N’Golo Kanté: el hombre que corre, corre, sonríe y desaparece / Víctor H. Palacios Cruz


 

“¡Pero cuántos Kanté hay en la cancha!”, exclamaba atónito el narrador deportivo de una cadena internacional. “Nos va bien –decía el directivo de su ex equipo, el Leicester de Inglaterra– porque en el mediocampo juegan Drinkwater por el centro, a la izquierda Kanté y a la derecha también Kanté. Diego Latorre, ex jugador y actual comentarista de fútbol, dice: “Kanté tiene el raro don de saber estar. Es increíblemente intuitivo, y por eso pareciera estar en todas partes”.

Reconocido varias veces como el mejor jugador de toda una temporada en el fútbol inglés, el mejor de muchos partidos importantes y el mejor de cada uno de los clubes donde ha militado. Un hombre capaz de completar más de doce kilómetros durante un solo partido, sin que ningún metro haya estado de más y sin que ningún segundo haya carecido de su absoluta entrega.

Kanté es protagonista de las situaciones más anti-protagonistas de un deporte tan televisado y universal

Sus pasos cortos adquieren la velocidad de una gacela. Corre desde el arco de su equipo hasta el del contrario y vuelve a empezar, y corre desde el primer segundo del partido hasta el silbato final. Campeón de la liga más difícil del planeta, la inglesa, por dos años consecutivos y con dos clubes distintos (el Leicester City y el Chelsea F.C.); campeón en dos de los torneos de clubes más prestigiosos del mundo, la Europa League y la Champions League de ese continente. Campeón también en el torneo de selecciones más importante, el Mundial FIFA de 2018.

Y sin embargo, protagonista de las situaciones más anti-protagonistas de un deporte tan televisado y universal: incapaz de tomarse una foto con la copa del mundo obtenida con Francia, acabada la final contra Croacia en el torneo de Rusia hace unos años. Uno de sus compañeros tuvo que animarlo a tomar el preciado trofeo en sus manos y posar para los fotógrafos, siquiera durante unos cuantos segundos.


Al final de un decisivo partido de la reciente Champions League, donde su papel había sido de nuevo determinante, Thomas Tuchel, entrenador de su club el Chelsea F.C., saluda a todos sus jugadores, pero se detiene con Kanté palmeándolo y cubriéndolo de felicitaciones cariñosas por su gigantesca aportación, mientras Kanté parece querer evitarlo con una sonrisa y un gesto de manos agradecido y conmovedoramente discreto, como si se tratara del utilero al que alguien hubiera venido a decir que ha sido el artífice de la victoria.

Obtenida esta misma Liga de Campeones, en la final contra el Manchester City hace unos días, un periodista le pide unas palabras tras ser nombrado el mejor jugador del partido, y Kanté responde, tímido y avergonzado, con otra de esas sonrisas con que encubre su prisa por desaparecer, utilizando tres o cuatro veces la misma palabra: “juntos”, para aludir a la trayectoria, a los tropiezos y a los triunfos del club.

Nacido en 1991, hijo de inmigrantes provenientes de Mali (África), un deportista de apenas 1.68 m. de alto, N’Golo Kanté es miembro de una familia de ocho hermanos.

Tras ganar la Champions League, Kanté habla ante la prensa usando tres o cuatro veces la misma palabra: “juntos”

Creció en un barrio periférico de París y ayudó a su casa desde niño recolectando basura por los suburbios de esa inmensa capital. Perdió a su padre a los once años, tras lo cual aumentó sus horas de trabajo, a la vez que probaba suerte en algunos equipos de fútbol, donde destacaba con la misma rapidez con que observadores de clubes más reconocidos lo desestimaban por su baja estatura.

Hasta que al fin en 2013 lo fichó un club de segunda división en Francia, el Caen, de donde fue llevado por los dirigentes del Leicester City para jugar en un fútbol de primera división inglesa, la Premier League. Entonces, su notoriedad mundial fue instantánea. Pulmón y motor de una escuadra que acababa de ascender y que logró una de las hazañas más notables, el campeonato de 2015-2016 en que prevaleció sobre los equipos más poderosos de la liga. Al año siguiente fue fichado por el Chelsea F. C., donde sigue jugando y con el que volvió a lograr el mismo campeonato de liga así como otros torneos internacionales.


Los resúmenes televisivos son, sin duda, la peor forma de entender la realidad integral y colectiva de un deporte como el fútbol. En ellos solo se ven los incidentes más llamativos del juego que casi siempre tienen que ver con la finalización de las jugadas y, sobre todo, la realización de los goles, omitiendo los numerosos pasajes menos vistosos pero en rigor más cruciales para la marcha del partido. En todos los cuales Kanté es justamente el futbolista más influyente, a la vez que el más inadvertido. Quitando a tiempo o in extremis el balón a un atacante, conduciendo la pelota box to box, es decir desde el área propia hasta la rival, lanzando pases o asistencias de gol, y todo con un esplendor físico inexpugnable, y sin incurrir nunca en faltas o maniobras ilícitas.

Su buen hacer limpio y noble me recuerda a ese fino artista de la creación de juego que ha sido hasta hace poco Andrés Iniesta, pero también al paraguayo Carlos Gamarra, que como defensor central tiene el extraño privilegio de no haber cometido ni un solo foul en todos los partidos de los mundiales de 1998 y 2002 que disputó con su selección. El desempeño de Kanté es una prueba de que en el oficio de marcar al contrario no es verdad que sea necesario recurrir a la rudeza y a las malas artes. Kanté es tan honesto e inocente que jamás se le ha visto protestar una sanción arbitral o involucrarse en alguna pelea. Un chico crecido en la calle que parece haber mantenido incorruptible su corazón, al punto que es del todo incapaz de perpetrar los engaños y simulaciones que otros compañeros de su profesión creen justificables para obtener su propósito.

Los resúmenes televisivos son la peor forma de entender la realidad integral y colectiva de un deporte como el fútbol

Pero sobre todo, Kanté no exige cámaras ni durante ni después de un partido. No desafía a los hinchas ni reclama sus aplausos. Su calidad técnica y constructiva no será nunca la de un Xavi Hernández, un Luca Modric o, menos aún, un Lionel Messi; pero los resultados de su actuación son siempre tan decisivos en el rendimiento de su equipo y todos los medios hablan de él, que luego impresiona cómo no comparece jamás allí donde nos hemos habituado a ver a las estrellas del fútbol: los autos de lujo, las discotecas glamorosas, los escándalos, la omnipresencia mediática, el derroche y la ostentación.

Su modestia enternecedora, ese rostro de niño que se ha colado en la fiesta de otros, lo convierten, y que me perdonen muchos lectores, en una suerte de perfecto anti-Cristiano Ronaldo, en alusión al talento colosal y la productividad goleadora de un delantero, sin embargo, indigerible por su afán de figuración, su narcisismo y su altivez desdeñosa –“me odian porque soy guapo, rico y buen jugador”–.


Sucede que Kanté enamora unánimemente a quienes amamos el fútbol por el contraste tan inusual entre el valor extraordinario de su juego y la sencillez con que se quita a sí mismo la inconmensurable importancia que tiene en realidad. De modo que su comportamiento delata con tan amable mansedumbre una de las debilidades más absurdas y más aprobadas por nuestra sociedad: el individualismo. Esa tendencia enfermiza al premio y la visibilidad con que tantos queremos subrayar nuestra existencia y que, por una parte –como dice el filósofo Michael Sandel–, olvida la deuda que todo éxito personal tiene siempre con la comunidad, y, por otra, provoca ansiedades que oprimen a todos con el miedo y la culpabilidad.

¿De dónde saca todos los pulmones con que parece correr N’Golo Kanté? Él mismo admite que quizá tenga que ver con los años en que caminaba por todo París buscando desechos para reciclar. Por entonces, sus infatigables pies daban de comer a su familia, del mismo modo que ahora sacian el hambre de los aficionados al fútbol, todos anhelantes de ese sabor de la gloria que debe ser tan parecido al de una naranja: dorado, jugoso, dulce y fuerte.

Kanté es una prueba de que en el oficio de marcar al contrario no es verdad que sea necesario recurrir a la rudeza y a las malas artes

Por ello, Kanté refuta una de las más grandes supersticiones de nuestra era, según la cual precisamos héroes, caudillos o líderes para que el destino colectivo no sea el fracaso y la desdicha. Por el contrario, él nos recuerda que a una sociedad –un equipo de fútbol o un país– la sostienen y la impulsan los ciudadanos consecuentes y constantes y los trabajadores más leales y tesoneros, dotados todos ellos de voluntades que prefieren el silencio antes que la estridencia.

El hecho de provenir de una familia de raíces africanas en un país no siempre receptivo al inmigrante es, asimismo, un dato significativo. Desde luego, un hecho que nos infama a todos es que aún en nuestro tiempo el extranjero o apátrida siga siendo el chivo expiatorio o el tonto útil de los intereses locales más mezquinos y abominables.


Es el caso de los venezolanos en Perú, mencionados con hostilidad y amenazas por parte de las mismas candidaturas a la presidencia que, ahora, utilizan sus testimonios para crear un terror interesado e incriminar a sus enemigos en la segunda vuelta electoral más tóxica de toda nuestra malhadada democracia.

Por lo demás, hay que decir que N’Golo Kanté vivió mirando de lejos el festín que es por definición una ciudad como París, sin dejar crecer en su interior ni la envidia ni expectativa de venganza alguna. Debió ver asomarse los colmillos del racismo y quizá más de una vez lo tentó la resignación ante las frustraciones de sus primeros años de futbolista; pero nada de ello alimentó en él el demonio del resentimiento y la ira. Tal vez tras cada entrenamiento o cada partido, en la cabeza de este futbolista francés no haya otra idea que levantarse temprano para volver a trabajar, como tiempo atrás debía madrugar para trasegar los malecones, bulevares y avenidas de París.

Por entonces, sus infatigables pies daban de comer a su familia, del mismo modo que ahora sacian el hambre de los aficionados al fútbol

En resumen, Kanté nos enseña un par de cosas particularmente dignas de atención. La primera, que la gente que viene de lejos huyendo a menudo del infierno y sobre la cual se dirige el desprecio más cruel, puede ser la que mañana regale a todos los que la ofenden el motivo de su mayor felicidad y de su mayor orgullo.

Y la segunda, que la mejor muestra de la rectitud de una persona –por tanto, de su pureza– es que sus actos pueden estar cubiertos por la veintena de cámaras de una transmisión deportiva internacional, pero tanto sus causas como sus consecuencias –es decir, el fondo de sus intenciones y la satisfacción por la tarea bien hecha– permanecen en la sombra, a salvo de la luz dañina de la exposición. Porque no hay virtud más genuina que aquella que tiene como único testigo el secreto susurro de la propia conciencia.


Comentarios

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

La amistad según Michel de Montaigne (1533-1592) / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Una pequeña historia de Navidad (de Eduardo Galeano)

¿Cuánto nos representa a todos “El hombre de Vitruvio”? Discusiones y reflexiones en torno al célebre dibujo de Da Vinci / Por: Víctor H. Palacios Cruz

¿Por qué lloramos cuando vemos las fotos de nuestros hijos más pequeños? / Víctor H. Palacios Cruz

Carta de despedida a mis alumnos / Por: Víctor H. Palacios Cruz

La Máquina de Ser Otro: las relaciones humanas y las fronteras del yo. Por Víctor H. Palacios Cruz