Crónica de una vacunatón en Chiclayo (3ª parte) / Víctor H. Palacios Cruz
Concluyo
un relato cuya escritura ha sido, en cierta forma, la lenta realización de un exorcismo impostergable. La esperanza solo tiene consistencia cuando se
ha mirado cara a cara al horror, lejos de cuya sombra no puede ser más que una luz de artificio, ingenua, irresponsable y banal.
* Las imágenes corresponden a
reproducciones de obras del pintor peruano Víctor Humareda (1920-1986)
Mi batería de celular murió por
completo cuando la cola empezó a moverse de nuevo, luego de casi cuatro horas
de atasco. Mi amigo ingeniero y yo dejamos de hablar, quizá para ahorrar
saliva, energía y temas.
De pronto, la cola se estancaba otra
vez y a los cuarenta minutos volvía a moverse tres metros más. Luego, nuevamente
se detuvo durante otros cuarenta minutos de inercia, y por fin otros tres
metros de avance seguidos de nuevos cuarenta minutos de otros tres o cuatro
metros…
La imposibilidad de hallar una lógica
en el movimiento azuzaba nuestra impaciencia. ¿Qué clase de plan seguía el
personal de salud? ¿Un cambio de turno de enfermeras paraba el proceso cada
tanto? ¿Se habían agotado las vacunas? Como en un puesto de guerra alejado del
centro de combate, nuestras especulaciones eran intentos inútiles de
racionalizar el sinsentido en que nos sumían las señales escasas y confusas de
los acontecimientos que ocurrían tan a la distancia. Arrestos de dignidad dentro
de la más desesperante ignorancia.
Nuestras especulaciones eran intentos inútiles de racionalizar el sinsentido en que nos sumían las señales escasas y confusas de los acontecimientos que ocurrían tan a la distancia
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
Entrecerrando los ojos vencía mi leve miopía
para capturar a lo lejos algún indicio de desplazamiento, cuerpos de espaldas a nosotros
bamboleándose al unísono. A veces me equivocaba y eran los mercachifles que avanzaban
formando una columna paralela y envidiable.
Cuando no faltaba mucho para alcanzar
la mitad exacta de toda la cola, allí donde la “ele” concluía y volvía sobre sí
misma, junto a una avenida ancha y poco transitada, los que se
encontraban frente a nosotros nos advirtieron de que justo en ese punto había
gente lista para meterse con el permiso de algunos que ocupaban su lugar más adelante.
Sin policía a la vista, decían que algunos de nosotros deberíamos adelantarnos
para vigilar que nadie lo hiciera.
Nos acomodamos junto a la protectora pared de ese inmenso colegio, como soldados que resoplan apenas acaban de saltar a la trinchera
Recién entonces supimos por qué los
escasos progresos de nuestro tramo de cola no tenían la longitud de los que
veíamos en la cola de enfrente. Justo en medio de la vacilación, un patrullero
con las luces encendidas se estacionó en esa esquina instalando una calma tensa
y polvorienta hasta que, cuando ya había oscurecido del todo, bordeamos al fin la
curva y nos acomodamos junto a la protectora pared de ese inmenso colegio,
como soldados que resoplan apenas acaban de saltar a la trinchera.
De repente, el señor Tirapapeles pronunció
una frase inaudible en el bullicio y entendí que se iba por un rato para volver
más tarde. Frente a nosotros un perro yacía inmóvil junto a la vereda, mi amigo
ingeniero intentó tocarlo para ver si estaba muerto o solo dormido. Durante
varios minutos auscultamos su cuerpo buscando un indicio de respiración. De
repente, el perro abrió el hocico y profirió un bostezo que sus patas
delanteras extendieron. Quedamos asombrados de que hubiera podido dormir a los
pies de tamaño alboroto, rodeado por las inmundicias que la gente arrojaba sin pausa
ni pudor.
Cuando la cola volvió a cobrar impulsos
sucesivos, sentí en el cuerpo la temperatura tibia del optimismo. Creí que a las
diez de la noche estaría vacunado y volvería a casa a descansar sin poder
despedirme de mi esposa y mis bebés dormidos a esa hora. “Avanzamos”,
“seguimos”, “de nuevo”, le decía cada vez a mi amigo ingeniero.
De la vacuna, a todo esto, hace mucho que no hablábamos, ocupados tan solo en atravesar cada tramo de tiempo y espacio a lo largo de una vía junto a la cual pasaron, en algún momento uno tras otro, un jeep militar, un camión de la basura y una máquina excavadora que me hicieron recordar el entusiasmo de mi Benjamín por los vehículos grandes y pesados, con algunos de cuyas versiones en juguete se divertía jugando solo o conmigo. Sentí una ternura breve y, luego, la vastedad inhóspita de la nostalgia.
Mi amigo ingeniero me permitió usar su
teléfono celular para llamar a mi esposa y contarle que posiblemente iría a
casa a medianoche, que no se preocupara por esperarme, que no haría ruido al
entrar. Y todo luego de haberle dicho durante todo el día que iría a las 3, a
las 5, a las 7, a las 8 y a las 10 de la noche, hasta que al día siguiente
recién podría decirle que ya estaba a pocos metros de mi inyección para,
finalmente, demorarnos unos crueles cuarenta minutos más.
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
Volvió trayendo consigo una bolsa de pan y un termo de café para invitarme. Solo entonces sentí mi estómago hueco como una cueva de hielo
De pronto, uff por fin, la cola dio
sus primeras zancadas después de varias horas alternando trayectos de media cuadra
o más con demoras de 20 o 40 minutos. Avanzábamos tiritando de frío, pese a que
nos protegía la frontera del colegio.
Mi amigo ingeniero y yo reanudamos
nuestras charlas sociológicas sopesando las posibles secuelas de la cuarentena
y toda la pandemia en la conducta de nuestros hijos, los suyos adolescentes y los míos
pequeñitos. Para entonces, su esposa le había traído una silla de plástico para
afrontar lo que restaba todavía.
En algún momento, recordamos que el
señor Tirapapeles seguía sin volver. Mi amigo ingeniero me pidió de nuevo que
le cuidara su turno y dejé de verlo, creo que se agazapó al frente detrás de un
arbusto, al lado de su esposa con la que conversaba mientras yo daba cada tanto
nuevos pasos con la cola arrastrando la silla de mi amigo. Media cuadra más
allá, volvió trayendo consigo una bolsa de pan y un termo de café para
invitarme. Solo entonces sentí mi estómago hueco como una cueva de hielo.
Hubo un instante en que un pozo de sueño succionó un ángulo de mi conciencia. Me tambaleé por un instante
“El café no es gran cosa, pero ojalá le
guste. El pancito es de ayer, pero debe estar todavía agradable”, decía tan
esmerado, y yo deshaciéndome con numerosos “muchísimas gracias”. Todo me
parecía bendito y delicioso. Mi amigo ingeniero me pareció salido de alguna
parábola de los Evangelios. Su modesto pan tuvo un sabor celestial
dentro de una boca que, hasta entonces, había masticado solo ideas y teorías
pretenciosas. No solo de palabras vive el hombre.
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
El señor Tirapapeles volvió de la
nada, cuando creíamos que había abandonado la cola para perderse en alguna
cantina. Pero, fiel a lo suyo, volvió a ausentarse para comprar unos panes de
dudosa higiene, cuya bolsa, como era de esperar, arrojó al suelo con la normalidad
de quien expulsa el oxígeno que acaba de tomar. Y otra vez se ausentaba y
volvía, sin pedir que le cuidemos su lugar ni agradecérnoslo por haberlo hecho
al fin y al cabo.
Las 24 horas transcurridas, desmesuradas para la duración de una cola pero ínfimas para la formación de una amistad, me inhibían de darle un abrazo
Hacia medianoche nos costaba ya construir
conversaciones con mi amigo ingeniero, nos unían únicamente frases sueltas y
trivialidades. Al rato, vi sus primeras cabezadas sentado en su silla de
plástico en algunas de las más largas esperas. Yo me acuclillaba para
concentrar fuerzas, pero me dolía todo al abandonar mi estoica posición derecha. Hubo
un instante en que un pozo de sueño succionó un ángulo de mi conciencia. Me tambaleé
por un instante y, en seguida, me froté la cara con las manos, estiré mis
piernas, giré mi cuello y por orgullo, además de obvios motivos de seguridad,
nunca más cedí a los baches de la somnolencia.
Hasta que, cerca de la una de la
mañana, la cola cogió de nuevo un ritmo que se mantendría hasta el fin al
ingresar dentro del colegio. “Avanzamos”, “seguimos”, “de nuevo”.
Habíamos traspuesto el vértice de la
“ele” de toda la cola. Mi amigo ingeniero ya no tuvo treguas en las que
reponerse sentado en su silla, que tuvo luego la generosidad de prestarme, dos
o tres momentos en que noté que ni siquiera podía sentarme con comodidad, más
bien me curvaba apoyando mis brazos sobre mis piernas sosteniendo con mis manos
mi cabeza como el trofeo que se trae de los confines del mundo, o como el fuego
que hay que preservar del viento, la niebla y los pantanos para poder seguir
viviendo y civilizar la existencia futura.
Un viento gélido mordía los huesos, embates del aire que eran como torpedos que removían lo que éramos todos a esa hora
De cualquier modo me las arreglaba para cuidar de mi amigo, para dejarlo descansar un minuto y en seguida avisarle que volvíamos a dar unos pasos. Su extenuación me conmovía, pero el distanciamiento social y las 24 horas transcurridas, desmesuradas para la duración de una cola pero ínfimas para el trazado de una amistad, me inhibían de darle un buen abrazo de aliento.
El frío arreciaba y con cada desplazamiento
rogábamos que a nuestras posiciones les tocara el muro y no las rejas del colegio
que cada tanto lo reemplazaban dejando colar un viento gélido que mordía los
huesos, embates del aire que eran como torpedos que removían lo que éramos
todos a esa hora: la vieja quilla de un barco que cruje y flota a la deriva en
lo alto de la noche lejos de tierra firme.
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
Pasadas
las dos de la mañana, una mujer de un vozarrón imposible de eludir decía a un
conocido suyo: “tal como vamos, vamos a vacunarnos como a las seis de la
mañana, y esto es. Mejor llamo a alguien que venga a guardarme la cola, y me
voy a mi casa a dormir tres horas siquiera, para luego poder ir a trabajar”.
¿Seis de la mañana? Un pensamiento añadió más peso a mis zapatos: Benjamín suele despertarse a las ocho, si me vacuno a las seis de la mañana llegaría antes de las siete, y tendría al menos una hora para dormir. La ausencia de movimiento en la cola durante nuevos cuarenta minutos barrió una vez más mi terca costumbre de hacer cálculos.
Y
volvimos a movernos. “Avanzamos”, “seguimos”, “de nuevo”. Quise medir lo
recorrido y lo que faltaba por recorrer con esa regla imaginaria e imprecisa
que la mente proyecta con la intención de darle una medida matemática a la ilusión,
y creía que pasando un árbol o una fachada de enfrente ya estaría a la mitad, y
desacertaba por completo. Pero más tarde lo habíamos logrado, clareaba la
mañana, el señor Tirapapeles se había fumado otro cigarrillo apartado de
nosotros, y se reintegraba a la cola sin decir una palabra, y entonces hice una
nueva medición y quedaba solo una cuadra, pero luego quedaban dos o tres en
realidad.
Aquella
señora que se fue a dormir a su casa había regresado a nuestra cola.
Todos debíamos tener entonces los rostros raspados por los cambios de
temperatura y el aire oxidado de las horas. Algunos envolvían sus frazadas y rugían
con largos bostezos paquidérmicos. Nuestros calzados seguían allá debajo de
nosotros, blanqueados no sé si por el polvo o por el paso del tiempo.
La cola adquiría otra vez una agilidad prometedora. Ese animal gigante que nos arrastraba consigo, cuyo cuerpo principal no alcanzábamos a ver, estaba vivo todavía
De
repente la cola adquiría otra vez una agilidad prometedora. Ese animal gigante
que nos arrastraba consigo, cuyo cuerpo principal no alcanzábamos a ver, estaba
vivo todavía.
Los corazones empezaron a licuar sangre, a hacerla girar locamente
ansiando que esa velocidad no disminuya, que en la puerta del horno no se nos
queme el pan, como diría César Vallejo.
De
pronto, vi que el señor Tirapapeles, alto y robusto, de espaldas a mí, se
inclinaba amenazante hacia atrás. Iba a aplastarme hasta que, no sé con qué
fuerzas, lo detuve con mis manos y el tipo se enderezó y giró y sin decir nada
dijo gracias o disculpe o una mezcla de ambas cosas o de nada. Solo entonces el
espectáculo de su desvanecimiento avergonzó todo lo que me había inspirado hasta entonces, y en su lugar dejó despierta la criatura dubitativa de la compasión.
Me
preguntaba de dónde podían provenir su conducta insolente con la calle, su
descortesía con el prójimo y el trato miserable que se daba a sí mismo a juzgar
por su desaliño y sus malos hábitos alimenticios. Tres formas de desprecio que,
en esencia, eran una sola, la que correspondía a una remota infancia en que no
había recibido esa bienvenida del mundo y esa fe en lo superior que son el
cariño materno y el afecto del padre.
Lo que uno es y vaya a sentir de la vida está sellado en el tono de las palabras y las manos que nos rozaron en nuestros primeros años
“El
humano es el único ser que necesita saber quién es para serlo”, escribió el
filósofo español Jacinto Choza. En buena cuenta, actuamos con los demás y con
lo que nos rodea tal como lo hacemos con nosotros mismos, y el sentido de esta
relación con uno mismo está en una gran medida decidido por el trato que se recibe cuando
uno no sabe nada de normas y deberes, sino solo si es o no es querido. Muchas
veces lo que uno es y lo que vaya a sentir en el tiempo está sellado en el tono de las
palabras y las manos que nos rozaron en nuestros primeros años de vida.
¿Será
esta también la respuesta a la pregunta por el destino obstinadamente infeliz
de nuestra República? ¿El daño infligido al país por la inmensa mayoría de sus
habitantes no es el resultado irreversible de una masiva falta de ternura en la niñez que
hace que para tantos la sociedad sea solo una agresión organizada?
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
Poco
después me animé a decirle a mi amigo ingeniero: “cuánto le agradezco su
compañía solidaria. Por si volvemos a encontrarnos, anote mi número. Yo no
puedo anotar el suyo porque tengo el celular apagado, como recordará”. Y miró
su celular, faltaba poco para las siete de la mañana. “¿Cuál es su nombre,
amigo?”. “Roberto Pérez”, contestó.
¡Y entramos al colegio 25 horas y
media después de haber empezado la cola! Y esa mezcla extraña de fatiga y alegría hacía de nosotros ciudadanos mansos y educados, que seguían con docilidad hasta la
menor instrucción del personal que salía a nuestro encuentro.
Ingresamos a un patio que servía de
antesala y formamos una nueva cola de apenas veinte personas. Me apresuré a
pedirle a mi amigo ingeniero que me prestara de nuevo su celular y con qué alborozo
llamé a mi esposa para decirle que ya estaba dentro, que me esperaban pocos
minutos, que regresaría a casa muy pronto, que ya estaba toda esta pesadilla a
punto de acabar.
Pasaron diez minutos y seguíamos fijos en el mismo lugar. Al rato, vimos a algunas enfermeras abandonar el colegio. Quedamos preocupados
Cinco de los que formaban esta cola
diminuta pasaron rápidamente a llenar un papel y desaparecieron, seguro que para
recibir su vacuna. Hurra. Y entonces con mi amigo ingeniero le dimos curso a la
que creíamos que sería nuestra última conversación, la más animada de todas,
que ya no recuerdo bien de qué trataba. Buenos días, buenos días, saludábamos a
los soldados que custodiaban el interior del colegio, que con sus fusiles al
hombro eran ángeles que velaban por la tranquilidad de todos nosotros.
“Papico, papico”, dice con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando
tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara
bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
De súbito, reparamos en que habían
transcurrido diez minutos y seguíamos fijos en el mismo lugar. Al rato, vimos a
algunas enfermeras abandonar el colegio. Quedamos preocupados. A los
minutos, vimos a otras enfermeras ingresar. Nos tranquilizamos. A los minutos
no vimos absolutamente nada. Nos volvimos a preocupar.
Esa mujer era alguien a quien atendían con una preferencia que agraviaba nuestra espera de casi 27 horas
En nuestras narices, un soldado hizo
entrar por una puerta situada más allá del acceso de la cola a una mujer de
blusa blanca y pañoleta azul. Quedamos intrigados. Apareció un directivo de
salud pidiendo disculpas por el retraso. Y empezamos a quejarnos
y a protestar.
La mujer de blusa blanca y pañoleta
azul hacía cola al final de la nuestra. Qué descaro. Pasaron otros cuarenta
minutos, ese número maldito, y yo mismo, pidiendo a mi amigo ingeniero que
cuidara mi lugar, busqué al directivo de salud desacatando las voces de los
soldados. Lo localicé, lo llamé invocando mi condición de ciudadano y mis
derechos. Me dio explicaciones nada creíbles sobre el cambio de turno y la cuidadosa manipulación
de las vacunas. Le dije que estábamos en nuestro derecho de avisar a los medios
de comunicación a través de las redes sociales sobre esta
demora inaceptable.
Y volví a la cola pidiendo a todos que
grabaran lo que pasaba y lo reportaran a través de sus celulares. La falta de
batería del mío fue mi mordaza más inesperada, mi amistad con algunos
periodistas habría sido decisiva en ese momento. Pero entonces mi amigo
ingeniero dijo que con su teléfono podía grabar un video para hacer una
denuncia, le dije que contara conmigo para declarar. Apuntó la cámara hacia mí,
hablé con energía y claridad, giró la cámara para hacer un paneo. Terminó de
grabar y, rayos, me contó que no podía subir el video por una dificultad de su
dispositivo que no terminé de entender bien.
Debilitados e inofensivos, tomamos asiento delante del personal administrativo como autómatas que obedecían el último registro
Personal de salud caminó derechamente
a la señora de blusa blanca y pañoleta azul para tomar sus datos, lo que
confirmaba nuestra sospecha de que se trataba de alguien a quien atendían con
una preferencia que agraviaba nuestra espera de casi 27 horas. Nuevas voces
de ira aumentaron el clima de crispación. Me enfurecí y caminé
con pasos largos hacia ese punto y delante de esa señora le dije a quien le
tomaba sus datos que era soberanamente injusto que ella ocupara ese lugar.
Todo era en balde. Nuestra inconcebible
espera no tenía ya importancia alguna y nuestros reclamos eran incapaces de avergonzar a aquellos a quienes los dirigíamos. Volví a mi lugar
enrojecido de indignación, solitario y derrotado. Una mujer se aproximó a mí
discretamente y me dijo en voz baja que, por si acaso, directivos y soldados
comentaban que yo era el más revoltoso de todos los que estábamos allí, y que
tuviera cuidado.
Con orgullo y convencido de la
justicia de mis actos miré fijamente, con firmeza desafiante, a cada par de
ojos militares que me dirigían la vista a su paso a unos metros de mi sitio. Sin
duda, en un régimen dictatorial ya habría sido retirado de la cola, arrestado y
retenido; luego incomunicado, interrogado, enclaustrado y finalmente torturado.
“Papico, papico”, dice con la voz más dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por decir “papel higiénico” cuando tiene un poquito de moco en la nariz. Qué sonrisa más dulce tiene la cara bonita de Patricio, mi segundo bebé de cinco meses.
Las fuerzas que nos quedaban se habían
consumido en ese incendio de rabia delante de la ineptitud y la corrupción. Debilitados e inofensivos, tomamos asiento delante del personal
administrativo como autómatas que obedecían el último registro indispensable
antes de proceder a la vacunación en sí misma.
Allí fue donde perdí de vista a mi
amigo ingeniero. Luego, pasé al área de vacunación donde un funcionario nos
distribuía según se tratara de primera o segunda dosis, de la vacuna Pfizer o
la Sinopharm. “Segunda dosis de Sinopharm”, dije y contestó con un acento
categórico que no existía orden para este caso. Repliqué que no era posible,
que la información oficial indicaba lo contrario y empecé a buscar en mi
celular el flyer de la propia
Gerencia Regional de Salud donde se indicaba inobjetablemente que yo estaba en
lo cierto. Apareció otra enfermera que parecía tener alguna autoridad, recurrí
a ella y me dijo en voz baja que no me preocupara y me señaló la última mesa
delante de la cual debía sentarme a esperar mi turno.
Con el tiempo, el abuso y la humillación se empequeñecerán hasta tomar el tamaño ridículo e invisible de lo que se olvida
Cuando buscaba mi lugar al otro
extremo del patio, apareció recién vacunada la señora de blusa blanca y
pañoleta azul, que interceptó mi paso y vociferó exaltada: “¡cállate la boca!
¡¿Sabes quién soy yo?!” y sacó como si fuera un arma un trozo de cartulina impresa
que rehuí mirar, y seguí mi rumbo diciendo: “no tengo por qué saber quién es
usted, señora. Permiso”.
Y, después de solo un turno delante de
mí, fui al fin vacunado. Esa incisión de la aguja sobre un poro de mi piel era
un suceso microscópico en el conjunto de mi brazo, de mi cuerpo, de la cola que
habíamos hecho hasta llegar allí, en el conjunto de una sociedad infame capaz
de administrar con maldad hasta lo mejor de sí. Pese a todo, ese
puntito –luego inencontrable en la epidermis– será con el tiempo el gran
acontecimiento, el de mi salud y la de mi familia, el bien del país delante de
todo lo cual el abuso y la humillación se empequeñecerán hasta tomar el tamaño ridículo
e invisible de lo que se olvida para siempre.
Me senté durante unos minutos junto a
otros compañeros de cola en una zona destinada a los recién vacunados bajo
observación. Me reencontré con mi amigo ingeniero, pero antes de sentarme a su
lado corrí a buscar el baño que necesitaba desde hacía unas horas.
Hay cosas que se deben hacer no por lo que se vaya a obtener de ellas, sino por las razones que tenemos para hacerlas
Pasado un tiempo prudencial, mi amigo
ingeniero y yo partimos juntos buscando la salida. Afuera la cola era tan
inconmensurable como cuando llegamos ayer antes del amanecer, y sentimos la compasión
que despertaba el saber lo que aguardaba a todos los que repetirían, paso a
paso, centímetro a centímetro, un calvario que, además de agotarnos
físicamente, nos había vejado de una manera profunda e irreparable.
Pero antes de despedirnos del todo, un último resto de rebeldía nos animó a hablarles a todos los que veíamos para decirles que cuidaran de que nadie se cuele y de que nadie sea ingresado con privilegios como nos había ocurrido a nosotros. Que vigilaran y protestaran como lo habíamos hecho nosotros. Sabíamos que nada había valido la pena, pero ellos debían hacerlo igual. Ahora como nunca sé que hay cosas que se deben hacer no por lo que se vaya a obtener de ellas, sino por las razones que tenemos para hacerlas.
“No deje de escribirme, por favor”, le
dije a mi amigo ingeniero. Y cada uno tomó un rumbo diferente.
Estaba tan exánime y carente de mí
mismo que no tuve más opción que callar. Encontré otro taxi, del que no
recuerdo nada, porque cerré los ojos, crucé cinco avenidas y bajé, abrí una
puerta principal, subí unas escaleras, entré en el departamento donde vivía, vi
a mi esposa y a mis bebés, y fui a lavarme las manos y la cara antes de abrazarlos a
todos. Volví para abrazarlos y sonreí con una sonrisa que en lugar de esbozarse más bien se desmayaba, y vi en la compasión de mi esposa mi cara
hundida por las ojeras, quemada por el sol, por el frío y por la intemperie de la
humillación y la amargura. “Ay, amorcito, cómo estás. Mírate en el espejo, mi
vida”.
Entonces vi a mis dos bebés:
“Papico, papico”, dijo con la voz más
dulce Benjamín, mi hijo de dos años y meses, por llamar al “papel higiénico” que
me pedía para quitarle un poquito de moco de la nariz. Y qué sonrisa más dulce
vi poco después en la cara bonita de Patricio, mi segundo bebé de apenas cinco meses, tan adorable en su cuna.
«(...) hay cosas que se deben hacer no por lo que se vaya a obtener de ellas, sino por las razones que tenemos para hacerlas».
ResponderBorrar¿A quién no le ha pasado? La «vara», esa, digamos, «acción» tan injusta que despoja a muchos de cosas que por esfuerzo propio, o por las circunstancias, se merecen.
Y es que, quizás, cuando la cultura del «más vivo» o la de la «vara» desaparezcan podremos por fin ver esa socidad verdaderamente democrática con la que muchos soñamos.
¡Gran historia, profesor!
En ese sentido, el cambio pasa por la voluntad personal y no solo por el sistema. La sociedad es una abstracción relativa, porque en los hechos solo existen decisiones individuales que se entrecruzan, que coinciden y se refuerzan, que choquen y se anulan, que se apartan y no logran nada. Gracias de nuevo por tu lectura y las contribuciones a este blog a través de tus valiosos comentarios.
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