este insólito caso de maldad y perversión ejercía una presencia ineludible y perturbadora

Más bien el comportamiento lúcido y correcto de Fritzl posibilitó el escuchar las confesiones más horripilantes y pormenorizadas. Una infancia de hijo único maltratado por su padre y víctima de una madre que, además de golpearlo hasta derribarlo y ensangrentarlo, se dirigía a él con insultos como “Satán” o “inútil”. Llegado a la adultez, hizo un depravado ajuste de cuentas encerrándola en el piso superior de su vivienda, con unas ventanas tapiadas que impedían que escapara el más desesperado grito de auxilio.

Seguí los hechos con el interés al que me obligaban mis clases de antropología filosófica, para las cuales este insólito caso de maldad y perversión proyectaba una sombra pesada e ineludible. Abundan los tratados metafísicos que adjudican al “hombre” las excelsitudes que lo convierten, como decían los humanistas italianos de fines del siglo XV, en la criatura más admirable del universo.

Desde el individuo mediocre hasta el sátrapa, el santo y el suicida, toda versión de lo humano ilustra los esplendores y las miserias entre las que oscila nuestra condición

Desde entonces entiendo que, por el contrario, el conocimiento de todos los extremos hacia los que a menudo se acerca nuestra especie estira a cabalidad esa amplitud vertiginosa y surcada de contrastes que es nuestra naturaleza. Desde el individuo mediocre hasta el sátrapa, el santo y el suicida, toda versión de lo humano ilustra los esplendores y las miserias entre las que oscila nuestra impredecible condición. Y no siempre es fácil separar el peso de las influencias -favorables u opresivas- de esa energía a veces débil a veces vigorosa que llamamos libertad. 

Esa cualidad que Ortega y Gasset describía como un titubeo y que las teorías de algunos neurocientíficos así como las expectativas de los utopistas de las tecnologías tienden a reducir a finos componentes químicos o a simples secuencias de algoritmos, pero que, ante la falta de una contraprueba concluyente, sigue siendo el fundamento del modo cómo afrontamos nuestros rumbos sopesando alternativas y tomando decisiones, así como el fundamento del entero edificio de la justicia, en el entendido de que, como insinuó Kant, la ley presupone el hecho de que el humano no es la marioneta de ningún determinismo terrestre o celestial.

Joseph Fritzl.

El caso es que si Fritzl fue condenado a cadena perpetua, así como a un tratamiento psiquiátrico forzado, no fue porque era efectivamente un monstruo, sino porque tenía la misma humanidad que poseían sus víctimas así como los jueces que dictaron sentencia contra él.

Y este es el punto más inquietante de su caso, como el de otros tantos personajes casi innombrables en la memoria de los pueblos. Un Hitler, un Stalin, un Jack el Destripador o un Ratko Mladic.

Tildarlos de “monstruos”, más allá de la comprensión que merezca la ira y el dolor, encierra una trampa: la de excluirlos de la humanidad y, por ello, exonerarlos de la posibilidad de ser juzgados a ellos y a todos los criminales y genocidas que aún deba sufrir el futuro de nuestra afligida especie. Nadie lleva a los tribunales a la tormenta que inundó una casa, a la plaga de langostas que arrasó una cosecha ni al cocodrilo que amputó la pierna de un turista. Solos los humanos tenemos el privilegio o la desgracia de tener que responder por nuestros actos, y esto es lo que incluso nos defiende y hace viables como sociedad.

Llamar “demonio” o “bestia” a Abimael Guzmán es el acto por el que intentamos ponerlo a una distancia considerable del humano decente que creemos ser

Lo que, por cierto, tienen que aprender nuestros hijos y estudiantes, a los que un trato melifluo y sobreprotector puede infligir el daño a la larga más nefasto y deshumanizante.

Entre nosotros, llamar “demonio”, “animal” o “bestia” a Abimael Guzmán, precario intelectual pero ardoroso dirigente de la facción terrorista más cruenta y retorcida, es el gesto por el que intentamos alejarlo de nosotros y ponerlo a una distancia considerable del humano común y decente que creemos ser.

Con el resultado adverso de que, al hacerlo, no solo lo volvemos ajeno a los mecanismos de la ley, sino que además perdemos la oportunidad de entender qué es lo que su historia puede enseñarnos sobre futuros actos execrables y canallas como los que el fundador del Partido Comunista Sendero Luminoso cometió con una intencionalidad macabra manifiesta en varias de sus alocuciones. Como aquella que pronunció tras alguna de las matanzas más feroces perpetradas por sus secuaces contra campesinos inocentes -entre ellos niños, ancianos y mujeres embarazadas- diciendo que aquellas muertes eran la “cuota de sangre” que exigía la instauración de la sociedad imposible que sus delirios prometían.

Adolf Eichmann.

Pienso que sujetos como Joseph Fritzl o el autodenominado Presidente Gonzalo son exactamente lo opuesto a ese otro ejemplo de maldad, que Hannah Arendt denominó “banalidad del mal” y que creyó ver en Adolf Eichmann, el nazi llevado a juicio en los años 60 y que alegó haberse estrictamente ceñido a sus obligaciones de subordinado en los campos de concentración. El oficial que, como decía Arendt, era capaz de regalar por la mañana unas flores a una judía cautiva y por la tarde ordenar su ejecución con pasmosa frialdad, porque se trataba de un operario que había expresamente abdicado de su capacidad de análisis y reflexión, reducido al estatus de una pieza más dentro de la maquinaria del Estado.

Eichmann es, en ese sentido, ese “perfecto idiota cumplidor de sus deberes” del que hablaba el escritor suizo Robert Walser en su mirada crítica al mundo burocrático que había extendido el hielo de su funcionamiento sobre la Europa de inicios del siglo XX. Pero, ante todo, Eichmann es también culpable de haber pretendido arrancar de sí el irrenunciable cimiento de toda culpabilidad. Culpable de haber querido rehuir su propia humanidad.

Eichmann fue sobre todo culpable de haber pretendido arrancar de sí el irrenunciable cimiento de toda culpabilidad

Sin embargo, hay que decir que la conveniencia de no negar y más bien restituir su humanidad a cualquiera de estos despiadados violadores o asesinos, genera una inevitable consecuencia que nos sacude fuertemente. Y esto, a la postre, es la cuestión más urgente y crucial en juego.

Si Abimael Guzmán fue culpable lo fue porque poseía la cualidad más específica de nuestra condición: la de ser capaz de realizar decisiones y poder responder por ellas. Entonces, si era humano, lo era como yo, y al serlo me mostraba lo que, con una seguridad más cuestionable de lo que desearía aceptar, suelo negar enfáticamente: que soy de una índole que incluye también la capacidad para lo más vil y abominable. Que un Joseph Fritzl o un Abimael Guzmán es una posibilidad constante en cualquier miembro pasado o futuro de nuestra progenie.


En mi opinión, hay una gran hipocresía en insistir en llamarlo “demonio” o “bestia” porque, del mismo modo que, como dice Roy Porter, nos apresuramos en llamar “loco” o “enfermo” a aquel que solo es diferente a fin de preservar la fantasía de creernos íntegros y a salvo del mal, tranquilizar nuestra conciencia con la dureza de esos vocablos es olvidar que la misma conducta que repudiamos puede encontrarse reproducida, en igual o menor escala, aun en la ideología contraria y hasta en el corazón de los mismos cuyos labios profieren esa clase de adjetivos.

Que el delito, el pecado y la malevolencia son una tentación, un curso latente en el alma de las personas más ordinarias y cercanas. Mejor dicho, en cada uno de nosotros, como recuerda el Raskolnikov de Crimen y castigo de Dostoievski. Tratar a Guzmán como “fenómeno” o como “un grano” en la piel de nuestra intachable integridad es replicar el lenguaje con que él llamaba a sus enemigos: “malas hierbas del campos”, “gusanos”, etc.

Tratar a Guzmán como “fenómeno” o como “un grano” en la piel de nuestra integridad es replicar el lenguaje con que él llamaba a sus enemigos: “malas hierbas del campos”, “gusanos”

El mal humano no es el rayo que, desde lo alto, dispara contra nosotros la conjunción de los astros. El mal tiene siempre un retrato, una historia, entre los hilos de cuya materialidad figuran las más diversas variables colectivas y biográficas, que son las que justamente tenemos que cuidar en adelante con la mayor sabiduría.

El cuidado de toda vida humana que crece poco a poco y del conjunto de la convivencia es la lección más seria que impone el deceso de Abimael Guzmán, de modo que pierde tiempo un país que se conforma con la sola calificación visceral de lo que lo indigna y atemoriza. Porque, humanos como somos, la fuente del espanto no va a morir con la desaparición definitiva de sus cenizas, sino que debe ser secada a tiempo y luego una y otra vez en el largo itinerario corriente de cada uno de nuestros semejantes. 

 

Comentarios

  1. Excelente análisis desapasionada y distante
    de un momento crucial en la historia del Perú. Gracias por ello.

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    1. Gracias, Michel, qué honor tu lectura. Sin duda, es difícil no tener alguna pasión, de mayor o menor grado en una cuestión como esta. El asunto es que las cosas se cambian con ideas y no con unas emociones que, por lo demás, son absolutamente legítimas aunque a la vez condicionantes.

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