Crónica de una vacunatón en Chiclayo (Parte 2) / Víctor H. Palacios Cruz
Segunda
parte de un relato del horror y la esperanza, que bien podría subtitularse “el
bien administrado por el mal”.
Si se prolonga por buen tiempo, una
cola se convierte en un perfecto laboratorio del comportamiento humano en el
que se puede observar toda una gama de actitudes, personalidades y
transformaciones. Pero es también el lento e inobjetable retrato de una
colectividad, puesta a prueba por una duración capaz de erosionar la punta del acontecimiento
para dejar solo la línea plana de la situación. Esa conciencia de lo ilimitado
que oprime a cualquier temperamento con una presión que supera a la de unas
cadenas o la de un calabozo, puesto que cada individuo se halla en el lugar
que ocupa con la misma cantidad de libertad que de impotencia.
27 horas y media soportadas de pie,
sin pausas de sueño, desde el amanecer frío y húmedo de un día hasta el del día
siguiente, y con un agudo calor de verano en medio, cada rayo de sol certero como un cuchillo.
Y todo con el objetivo de conseguir que mi brazo izquierdo llegue a ser
perforado por la aguja de una segunda dosis de vacuna con la que resistir el
posible nuevo asalto de un virus embozado en nuevas variantes, como esos cambios
de rostro que frecuentan los más redomados malhechores.
Cada cual ocupa su lugar en la cola con la misma cantidad de libertad que de impotencia
Todos los que nos conocimos durante
esas horas que nadie en su mayor pesimismo había imaginado, coincidimos en la
satisfactoria experiencia de la anterior cola de nuestras primeras dosis, cada
cual en distintos puntos de la ciudad, con una espera de dos horas o poco más
en que experimentamos la fluidez y la eficiencia de la organización.
Igualmente teníamos amigos o parientes en otras ciudades que habían acudido a otras vacunatones –jornadas prolongadas de vacunación de 30 horas aproximadamente– de las que daban los testimonios más alentadores que nos hacían creer que tendríamos un día moderadamente largo y con toda razón festivo. Por lo demás, cuidar el propio cuerpo es cuidar el mundo que cada uno es: cada cual una historia; un nudo de proyectos, carreras y batallas; y también una madeja de afectos y de lazos personales. De alguna manera cada cual protege a toda una tribu por medio de unos cuantos mililitros de antídoto en su sangre.
Cada cual protege a toda una tribu por medio de unos cuantos mililitros de antídoto en su sangre
Así, dispuestos a la paciencia que
hiciera falta ante la demora eventual de, bueno está bien, dos o tres horas,
que no es mucho dada la gravedad de una pandemia despiadada y
global, muchos nos presentamos a las cinco de la mañana de un sábado 28 de
agosto, mientras otros aguardaban incluso desde 24 horas antes, premunidos de
sillas de plástico, gorros, frazadas y comidas.
Con mi ánimo sociable y parlanchín, al
instante entablé camaradería con quien seguía detrás de mí en la cola, un
ingeniero de sistemas y profesor universitario como yo. Quien, sin embargo, llegaba
después de recorrer todo el largo de la cola que, según dijo impresionado,
tenía una extensión de más de dos kilómetros a partir de la puerta principal del
local escolar adonde habíamos sido convocados y que, dicho sea de paso, tenía
el tamaño de una verdadera ciudadela.
La cola, explicaba mi amigo ingeniero,
recorría el perímetro del colegio trazando una “ele” de ida y vuelta en cuyo
extremo nos encontrábamos, casi a la altura del comienzo. En segundos, nuevos
concurrentes bajaron de taxis y mototaxis y fueron alargando la cola hasta
doblar la esquina detrás de nosotros, a una cuadra de distancia. Llegaron
rumores de que toda esta gente llegaba hasta una importante avenida ya muy lejos
de aquí.
Por la cantidad de personas que él había
visto, calculaba que estaríamos vacunados al mediodía, lo que refuté educadamente diciendo que, según mis cándidas
estimaciones, en realidad a las diez de la
mañana deberíamos estar los dos de vuelta en nuestras casas.
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
Los vendedores ambulantes merodeaban a todo un gentío cada vez más vulnerable a sus ofertas
Un mal presagio que no quise reconocer
fue el ver llegar a enfermeras y vacunas media hora después de las siete en que
debió haberse iniciado la jornada.
Bajo el brazo, tenía conmigo el mismo
libro de mi primera dosis, Ciudadanos sin
república del buen politólogo peruano Alberto Vergara. Pero antes de pensar
en abrirlo, ya conversaba con mi amigo ingeniero cruzando opiniones sobre la
falta de civismo de nuestros compatriotas y su reflejo en la desdichada vida
política del país. Nos distrajeron unos gritos que venían de la puerta
principal, casi frente a nuestra posición. Mi amigo aguzó la mirada y creyó ver
que unos protestaban contra otros por haber consentido que se cuelen terceros recién
llegados. Sospechosamente no había ningún policía ni empleado de la Gerencia
Regional de Salud –responsable de la vacunación– que custodiara la justicia de la
cola.
Un hecho infame me hizo renegar de este país que tantos ya no sabemos bien si odiamos con amor o amamos con rencor
Delante de mí, un hombre enorme, gordo
y desaseado, tiraba al suelo el primer envoltorio de golosinas de todos los que
arrojó impunemente hasta el día siguiente. En algún momento le pedí que se
pusiera la mascarilla que colgaba bajo su mentón, media hora después de haber tragado
un sánguche que compró a algunos de los vendedores ambulantes que merodeaban
a todo un gentío cada vez más vulnerable a sus ofertas. “¡Mascarillas y
rociadores de alcohol!” “¡Lapiceros para llenar los formularios! ¡Micas para
guardar el carné de la vacuna!” “¡Rosquitas, cachitos y pan de leña!” “¡Agua,
gaseosas y empanadas!” “¡Cámbiate a Entel, mejores tarifas y más conexión!”
“¡Maní, chifles y alfajores!” “¡Carcasas y protectores para celular!”
“¡Gelatinas, tortas y mazamorras!” “¡Chifa delivery durante las 24 horas del
día!” “¡Café caliente y aguadito!”
Mi amigo ingeniero lamentaba con mayor
tolerancia que yo los malos hábitos del señor Tirapapeles, como empecé a llamar
aquel hombre cuya vecindad empezaba a enervarme.
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
Cuando ya no había duda de que la
vacunación había empezado al fin, nuestras conversaciones cobraron un nuevo brío,
y nos enfrascamos en debates fraternos con la despreocupación que inducía el
ver que la cola se movía con un ritmo sostenido y un desplazamiento de varios
metros cada vez. A lo lejos miraba un semáforo del cual nos separaba un tercio
de camino, a la izquierda de cuya esquina, insistió mi amigo ingeniero, la cola se
perdía con una longitud comparable a la que apenas estábamos atravesando. Se me
hizo un nudo en la garganta.
Cuando ya le dábamos menos agua al animalito pequeño e indefenso de nuestra esperanza, la cola se detuvo a lo largo de una hora
En la chicharronería frente a la cual
nos encontrábamos, intenté pedir permiso para utilizar un baño que se me había
vuelto inaplazable. Volví sin la fortuna que poco después tuve cuando vimos que
una puerta lateral del colegio estaba abierta para permitir a quien lo
necesitara el uso de los urinarios de un pabellón aledaño. Aliviado, probé a
consultar por celular a mi cafetería preferida de Chiclayo si podía hacer un
pedido de galletas artesanales y café para tener un desayuno más decente que la
solitaria taza de avena con que me había calentado la panza antes de salir de
mi casa. Me dijeron que sí, pagué usando una aplicación de celular, y ya solo era
cuestión de esperar la llamada del motorizado que traería mi pedido. ¡Macanudo!
El delivery llegó una cuadra y media
hora después. Reservé una de las galletas para mi amigo ingeniero que, sin
embargo, declinó agradecidamente. En la bolsa de plástico que me había
obsequiado una chica a quien acababa de comprar unas bonitas mascarillas para
mi hijito mayor, metí todos los descartables de mi consumo que creí suficiente
para resistir las pocas horas que me separaban de mi inyectable de Sinopharm.
Qué horrible y aletargado engendro del universo podía tener detrás de su cuerpo una cola inacabable como esta
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
Entre tanto, el señor Tirapapeles hizo
con la mano un grosero gesto de rechazo a una vendedora de dulces que le
dijo que no tenía lo que le había pedido. Mi amigo ingeniero y yo
pasamos a charlar sobre lo decisivo que era el cobijo familiar para imprimir en
los chicos las virtudes que hacen falta para cambiar una sociedad difícil como la nuestra. Pero entonces, nuestras ideas quedaron repentinamente ilustradas por un hecho infame
que me hizo renegar de este país que tantos ya no sabemos bien si odiamos con
amor o si amamos con rencor.
Una inmigrante venezolana, de un andar
aquejado por un visible problema de cadera y que se las arreglaba para vender
caramelos suplicando ayuda alrededor, escuchó llorar a su bebé, casi de la edad
de mi Patricio, al que en el acto sacó de su cochecito para amamantar de pie
bajo el candente sol del mediodía. A cierta distancia de ella comprobé con
rabia que ninguno de todos los peruanos que formaban cola a su lado, y tenían un
banquito de plástico, le cedía uno que le permitiera sentarse y alimentar a
su niño con un poquito siquiera de comodidad. Me recrimino ahora el no haber dejado mi
lugar para ir a reprocharles a todos su flagrante inhumanidad.
Me vengué diciendo a mi amigo
ingeniero, reanudando una de nuestras charlas, que yo no era capaz de cantar
aquel vals criollo que dice “tengo el orgullo de ser peruano y soy feliz”,
viendo esta clase de cosas a las que añadí otros ejemplos que mi acompañante, desde luego, no
podía contradecir.
El puntito rojo de un nuevo semáforo a lo lejos ponía delante de mis ojos la altura aplastante y difusa de un Huascarán o un Everest
Pasado el mediodía logramos pasar el
semáforo. Una hazaña. Pero giré hacia la izquierda y se me cayó el alma al asfalto
al ver que nuestra muchedumbre se perdía casi en el horizonte donde el puntito
rojo de un nuevo semáforo a lo lejos ponía delante de mis ojos la altura aplastante y
difusa de un Huascarán o un Everest. No sé qué animal, qué horrible y aletargado engendro
del universo podía tener detrás de su cuerpo una cola inmóvil e inacabable
como esta.
Poco después vimos a dos policías
disolver un altercado producido por el intento de algunos por ocupar sitios que
no les correspondía con la ayuda de cómplices dentro de la cola. A todo esto, unas
horas antes otros policías habían expulsado a traficantes de turnos, esos agentes
clandestinos que acechan las dependencias públicas más concurridas de la
ciudad. Mientras tanto, el señor Tirapapeles lanzaba sobre la vereda un
voluminoso escupitajo y volvía a dejar su mascarilla fuera de sitio durante un largo
rato en que me resigné a ya no decirle nada en adelante y nunca más.
Qué práctica deportiva podía competir con el desgaste psicosomático de este implacable ejercicio de la quietud
Entre tanto, el progreso de la cola
había perdido ritmo sin dejar de avanzar cada tanto. Para entonces, era ya
evidente que no podría almorzar en casa ni siquiera unas horas después de lo habitual.
Al ver la hora en el celular, apareció una notificación de batería baja, lo que
conté a mi esposa con angustia. Para reservar algo para algún momento de
urgencia, decidí no volver a ver el celular hasta haber llegado al semáforo del
otro extremo, lejanísimo, donde la cola se curvaba para repetir, de vuelta, el
mismo camino a lo largo de la frontera del colegio.
Y cuando ya le dábamos cada vez
menos agua al animalito pequeño e indefenso de nuestra esperanza, la cola se detuvo a lo
largo de una hora. Avanzó unos pasos, nada más. Finalmente fueron cuatro
horas de una envenenada lentitud en que apenas habíamos andado unos cinco
metros a lo sumo. Distinguí al frente un letrero de alquiler de un baño en una
casa donde una familia se ganaba unos soles con el desastre colectivo.
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
Imaginé a mi esposa atareada con
nuestros dos pequeños, ayudada al menos por mis suegros que nos acompañaban generosamente,
y yo casi incomunicado por un celular a punto de apagarse y que no tuve la prudencia
de traer cargado al cien por cien creyendo, maldita ingenuidad, que volvería
esa misma mañana, y ahora ya hacíamos cálculos donde, de nuevo, qué testaruda
mi ilusión, creía que al menos podría volver para la hora de la cena.
Minutos antes de las cinco de la tarde,
mi amigo ingeniero reaparecía tras un rato de ausencia –durante el cual yo había
cuidado su turno– provisto de una bolsa con plátanos que su esposa le había
traído, al parecer con algo de almuerzo también. “Tome dos, por favor”.
“Muchísimas gracias, qué amable, cuánto te lo agradezco. Con uno es suficiente,
gracias de nuevo”. Un solo plátano porque, claro, seguía pensando que al
anochecer a lo sumo ya estaría tomando el taxi de regreso.
Por medio de una aberrante abstracción, la organización había instalado a lo largo de dos calles a miles de seres mágicamente despojados de sus cuerpos
En mi haber tenía travesías a pie a lo
largo de la costa del Pacífico en el sur del Perú, por la plácida sierra
piurana, entre una ciudad y otra de la hermosa Cajamarca, por las laderas y
cimas de los Pirineos franco-españoles. Mis piernas habían afrontado algunas
horas ininterrumpidas de eufóricos partidos de fulbito. Pero nada me había costado
tanto como esta caminata que, sobre una distancia tan desesperantemente corta, ya era la más
extensa que jamás había realizado. Qué práctica deportiva de riesgo podía
competir con el desgaste psicosomático de este implacable ejercicio de la
quietud, mirando cómo el desierto de la
incertidumbre se extendía alrededor. “Siquiera haciendo deporte o caminando, la sangre circula por
todo el cuerpo”, dije. “Sí, amigo, y creo que así, parados, con todo el peso que
aguantan los pies, es como empiezan las várices”, respondió mi amigo ingeniero.
¡En cuántas cosas intenté pensar, y cuántas
canciones sonaron en mi cabeza a esa hora en que ni siquiera tenía ganas de
abrir el libro que había traído conmigo (con lápiz y post its transparentes de colores para marcar los fragmentos más provechosos
de la lectura)! Pero todo lo elevado o dulce con que la memoria me consolaba lo atragantaban los plásticos, papeles y desechos de alimentos amontonados a la
vera de dos calles enteras sin una sola papelera y ni un solo árbol que diera sombra,
en una vacunatón realizada sin logística alguna que contemplara, siquiera por piedad,
las contingencias propias de una población sometida a una permanencia de más de
doce o veinticuatro horas. Sin ningún recolector de residuos ni baños químicos
ni un servicio de primeros auxilios. Con escasos policías que reaparecían de
tanto en tanto solo para pedirnos que no nos alejáramos de nuestro sitio.
Todo lo elevado o dulce con que la memoria me consolaba lo estrangulaban los plásticos, papeles y desechos de alimentos amontonados
Era la más estridente bofetada que la
realidad podía infligir a una planificación que, por medio de una aberrante abstracción,
había instalado a lo largo de dos calles a miles de seres humanos mágicamente
despojados de sus cuerpos, de sus fatigas y de sus procesos naturales. Desasidos
de su mundo, de los otros seres a los que cuidan, que los extrañan y esperan
con urgencia. Entresacados de sus negocios y sus prisas cotidianas.
El señor Tirapapeles preguntó a un
heladero si tenía un helado de un sol y, como no hay nada ahora que pueda
pagarse con una sola moneda, repitió el gesto de rechazo brusco y destemplado.
A todo esto, se había apartado más de una vez de la cola y mi amigo ingeniero
y yo imaginamos que buscaba un baño, una comida o un rato de fresco en la
vereda de enfrente. Pero jamás decía “por favor, cuídeme el sitio que ya vuelvo”,
ni mucho menos “muchas gracias, ya volví”. El señor Tirapapeles no era capaz de
hablar con nadie y creo que ni siquiera consigo mismo.
En medio de tanta persistente
multitud, su conducta adquirió entonces los rasgos de una soledad que empezó
a conmoverme. (CONTINUARÁ)
Tardanzas y poca organización en Chiclayo. ¡Qué sorpresa! Esta era ya una «Crónica de una desorganización anunciada», que, sorprendentemente —y como mencionó en la primera parte— no hubo cuando se colocaron la primeras dosis. ¡Gran historia, profesor!
ResponderBorrarMe temo que en la siguiente y última entrega de este relato, el horro aumentará. Se brindan muchas explicaciones y análisis sesudos sobre la deficiencia de las instituciones en el país, a todo nivel, pero los testimonios a pie de calle, los impactos recibidos de esta ineptitud en nuestras propias carnes tienen también su papel en este intento de conciencia de nuestro fracaso como sociedad, solo desde la cual será posible construir un giro, un cambio. Por desgracia, ahora mismo, donde estoy no veo en esta otra "cola" -a la espera de este cambio- dónde acaba y cuánto nos queda por alcanzar un punto de quiebre, un momento de verdadera esperanza nacional.
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