"La cueva de los sueños olvidados", un documental de W. Herzog / Víctor H. Palacios Cruz
Aunque trillada, aún nos fascina la idea de que reunirnos
en una sala a oscuras para observar unas imágenes prolonga la misma ceremonia que,
en un tiempo remoto, realizaban unos seres curvados y peludos que, al calor de
una hoguera en el interior de una húmeda caverna, escuchaban los relatos de un
anciano o las invocaciones de un chamán.
Una mañana la curiosidad adelantó a uno de ellos y la
audacia a una de sus manos para, al fin, vencer el miedo que siente todo animal
ante el espectáculo magnífico y aterrador del fuego. Una vez capturado y
angustiosamente preservado con antorchas y hogueras, el humano empezó a delimitar sus espacios y, a salvo de los colmillos de la intemperie, obtuvo la calma que
propició el arte y la palabra, al tiempo que emprendía la cocción de vegetales
y carne de caza, el modelado de arcilla y metal, y el no menos irreversible modelado
de su cuerpo y de su alma.
Blandiendo una tea, nuestra especie usurpó las cuevas de los osos y alumbró con orgullo la vasta cueva de la noche
Como enseña La guerra
del fuego (1981), la notable película de Jean Jacques Annaud, antes de semejante
proeza dormíamos sueños sin sueños malamente acomodados sobre ramas de árboles sacudidas
por las garras de hambrientas fieras al acecho. Blandiendo una tea, nuestra
especie penetró en la espesura de los bosques, hizo retroceder a sus
depredadores, usurpó las cuevas de los osos y alumbró con orgullo la vasta
cueva de la noche.
El documental de Wener Herzog La cueva de los sueños olvidados (2010) es un homenaje a esta fabulosa
aventura evocada por el insólito arte rupestre en las entrañas de una muralla rocosa
al sur de Francia, grabado durante una serie de visitas restringidas con una
cámara que, a lo largo de una angosta pasarela, avanza, gira, tiembla y calla. Jean
Clottes, profesor de prehistoria allí presente, dice de pronto: “silencio, por
favor. No se muevan. Vamos a oír el silencio de la cueva. Tal vez incluso nuestros
propios latidos”.
La cueva de Chauvet Pont d’Arc, en el departamento de Ardèche,
posee en sus cuatrocientos metros de profundidad, aparte de fósiles de especies
extintas, la huella del pie de un niño junto al de un lobo y restos de carbón
natural, una abrumadora cantidad de pinturas de 32 mil años de antigüedad, en
un inusual estado de conservación explicado por el derrumbe de un risco que, hace
milenios, selló su acceso dejando apenas un resquicio por donde, seguramente,
afloró al exterior la leve corriente de aire que atrajo a Jean-Marie Chauvet y
sus compañeros, una mañana de diciembre de 1994, a su impresionante
descubrimiento.
Para un cineasta como Herzog, que pasó su infancia en una
granja alejada de toda ciudad y conoció la existencia del cine recién a los
once años, debió suponer un íntimo estremecimiento el adentrarse en esta caverna,
atravesar templos de preciosas estalagmitas y estalactitas y, finalmente,
alcanzar la visión de unas pinturas paleolíticas que, a falta de paredes lisas,
utilizaron el curvo relieve de las superficies para dar a sus tumultuosas formas
un dinamismo que las volvía amenazantes, aun para un intruso de nuestra era.
Pinturas paleolíticas que, a falta de paredes lisas, utilizaron el curvo relieve de las superficies para dar a sus tumultuosas formas un dinamismo que las volvía amenazantes
Figuras de animales que parecen abrevar sobre una fuente de
agua real, cabezas de caballos una sobre otra, cuerpos de leones superpuestos y
hasta bisontes de ocho patas y un rinoceronte con numerosos cuernos sugiriendo movimiento
en una suerte de protocine. “Nuestras luces avanzan errantes y tememos estar
perturbando a estos hombres del paleolítico ocupados en sus trabajos. Sentimos
que nos están observando”, dice la trémula voz del director, en su
inconfundible inglés germánico.
A lo largo de su copiosa obra de ficción y no ficción,
Herzog ha trazado perfiles de antihéroes que, al borde de geografías indómitas,
empresas quiméricas, estados caóticos y cualquier
clase de imposible, han entreabierto con sus locuras y obsesiones los pliegues más
insospechados de una humanidad de nuevo enigmática e inabarcada.
El alemán es igualmente famoso por haber pretendido la
veracidad de sus rodajes hasta el punto de ordenar el efectivo traslado de un
barco cuesta arriba en plena jungla amazónica en Fitzcarraldo (1982) y dirigir actores sumidos en un estado de
hipnosis en Corazón de cristal
(1976). Los científicos que estudian un remoto volcán, a los que entrevista en Into the inferno (2016), confiesan haber
temido que les pidiera nada menos que descender al ardiente cráter.
Sin embargo, aunque haya filmado sobre las heladas planicies
de la Antártida (Encuentros en el fin del
mundo, 2008), sobre las calurosas playas del Caribe (Cobra Verde, 1988), entre nubes de mosquitos de un verano en Alaska
(Grizzly Man, 2005), en el crudo invierno
de la taiga siberiana (Happy people,
2011) o en las intrincadas selvas del Perú (Aguirre,
la cólera de Dios, 1972), a Herzog le han interesado, más que los escenarios
majestuosos de la naturaleza, los paisajes más extremos del increíble corazón humano.
Ha viajado a los cinco continentes para vérselas con exploradores enfrentados a
la desolación, con un aventurero de origen miserable que acaba sucesivamente
como esclavista y rebelde, con un desertor de la sociedad que se siente llamado
a salvar a unos osos que acaban por devorarlo, con un solitario trampero que se
aleja de su familia para vivir largos períodos de sobrevivencia en actos de coraje sin
testigos, o con un codicioso buscador de oro que rompe la cuerda que lo ataba a
toda civilización.
Habitamos una ínfima porción en el tiempo y el espacio, pero el humano es por sí solo una infinitud para sí mismo
Herzog merodea los misterios de Chauvet alternando las
miradas de distintos expertos. Geólogos, paleontólogos, historiadores del arte,
un arqueólogo que fue malabarista en un circo y un distinguido perfumista, que
intentan, con sus hipótesis, sus mediciones, sus pantallas y sus recreaciones
de armas y flautas prehistóricas, siquiera rozar la mente de aquellos antepasados,
la reconstrucción de cuya mirada es también, sin duda, un propósito irrealizable.
Nada de lo cual es por fortuna una pésima noticia. La cueva de los sueños olvidados nos recuerda que habitamos la
ínfima porción de una enormidad de tiempo y de espacio, pero también que el
humano es por sí solo una infinitud para sí mismo.
En la mitología griega, Prometeo robó el fuego de los
dioses para concederlo a los mortales. El despiadado castigo que le impuso Zeus
no detuvo la posterior aparición de la técnica en el alba de la humanidad. En
Chauvet, como en Lascaux, Altamira –o en las cuevas de Toquepala en Perú–, el
primitivo que realizó las finas ilustraciones de los cuadrúpedos que antes lo
habían aterrorizado parecía aspirar a cierta posesión de lo existente gracias al
rito de la representación. El haber profanado oscuridades que le estaban
vedadas, merced al fuego recién conquistado, le dio la certeza de haber
franqueado una frontera y de habitar un universo paralelo.
J. Campbell: el útero de la madre, en que no hay noche ni día, fue para todos los pueblos un símbolo de la eternidad
Joseph Campbell cree que el útero de la madre,
en que no hay noche ni día, ha sido para todos los pueblos un símbolo de la
eternidad,
el paraíso al que se teme volver una vez adquirida la incipiente
individualidad. Según Juhani Pallasmaa, ya que “nuestra experiencia sensorial
del mundo se origina en la sensación interior de la boca”, la cavidad bucal es
“el origen más arcaico del espacio arquitectónico”.
Sea como sea, ningún panel en toda la cueva más subyugante
que aquel donde, según los estudios, el mismo artista de todo Chauvet ha plasmado
su propia mano quizá en un intento de dejar algo parecido a una firma, o quizá
solo como consecuencia de un inconjurable hechizo. No extraña que el propio
Herzog cierre su documental con el primer plano del espléndido negativo de la mano
de aquel artista desconocido.
Werner Herzog durante la grabación de su documental. |
Poco antes del final, Jean Clottes cuestiona la confiada
denominación de homo sapiens con que solemos
catalogar a nuestra especie. En lugar de seres que realmente “saben”, dice, somos
más bien homo spiritualis. El joven
arqueólogo Julien Monney recuerda la anécdota de un etnógrafo que, con la ayuda
de un aborigen australiano, dio con unas hermosas pinturas rupestres. “Al ver
su deterioro, el nativo se entristeció. Al rato volvió y se puso a reteñir unas
líneas. Allí tienen la tradición de retocar las pinturas. El occidental
preguntó «¿por qué estás pintando?». Aquel hombre contestó: «yo no estoy
pintando; es la mano del espíritu la que está pintando»”.
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