¿Feliz día del padre? / Víctor H. Palacios Cruz

 

El hijo pródigo, detalle de una pintura de Rembrandt van Rijn.

Benjamín y Patricio. Mis dos bebés, adorables, sorprendentes, tan frágiles. Debo ser honesto. Ser padre ha resultado ser incomparablemente más duro y más hermoso de lo que podría alguna vez haber imaginado.

¿Con qué referencias se puede comparar la experiencia de la paternidad? Creo que no hay ninguna ni siquiera parecida. Algunos han hablado de los frutos del trabajo como si se tratara de la descendencia de un autor. Las obras de arte, o los libros más comúnmente. Pero ya Montaigne hace cinco siglos trazó la diferencia. De un libro el escritor es absolutamente responsable. Sobre el libro ejercemos todo el control, somos dueños y culpables de cada palabra que se puso y de cada palabra que faltó.

Pero de los hijos no respondemos del todo de la misma manera, porque crecen y entonces la libertad que llega los aleja del alcance de nuestra intervención. Lo que ellos hagan, bueno o malo, solo podrá ser achacable a las decisiones que tomen, justo allí donde nadie puede acompañar y menos reemplazar a un ser humano. Añadiría que los hijos no son objetos que reflejen nuestra voluntad, imaginación o inteligencia. Son otros seres, como nosotros, dotados de una existencia propia que nosotros nos limitamos a abrazar, amparar y afianzar en los primeros días.

El arte de la enseñanza, por su parte, tiene solo vagas similitudes con la tarea de ser papá. En ambos casos, es verdad, hay una vida presuntamente experimentada y también cierta autoridad. Asimismo, es cierto que el aprendizaje del alumno es principalmente, como los méritos de los hijos, más obra suya que de su maestro, que es apenas un provocador, un mensajero y, tal vez, una figura estimulante por la vía del ejemplo. 

Pero, a diferencia del padre, el docente se encuentra respaldado y protegido por el sistema dentro del cual actúa. Hay una evaluación, por ejemplo, que obliga a cada pupilo a dar cuenta de unos conocimientos, un desempeño intelectual o una destreza práctica. Y su fracaso no es normalmente atribuible a quien lo evalúa. Su falta de estudio, un mal aprendizaje previo o la alta exigencia sujeta a criterios, rúbricas y competencias, exculpan del todo al profesor.

Pero un padre se encuentra, en ese sentido, completamente solo frente a sus hijos, sin ninguna organización superior ni contexto alguno que lo absuelva de sus omisiones, sus excesos, sus impaciencias y sus malhumores. Para él no hay excusas. Ni la falta de dinero, ni los problemas del trabajo, ni la precariedad del barrio donde vive, ni su debilidad de temperamento ni tampoco la maldita pandemia que se cruzó en su camino. Ni siquiera el devastador desgaste físico producto de los desvelos y angustias, son variables que puedan exonerarlo de un eventual y abrumador sentimiento de culpa.

Lo sabemos siempre, pero no en todo momento: que delante de los hijos el menor gesto que hacemos, nuestra manía más inconsciente o nuestro más incontenible exabrupto, son actos que inexorablemente recaen sobre ellos con unas consecuencias que escapan, para bien o para mal, a nuestra posibilidad de dominio.

De manera que ser padre intimida y remueve de una forma que nadie se puede imaginar hasta que no se coloca en esta posición. Y el día del padre, hoy por ejemplo, es un aterrador juicio final dentro del tribunal de la conciencia, que los demás no comprenden cuando escriben el saludo más amable y efusivo que nos deja pensativos, preguntándonos si nos merecemos esas frases altisonantes o esos detalles tan bonitos que nuestras manos reciben secretamente dubitativas. Esa felicitación que en realidad solo los años, y de un modo imposible de traducir en números y resultados, dirán si es justa o no.

Decía que nada exime a un padre de sus errores. Nada. Porque todos los tenemos y porque en realidad lo más importante e influyente que se nos pide es algo que no brindan ni las instituciones ni las ideas ni las mercancías ni el abrigo ni la comida misma que damos a los hijos. Porque hasta el más desdichado inmigrante que hace malabares en un semáforo para sobrevivir y que no puede comprarle a su niño ni ropa ni colegio ni casa ni Navidad, sin embargo sí es capaz de darle lo que más necesita un ser humano, lo que más urgentemente exige ese algo profundo que llevamos dentro, que unas veces parece vacío y otras lleno de una fuerza repentina e inexplicable: una caricia, un beso, un abrazo y un susurro en los oídos, esa música que en adelante nos consolará toda la vida: el sabernos recibidos y queridos por quien contribuyó a que no seamos para siempre la desoladora nada de lo que nunca existió.

Comentarios

  1. Bien, Víctor, una apreciación del día del padre, centrada en todos los aspectos, morales, sociales, educativos... En esta celebración debemos reflexionar sobre la ecografía y anatomía de nuestra familia, para ver donde mejorar... Abrazos.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

La amistad según Michel de Montaigne (1533-1592) / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Una pequeña historia de Navidad (de Eduardo Galeano)

¿Cuánto nos representa a todos “El hombre de Vitruvio”? Discusiones y reflexiones en torno al célebre dibujo de Da Vinci / Por: Víctor H. Palacios Cruz

¿Por qué lloramos cuando vemos las fotos de nuestros hijos más pequeños? / Víctor H. Palacios Cruz

Carta de despedida a mis alumnos / Por: Víctor H. Palacios Cruz

La Máquina de Ser Otro: las relaciones humanas y las fronteras del yo. Por Víctor H. Palacios Cruz