Crónica de una vacunatón en Chiclayo (Parte 1) / Víctor H. Palacios Cruz
![]() |
Tres muchachos, pintura de B. E. Murillo. |
La experiencia de la cola de una vacunación masiva en la ciudad donde vivo, gracias a la cual he obtenido por fin la segunda dosis de mi vacuna contra el Covid-19, me ha dejado honestamente perturbado y exhausto. Sobre todo ha hundido dentro de mí sabores amargos y sensaciones sombrías sobre la realidad de mi país y la humanidad de mis semejantes. Inicio una crónica en cuya primera parte evoco una cola extensa y distinta que se remonta a mi infancia y cuyo recuerdo, por el contrario, explica esa terca fe en el prójimo que algunos han visto como ingenuidad y que ahora, cuando siento que tiembla, me niego a abandonar. Irracionalmente quizá.
Como solemos llamarla, una “cola” es
una serie de turnos que forma en hilera la poca o mucha gente que acude a un
mismo punto con el propósito de obtener un bien o evitar un mal, y que se ordena
según el momento de su arribo. Ignoro cuándo se inventó, pero sin duda el primer
día en que fue practicada los miembros de nuestra contradictoria especie
dejaron de disputarse el alimento o el agua por medio de puños, piedras o palos,
y hubo siquiera un poco de justicia en la desesperada huida –en tren, barco
o camión– de los desdichados a los que ahuyenta tan de vez en cuando la persecución,
la guerra, un cataclismo natural o cualquier otra calamidad.
Después de las interminables colas de
los años de miseria bajo el gobierno de García Pérez en el Perú de los años 80,
no había visto ni vivido algo comparable. La cola más larga que había conocido antes
en mi vida en realidad no la sufrí. Fue más bien un recuerdo divertido y orgulloso en mi transición de la niñez a la adolescencia.
El primer día en que la cola fue practicada, los miembros de nuestra especie dejaron de disputarse el alimento o el agua por medio de puños, piedras o palos
Corría el año 1983 y mi ciudad, Piura,
era asolada por un Fenómeno del Niño de lluvias copiosas,
incesantes y devastadoras. La destrucción de las vías terrestres había interrumpido
los suministros más elementales y desatado una sucesión de carestías que, a su
vez, trazó por todas partes columnas humanas de una extensión inverosímil delante
de una tienda o un almacén donde se expendía un milagroso kilo de azúcar o un preciado litro de combustible.
Mi papá madrugó un día para conseguir
un turno para comprar, cuando llegara el transporte que lo traería, una
galonera de kerosene, que era lo único con que podíamos cocinar aquel verano.
Regresó a casa con el ticket número “3” que yo me encargaría en adelante de guardar
y atesorar. Sabíamos adónde llegaría el próximo cargamento de este derivado del
petróleo, pero no cuándo: si el primer día o si en dos semanas como finalmente
sucedió, y no precisamente al mismo lugar.
Fuimos una comunidad que salía al amanecer con el entusiasmo de quien ya no espera una meta, sino que pone toda su meta en la misma espera
Caminaba temprano unas ocho cuadras para
ocupar mi lugar con mi depósito de plástico y mi papelito doblado que temblaba en mi bolsillo
como el fajo de billetes del primer sueldo de un empleado que no termina de llegar nunca a su casa. Al tercer o cuarto día de la espera, todos los que formábamos la
cola –mezcla de niños, jóvenes y adultos– ya nos habíamos tratado y
conversábamos, reíamos, y terminamos por crear una especie de sociedad primero respetuosa
y rectilínea, y después totalmente irregular. Juegos de cartas, rondas de chistes e intercambios de revistas formaban círculos dispersos como
garabatos sobre el renglón sin desvíos de nuestros recipientes alineados
como soldados de hierro y sin relevo. Los números de nuestros tickets desvaídos
por el sudor de las manos de un verano cuya ferocidad se volvía inocua para una
pequeña comunidad que salía al amanecer con el entusiasmo
Alguna mañana llevé conmigo, para leerla allí, pero sobre todo para ostentarla, la bonita edición de la Eneida de Virgilio, que mi mamá me había comprado poco antes, por una petición mía inspirada en la portada donde se batían a duelo dos esbeltos romanos que se parecían muchísimo a los guerreros de las películas que había visto en la televisión. Evidentemente a ninguno de mis vecinos le interesó lo mínimo mi libro culto y bonito. Sin embargo, en lugar de encogerme en mi lectura, la desilusión me acercó a todos los chicos de la cola y, finalmente, me llevó a sumarme el décimo día a un caótico mini campeonato de fulbito organizado por los más grandes del grupo.
La pelota rodaba sobre nuestro paraíso polvoriento y nos volvía locos de felicidad, a un costado de nuestra cola incierta y posiblemente inútil
Jugamos sobre un pedazo de
tierra contiguo al muro de aquella esquina. Los arcos los levantaba la imaginación
entre dos ladrillos colocados a cierta distancia, y la pelota no recuerdo de
dónde surgía, pero se pateaba y rodaba sobre nuestro paraíso polvoriento y nos
volvía locos de felicidad, a un costado de nuestra cola incierta y
posiblemente inútil. Recuerdo con jactancia un gol que metí en el final
de uno de esos partidos y con el que mi equipo de solo cuatro jugadores ganó ese juego.
Pero lo que más recuerdo siempre de
aquella experiencia fue el desenlace de la cola en cuya confusión conocí una forma
de amistad que nunca he sabido describir bien, pero que fue probablemente producto
del contacto, la necesidad de amparo de un lado y la benevolencia del otro.
Uno de los grandes de la cola, al que
me había aproximado quizá por mi tendencia de único hijo varón de mi familia –por
entonces– a juntarme más con los mayores que con mis coetáneos, era un
adolescente al que apenas ahora puedo retratar como un muchacho de tez blanca, fuerte, delgado
y bueno.
Otro embarque estaba por llegar a un lugar que me sonaba tan remoto y desconocido como una dirección exacta en una calle profunda de Saigón o Nairobi
Una mañana, alguien avisó a gritos y
tarde que el camión con kerosene acababa de llegar a espaldas de nuestro lugar
de espera. Los más adultos corrieron más rápido que los pequeños, que llegamos solo
para ver una cisterna vacía y el combustible agotado e imposible para siempre, las lágrimas a punto
de estallar en nuestros ojos de niños que se sentían inconsolablemente
culpables, al mismo tiempo que alguien contaba en voz alta que otro embarque
similar estaba por llegar a otro punto a una distancia de allí, en un lugar que
me sonaba tan remoto y desconocido como si se tratara de una dirección exacta
de una calle profunda de Saigón o Nairobi.
Todos tomaron sus depósitos y desaparecieron
en un santiamén, mientras yo me quedaba inmóvil debatiéndome entre seguirlos a
riesgo de perderme o volver a casa triste y sin una gota del kerosene por el
cual mi papá había madrugado con tanto esfuerzo dos semanas atrás. De pronto, mi
mano colgada en el aire fue recogida y asida con determinación por la mano de
un muchacho mucho más alto que yo y al que, estoy seguro, no había pedido ayuda alguna. Y diciendo “vamos”
o algo parecido, mi amigo me llevó consigo, casi en el aire, atravesando calles y barrios
que nunca había visto, sorteando veredas, baches y basurales, persuadido de que
me conducía un ángel con camiseta y pantalón corto al que elevaban, en vez de dos regias alas, un par de zapatillas baratas, sucias y desgastadas.
Como cae la lluvia de las nubes o cocina el fuego una papa, creí que los actos bondadosos eran brotes infalibles de las manos y los corazones de mis congéneres
Por fortuna pude seguir su velocidad, aunque
más de una vez mis sandalias se atascaron donde fuera que mi torpeza o mi
cansancio pisaran en falso. Y finalmente pude conseguir algo de kerosene y
volví a casa contento habiendo cumplido mi heroico deber, luego de localizar una
avenida principal con la nueva ayuda de un amigo al que no volví a ver
nunca más, y al que no recuerdo haber dado siquiera las gracias.
Tardaría mucho tiempo en comprender por qué durante y después de aquella carrera detrás de él nunca llegue a preguntarme por qué se preocupaba por mí y me socorría exponiéndose a la posibilidad de rezagarse por culpa del no llegar a soltar un instante mi mano. Quizá, sin mayor dilucidación, pensé durante esos minutos aéreos y vertiginosos que esa era la normalidad del comportamiento humano. Que, así como cae la lluvia de las nubes o cocina el fuego una papa, los actos bondadosos y solidarios son brotes naturales e infalibles de los corazones de mis semejantes.
Casi cuarenta años después caigo en la cuenta de que fui afortunado, y de que aquel muchacho fue, sin la menor duda y fuera de mi familia, el ser humano más bueno que pude entonces conocer, luego nunca repetido por el resto de mi vida. Hasta la reciente cola de mi vacunación.
Las colas representan una epoca y delinian situaciones humanas profundas. Muy bueno Victor Hugo!
ResponderBorrarToda cola es un laboratorio de la conducta humana, y en nuestro caso nos delata en algunas de nuestras razones personales de esperanza, pero también, desgraciadamente, en muchas de nuestras miserias. Observando todo lo que me fue posible desde mi lugar, vi un retrato siniestro del país, y los políticos son simplemente un reflejo de ello y no necesariamente la causa.
BorrarQué recuerdos! Ya espero la segunda parte. Abrazos
ResponderBorrarojalá el tiempo permita que sea a la brevedad. Muchísimas gracias por la lectura!
BorrarMuy bueno profesor !!
ResponderBorrarmuchas gracias por leer! Saludos y ojalá puedas recomendar el blog a tus contactos. Gracias de nuevo!
BorrarHermoso relato, yo también fui parte de esas colas del kerosene y del pan con gelatina porque no había azúcar, las famosas panaderias de "Amadeo" su pan por dentro medio rosa o amarillo, según la gelatina usada y también donde "La Chunga"........ Tiempos aquellos..... Hay mucho que contar.
ResponderBorrarasí es, querida hermana. Patria son las paredes de un barrio, cantaba Rubén Blades, y cada barrio es efectivamente una sociedad a pequeña escala, un pequeño universo. Con sus historias, y también lamentablemente sus ausencias. Un abrazo!
BorrarExcelente relato Víctor Hugo. Abrazo.
ResponderBorrar