Este tiempo de pandemia, ¿ha sido un tiempo totalmente perdido para la educación? / Por: Víctor H. Palacios Cruz


 

A los seis años mis padres decidieron

interrumpir mi educación

y me enviaron a la escuela.

George Bernard Shaw.

 

Pocas veces el arte de la entrevista es una suerte de extensión de la conciencia de un buen espectador como en el caso de “Nada está dicho”, el programa televisivo que conduce el periodista Jaime Chincha. El solo título sugiere una acuciosidad propia del compromiso con la verdad que no se conforma con las primeras respuestas de los invitados, ni traiciona con la condescendencia o el interés particular el deber de acercarse a la integridad de los hechos, con un sentido crítico insobornable y tenaz.

Sucede que en los últimos días Chincha ha entrevistado a personalidades vinculadas con la educación a quienes ha inquirido, muy oportunamente desde luego, sobre los efectos de la pandemia aún en curso en la marcha de la educación peruana y, en concreto, sobre la necesidad y las posibilidades de un retorno a la actividad presencial por parte de la enseñanza pública y privada, especialmente en el nivel escolar.

La acuciosidad y la inquietud de J. Chincha son propias de un compromiso con la verdad que no se conforma con las primeras respuestas de los invitados

El ex ministro de Educación Jaime Saavedra, ahora funcionario del Banco Mundial, el renombrado especialista León Trahtemberg y el actual ministro de Educación del gobierno del Presidente Pedro Castillo (por cierto, uno de los pocos incuestionados miembros de su primer gabinete ministerial) el profesor Juan Cadillo, se han sometido a las consultas lúcidas y rigurosas de Jaime Chincha.

Precisamente durante su conversación con Cadillo, Chincha llegó a decir, con una indignación justificada, que el último año ha sido “un tiempo perdido” para la educación de nuestros niños, como consecuencia también de la escasa importancia que desde antes de la pandemia nuestros gobiernos han concedido a una de las tareas más delicadas y decisivas de toda sociedad. En contraste, más aún, con una enorme mayoría de países que en el mundo ya han permitido un regreso cuando menos parcial a la presencialidad.


En su programa, Jaime Saavedra admitió que casi no existen investigaciones suficientes que hayan medido el impacto que ha tenido la educación restringida al medio virtual en el aprendizaje de niños y jóvenes, si bien se presume fundadamente que la reducción del logro educativo debe haber alcanzado un elevado porcentaje. Pero fue en la charla con León Trahtemberg en que se mencionaron expresamente algunas de las razones que explican este preocupante menoscabo.

Como Trahtemberg dio a entender, la falta de actividad presencial en los colegios y el confinamiento de la vida escolar al entorno doméstico –con la desigualdad tecnológica que afronta toda nuestra población y las dificultades propias de introducir el plan curricular en un espacio comprensiblemente inapropiado– suponen la privación de condiciones que son determinantes para la obtención de aprendizajes en áreas cruciales como la cognición y la socialización. “¿Cómo te sentirías en una vida de pareja o una relación con tus hijos que transcurriera únicamente a través de una pantalla electrónica?”, preguntó Trahtemberg al propio Jaime Chincha.

S. Hustvedt: "somos seres inherentemente sociales y nuestro cerebro y cuerpo crecen a través de los demás"

Diría, al respecto, que sin dejar de estar agradecidos por las ventajas del medio digital sin las cuales no solo la educación sino la entera economía se habría derretido irremisiblemente, y tal como me han confesado muchos de mis mejores estudiantes de universidad por el rectángulo de mi computadora, la mejor enseñanza no presencial –con la imaginación más ingeniosa, la voz más cautivante y la mayor pericia tecnológica– es incapaz de reproducir la riqueza de acontecimientos que suscita el encuentro en el interior de un escenario concebido específicamente para el desarrollo de una clase, con su inherente teatralidad, su emotividad interactiva y, sobre todo, esa proximidad física que es la vía más efectiva para producir confianza y persuasión.

Los avances de la neurociencia en las últimas décadas no han hecho más que confirmar la irreemplazable cualidad de la relación cara-cara en la comunicación educativa. Dice la ensayista norteamericana Siri Hustvedt: “el cerebro no es un órgano estático”, más bien posee “una enorme plasticidad” y “se moldea mucho después de nuestro nacimiento a través de las interacciones con los demás”.

Siri Hustvedt.

Incluso, agrega Hustvedt, hoy sabemos que los intercambios visuales entre madre y bebé facilitan “el desarrollo cerebral del neonato”. Entre las personas, concluye, “se da una reciprocidad que nunca podría desarrollarse en un estado de aislamiento. Lo que se transforma en yo lleva incorporado un . Somos seres inherentemente sociales y nuestro cerebro y cuerpo crecen a través de los demás”.

Todo lo cual permite deducir el déficit formativo que derivaría del hecho de que niños y adolescentes se hallan limitado a tratar con profesores y compañeros únicamente a través de sus dispositivos electrónicos. Más aún en el caso de los más pequeños que no han llegado siquiera a pisar el soñado suelo de una escuela. Es más, sospecho que la pandemia y la interposición digital deben haber provocado una serie de secuelas silenciosas que solo podremos apreciar en toda su magnitud a lo largo de los próximos años.

Diversos aspectos de la individualidad humana solo alzan el vuelo y se afianzan en el intercambio con otras presencias cercanas, libres y distintas

Pienso, por ejemplo, en la torpeza, la inseguridad o la rigidez que podrían experimentar nuestros hijos cuando vuelvan a los patios y las aulas de sus colegios y claustros universitarios, debilitando seriamente la desenvoltura y el estado de ánimo que favorecen la magia del aprendizaje.

A la mala hemos caído en la cuenta de que los chicos no iban a la escuela solo para recibir contenidos, sino también para madurar diversos aspectos de la impredecible individualidad humana que solo alzan el vuelo y se afianzan en el intercambio con otras presencias cercanas, libres y distintas. De ahí la entendible alarma de Jaime Chincha: “un tiempo perdido en la educación de nuestros hijos”, más aún si consideramos, como me hacía ver mi esposa, que para las personas más olvidadas de este injusto país la única fuente de saber y la autoridad más preciada de su comunidad eran esos maestros y maestras que venían de tan lejos con una vocación a prueba de adversidades, maltratos y desmotivaciones.


Sin embargo, me temo que, de nuevo, la complejidad de las cosas hace que la realidad sea tercamente esquiva a los juicios más certeros y tajantes. Chincha menciona en una de estas entrevistas que, según una encuesta, el 79 por ciento de los padres de familia anhela la pronta vuelta a la presencialidad escolar, pero estoy seguro de que esta fiable estadística no agota el testimonio de quienes tenemos hijos y, además, somos a la vez profesores de colegio o de universidad.

En concreto, ¿ha sido realmente un “tiempo perdido” para la educación de nuestros niños? Personalmente, creo que hay otros ángulos desde los cuales asoman aspectos no precisamente negativos de la misma cuestión. Sin duda, el “todo depende” es ineludible en este pasaje del camino.

Muchos chicos se han visto perjudicados al llevar su vida académica en un lugar –la casa– respecto del cual la escuela les concedía una saludable distancia física y mental

En efecto, todos los docentes sabemos que hay una porción no pequeña de alumnos que en este año y medio de pandemia han ahondado la desconexión mental con la enseñanza que lamentablemente ya tenían con anterioridad, en tanto que otros se han visto severamente perjudicados al llevar su vida académica retenidos en un lugar –sus hogares– respecto del cual la escuela les concedía una saludable distancia física y mental; o afectados por los terribles dramas familiares causados por el COVID-19; o atrapados e indefensos ante el poder hipnótico de los infinitos pozos de agua fresca que la conectividad de Internet esconde bajo el extenso desierto de la rutina casera de un adolescente.

Sin embargo, si este tiempo de no presencialidad escolar ha sido un tiempo de máxima presencialidad familiar; un tiempo que ha permitido salvar otras vidas salvando las de nuestros hijos; un tiempo de humildes pero significativas conquistas cotidianas; un tiempo en que el propio carácter se ha curtido y afiatado; un tiempo en que hemos aprendido a agradecer el don del puro presente; y hasta un tiempo en que hemos incorporado habilidades digitales que, sin el desafío de este coronavirus, no habríamos tenido nunca prisa alguna por adquirir. En suma, si el tiempo de todo este largo “aprendo en casa” ha tenido otros frutos que no son los que la sociedad se había acostumbrado a reconocer e incentivar, podríamos decir que no se ha tratado de ninguna manera de un “tiempo absolutamente perdido”.


Sería apasionante escuchar la réplica aguda y pertinente de mi admirado Jaime Chincha, pero en sus palabras he reconocido un inconfundible prejuicio que no le pertenece a él sino a toda nuestra época, y según el cual es preciso que todo sea medido con cifras, y hasta en el juego, la cultura y el amor debemos esperar que los progresos sean sumativos y debidamente rubricados. Dentro de los rieles de un funcionamiento global que exige la mayor productividad posible en el consumo, el trabajo, el deporte y la educación, y en el que hemos condenado a las más jóvenes generaciones a odiarse unos a otros con tal de alcanzar el éxito profesional, por medio de ese gigantesco laboratorio de Pavlov que es nuestro sistema de calificaciones, premios y certificados.

En las cosas materiales y los hechos mecánicos el desarrollo puede ser descrito como una línea que va en una sola dirección. Pero en lo que concierne a los humanos, el incremento de la personalidad también sucede por medio del recogimiento, la pausa y el desvío. 

Quizá para nada nos ha venido mejor esta pandemia, aun con sus desgracias y cada trozo de corazón arrancado por las fauces de la muerte, que para tener más “tiempo” que dedicar a nuestro tiempo. Más tiempo para respirar profundamente, para mirar hacia afuera y hacia dentro, para escuchar los susurros del alma que antes nuestros ajetreos censuraban, para leer, escribir y jugar; para descubrir pasadizos secretos en nuestro yo gracias a esa poderosa excavadora del interior que es toda soledad. Accesos que nos han conducido a los numerosos rostros a los que debemos la vida, la memoria, lo que somos, todos nuestros recursos y todas nuestras esperanzas.

Colegio y universidad son solo un capítulo en una educación que ocurre de manera permanente en todas partes todo el tiempo 

Si hemos hecho posible que nuestros hijos aprendan a afrontar la incertidumbre y el miedo, si hemos logrado –como confiesa una amiga y colega desde Piura– que ellos reaprendan a dar una vuelta a la cuadra de la mano de papá, ¿ha sido realmente “un tiempo perdido” por completo para aquellos a los que tanto amamos y de cuyo itinerario más oculto y decisivo nos había apartado el régimen escolar al que antaño los entregábamos con una tranquilidad que ahora encontramos hasta cierto punto irresponsable?

Volvamos paulatinamente, y con los recaudos más exquisitos, a las clases presenciales y a las irremplazables horas de los salones, pasillos y cafeterías, pero que la inapreciable lección que la pandemia nos ha forzado a tomar gratuita y a menudo dolorosamente nos recuerde que el colegio y la universidad son solo un capítulo, aunque esencial e indispensable, en una educación que en realidad, como dicen los viejos pedagogos, ocurre de manera permanente en todas partes todo el rato y, en primer lugar para bien o para mal, en todas las casas, tan a nuestro lado además.

El periodista Jaime Chincha Ravines.


 

 

Comentarios

  1. Entre todas las cosas que podría comentar, profesor, está el hecho de que admiro la gran paciencia que tiene Jaime con sus entrevistados, sobre todo cuando son políticos.

    Dentro de mi experiencia puedo decir que la pandemia ha sido un duro golpe en cuanto a la percepción de mi carrera y me ha permitido valorar el año en que pude, digamos, «disfrutar», de las clases presenciales. A veces me pregunto el cómo hacía para levantarme a las 5:30, ducharme, preparar mi desayuno e ir a la universidad. Me preocupa el no poder retomar ese tipo de hábitos, que ahora parecen tan distantes. La monotonía del «despierto, computadora, desayuno, computadora, almuerzo, computadora, cena, computadora, dormir» ha sido muy desgastante y agobiante, al en que habían veces en las que simplemente quería apagar la computadora y esconderme en la guitarra, o leyendo líbros de tópicos tan distantes de mi carrera carrera —como lo podrían ser la biología, historia o política—.

    ¿He aprendido lo mismo? Sí. ¿Con la misma «calidad»? No. Dudo que yo esté en condiciones de estar de acuerdo o no con la consigna «un tiempo perdido», pues es todavía, creo, muy pronto como para llegar a una conclusión así de fuerte. Podría decir que para mí sí fue, por lo menos, un tiempo de reflexión.

    Por otro lado, muchos profesores han hecho un esfuerzo enorme para seguir pasando la antorcha del conocimiento —aunque sea en pixeles— con todas las limitaciones que la educación virtual acarrea, tratando de evitar que esto sea «un tiempo perdido». Creo que como alumnos deberíamos estar agradecidos por ello, ya que aunque contramos con toda la información en internet o los libros, la guía de un buen maestro será irremplazable. Desde ya se lo digo también: gracias, profesor.

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    1. Primerísimamente, Mario, muchísimas gracias por tu fantástico comentario, que es ya un artículo breve y enjundioso por sí solo. Eres uno de los lectores más lúcidos y esperados en mi blog, no lo dudes. En seguida, te cuento algunas impresiones a propósito de tus apuntes y testimonios

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  2. Querido Mario, coincido con tu percepción del trabajo de Jaime Chincha. Creo que su consigna y su ética profesional es esta: mencionar hechos y evitar calificaciones. Los hechos son contundentes. Lo aprendió en los tiempos iniciales de Canal N durante la decadencia de la dictadura fujimorista, en que descubrió, como ha contado a Raúl Tola en una reciente entrevista, que no hacía falta opinar para mostrar la degradación y la perversión de aquel régimen, y más bien bastaba totalmente con contar las cosas que sucedían.

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  3. De otro lado, has dicho lo que justamente yo ahora igualmente siento en la perspectiva de un retorno siquiera parcial a la presencialidad el próximo año: cómo retomaré aquella rutina físicamente al parecer más exigente. Y en tus palabras encuentro una gran verdad humana y psicológica en particular: las actividades cognitivas desprovistas de vivencia emocional, de cercanía física y de movimiento corporal, son inesperadamente más agotadoras. La armonía del ser que somos exige no tanto el balance, sino la conjunción de todas las dimensiones de nuestra naturaleza, para decirlo más simplemente, una participación permanente de lo sensitivo, lo material, lo pasional, lo espiritual y lo afectivo, El aprendizaje es un fenómeno sumamente complejo y que ahora, con ocasión de la pandemia y la virtualidad invasiva, estamos volviendo a aprender.

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  4. Como he contado aquí en el blog, por ejemplo en esta entrada https://lalluviayelcafe.blogspot.com/2020/05/las-clases-virtuales-como-un-contar.html, el dar clases a través de la pantalla nos ha exigido a los profesores ahondar en nuestra vocación para tocar lo esencial y volver a la superficie desde esa hondura misteriosa. Por eso, he escrito más de una vez que en tiempos no presenciales, la voz nos ha salvado, más que las imágenes. Y modular la voz, poner en ella toda la energía y toda la emotividad se volvió decisivo para transmitir con mayor poder persuasivo lo más complejo, lo más elevado y lo más intelectual. Un abrazo de nuevo, Mario, y seguimos dialogando!

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