¿Por qué los padres no pueden ser amigos de sus hijos? / Víctor H. Palacios Cruz
A menudo voces nobles a nuestro alrededor pronuncian metáforas tan
bonitas como peligrosas. Por ejemplo, al decir de una institución pública o particular
que es “una familia”. Quizá con ello quiera aludirse al óptimo grado de unión y
convivencia que se vive en cualquiera de estos grupos. Sin embargo, la familia es un
tipo de sociedad absolutamente diferente de cualquier entorno laboral o político,
que es siempre el de una comunidad de iguales. En la familia hay una jerarquía necesaria
y natural que, por supuesto, no está reñida con la importancia que se conceda a la conversación y a la palabra de los hijos. Por la misma razón, decir que los
padres deben ser amigos de sus hijos es incurrir en una confusión de rasgos y
responsabilidades que, con una excusa aparentemente amorosa, podría acabar privando
a nuestros niños de un soporte que la más grande amistad jamás podría
reemplazar. Comparto con los lectores unas reflexiones al respecto.
* Todas las imágenes de esta entrada pertenecen a la película El ladrón de bicicletas (De Sica, 1948).
A lo largo del tiempo una persona puede
no tener el aprecio de la sociedad, la lealtad de un amigo o un amor de
pareja bien correspondido, pero lo que no debería no tener nunca es el amor más
decisivo e indispensable de todos: el amor de los padres. Todo lo restante puede
enriquecerla o perfeccionarla, pero el cariño cotidiano y manifiesto de quienes
le dieron la vida en medio de la vida encierra un don con el que ningún otro
bien o placer se puede comparar.
A propósito, hay un malentendido en la
idea de que los padres ejercen una autoridad desde cierta altura, cuando más
bien el amor de ellos hacia sus hijos actúa desde abajo hacia
arriba afirmándolos con la fuerza de un cimiento.
Sobre la solidez del amor de los padres los hijos se mantienen de pie, corren y avanzan resueltamente hacia lo lejos
Esa primera versión del cosmos que los
padres crean en torno a los primeros pasos de un niño y, en especial, la persistencia
de sus gestos afectuosos –al margen de que llueva y truene, esté sano o enfermo
el hijo, se porte bien o mal y aun al margen de que reconozca y agradezca lo
recibido–, tiene para el niño, como dice Constantino Carvallo, la claridad de
lo “incondicional”, la tierra firme que en adelante nada podrá remover ni
agrietar. Sobre la consistencia de este subsuelo los hijos se mantienen de pie
y luego corren y avanzan resueltamente hacia lo lejos.
La extensión de un universo que gira sin
cesar es siempre abrumadora para la criatura frágil e inexperta que es un ser
humano en sus comienzos. Mi hijo de dos años y dos meses me acompaña muchas
veces al salir y camina con una desenvoltura y cierta intrepidez que sinceramente
me maravillan. Solo me pide la mano cuando tiene delante algún obstáculo. Sin
embargo, en sus madrugadas más difíciles, se despierta varias veces seguidas y
en todas dice “papá” y sabe que, aun tropezando, somnoliento o contrariado, acudiré para abrazarlo y pasearlo hasta su siguiente imprevisible sueño.
Con lo cual, la sensación de
independencia que mi bebé pueda tener necesita, pese a todo, de las barandas de
hierro que son para él la flacura de mis extremidades y la pulsación de mi
pecho que es el latido de su propio cuerpo.
La constancia del amor paterno
imprime en el alma la certeza de que uno siempre va a estar bien y tiene a qué aferrarse cualquiera que
sea la suerte de sus pasos. Dice el escritor
colombiano Héctor Abad Feciolince: “cuando me doy cuenta de lo
limitado que es mi talento para escribir, recuerdo la confianza que mi papá
tenía en mí. Entonces levanto los hombros y sigo adelante”.
Por ello mismo, la pérdida de un padre
supone para todo hijo bien amado un drástico recorte de su propio ser. Dice el
italiano Ítalo Svevo en su novela La
conciencia de Zeno: “cuando enterré a mi padre, sepulté para siempre una
parte de mí mismo”.
La constancia del amor paterno imprime en el alma la certeza de que uno siempre va a estar bien cualquiera que sea la suerte de sus pasos
El hecho de que perezca ese ser siempre alto y monumental en la mirada del niño es, según las coplas de Jorge Manrique, el
abrupto descubrimiento de “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan
callando”, pues si lo más grande y sólido sucumbe, cuánto más todo lo restante
alrededor.
Por cierto, cómo olvidar el fin del
paraíso de la infancia que vive el pequeño Bruno de la película El ladrón de biciletas, de Vittorio de
Sica (1948): testigo de un padre al que primero le roban su herramienta de
trabajo y después le engañan y niegan la justicia, hasta que finalmente cede a
la tentación de hurtar él mismo una bicicleta y se ve entonces señalado,
acusado y escarnecido por toda la gente de la calle. Un hombre caído de
su pedestal, vuelto tan de barro como cualquier desconocido, al que por último las
lágrimas de su propio hijo salvan de la cárcel. El hijo cuya mano pese a todo
vuelve a buscar y tomar la suya en un acto que consuela y estremece.
Sin embargo, mucho peor que todo ello
es tener vivo al padre y no tener su afecto. Peor aún, padecer su negación o su
rudeza. En una de sus canciones más confesionales (“Mother”, 1970), John
Lennon dice: “papito, yo siempre te necesité, pero tú nunca me necesitaste”.
Y en su Carta al padre, Kafka relata cómo cierto castigo terrible del padre
le hizo ver que, para aquel hombre gigante, “él no era absolutamente nada”. Entonces
“quedé dañado por dentro”. No extraña que Kafka se volviera con los años un hombre
de salud quebradiza y, también, desesperantemente vacilante en su vida amorosa, indeciso ante
más de una ocasión matrimonial.
John Lennon: “papito, yo siempre te necesité, pero tú nunca me necesitaste”.
Sucede que al igual que la amistad, el
amor de pareja es una relación horizontal sostenida por dos voluntades iguales
entre sí, a la que el predominio de una de estas desvirtuaría por completo. Por
algo la palabra “pareja” viene de “par”, que quiere decir “dos seres de la
misma categoría o condición”, que no pueden disolverse en un solo ser, porque
entonces dejaría de existir la relación.
En El
profeta, Gibran Kahlil Gibran da estos consejos sobre el matrimonio a
Almitra: vivan juntos, pero sin confundirse el uno en el otro: “las cuerdas de un laúd
están separadas, aunque vibren con la misma música. Da tu corazón, pero no para
que tu compañero se adueñe de él. Porque los pilares sostienen el templo pero
están separados”.
Precisamente lo que da firmeza a esos
pilares, es decir, lo que afianza una individualidad dueña de sí misma es la
aceptación y el cobijo de los padres, la carencia de todo lo cual no
puede sino causar el desarraigo y la inestabilidad, así como el debilitamiento del
centro mismo únicamente desde el cual es posible querer, tomar decisiones y
amar a otra persona.
Como observa Byung Chul-Han, la causa de
dos hechos tan distintos como la tendencia a la autolesión física y la adicción
a los selfies en los adolescentes es,
dramáticamente, una sola. En el primer caso, añade este filósofo
coreano-alemán, la herida que un chico se inflige a sí mismo le produce el aberrante
alivio de sentirse existente siquiera por la vía del dolor. Esa seguridad
subjetiva y radical que la privación del amor paterno no ha permitido enraizar en
su cabeza. Del mismo modo que la obsesión por tomarse fotografías y colgarlas
en las redes sociales es otra forma de buscar urgentes confirmaciones que
tranquilicen a un yo aquejado de la irrealidad que provoca la falta de cariño.
Lo que afianza una individualidad dueña de sí misma es la aceptación y el cobijo de los padres
Todo ello, ciertamente, prueba que las
mismas relaciones con amigos y parejas se desordenan gravemente cuando no poseemos
ese elemental amor a uno mismo que solo puede provenir de las raíces de nuestra
propia existencia.
Por eso, entiendo que cuando muchos
papás o mamás afirman que desean ser amigos de sus hijos, pronuncian expresiones
bienintencionadas que, en realidad, quieren decir cosas muy distintas como, por
ejemplo: quiero que mis hijos confíen en mí y sientan que siempre tendrán de mi
parte aliento y atención.
Porque en rigor lo que los hijos
necesitan –más aún antes de la mayoría de edad– no son amigos, cómplices y camaradas –que ya tendrán seguramente–, sino padres que les hagan sentir, con
sus miradas, palabras y caricias, que es verdad que existen y que ya nada será capaz de negarlo. Que se les ama no porque sean guapos, buenos o exitosos, sino simplemente
porque son.
Por lo demás, la amistad es un bello
fenómeno de una índole totalmente diferente. En ella el encuentro sucede al
azar, el comienzo es una libre decisión y el devenir está sujeto al trato continuo
y a la reciprocidad de las partes. Por el contrario, el amor de los padres es
anterior a toda libertad y es un vínculo natural –que brota hasta de las entrañas–
y, sobre todo, cumple funciones específicas que ni la amistad ni el noviazgo
pueden reemplazar. De hecho, todos sabemos que no es saludable buscar en
una posible pareja cualidades que la equiparen a la madre o al padre que no se
han tenido.
El amor de los padres cumple funciones específicas que ni la amistad ni el noviazgo pueden reemplazar
El amor paterno, insisto, no es un querer
entre iguales, sino una corriente que circula a cierta profundidad debajo
de los hijos, a fin de que ellos perciban en ese rumor la bienvenida y el
amparo que les da la Tierra misma. Como se sabe, la alta tasa de delincuencia
de cualquier colectividad coincide con la frecuencia de entornos de crianza disfuncionales
marcados, además, por el rechazo y la violencia.
En conclusión, la jerarquía que existe
entre padres e hijos no tiene que ver con una superioridad desde la cual desciendan
prohibiciones y castigos, sino que se trata de un impulso que instala a los
hijos sobre la superficie terrestre a la luz del sol, y les proporciona una
seguridad fundamental de la que pueden derivar ciertos límites y normas, pero
sobre todo una salud psíquica vital, el sano olvido de uno mismo y la apertura
ávida y entusiasta hacia el mundo.
Y, con ello, la capacidad y la
esperanza de que ese mismo brío, ese primoroso cuidado de la existencia, se comunique
a los hijos de los hijos y al mundo en que todos ellos hayan de vivir.
Interesante artículo, llegué aquí por un video (el hombre de Vitruvio) de Monitor Fantasma, su alumno y me quedé por el maravilloso contenido dentro de cada uno de sus publicaciones, espero poder leer todas sus publicaciones antiguas y las más recientes, éxitos maestro.
ResponderBorrarQué amable! Josué no solo fue un alumno mío en Piura, sino que fue también un gran compañero de proyectos y actividades, entre ellas, algunas literarias. Fuimos parte de un grupo muy activo y productivo allá, llamado Magenta. Además, somos amigos y tenemos muchas preocupaciones e intereses en común. De otro lado, este blog es misceláneo, es como mi repositorio de frustraciones editoriales: es decir, aquí vuelco textos literarios, artículos de opinión, observaciones de actualidad, micro-ensayos con temas de mis clases filosóficas. Precisamente, el dedicado al hombre de Vitruvio encaja dentro de esto último. Si te animas a compartir el blog con otros, te lo agradeceré muchísimo. Bienvenido, entonces!
BorrarEl mejor artículo leído hasta ahora maestro, me ha conmovido totalmente, que sería de mi sin mis padres...
ResponderBorrarmuchísimas gracias, es siempre el mejor regalo para alguien que intenta escribir saber de que la receptividad de un lector o lectora ha valido la pena. Y, sin duda, el amor de los padres es un poder extraordinario para el que también es necesario prepararse con el conocimiento, con la formación del carácter y con la pureza del corazón
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