Día del padre: escribir para no dejar morir. Citas de Héctor Abad Faciolince
El olvido que seremos es el
testimonio novelado de un escritor y periodista colombiano que, por medio de
una prosa llana y sin embargo irresistible, rememora una incomparable felicidad
familiar que vuela en pedazos por culpa de la muerte de una hermana, víctima de
una repentina enfermedad, y la pérdida del padre, víctima de un crimen todavía
irresuelto por la justicia. Como dice expresamente, este libro desea ser lo más
opuesto a la Carta al padre de Kafka:
es decir, no un ajuste de cuentas contra la grave ausencia del cariño del
propio progenitor, sino más bien un acta de gratitud y reverencia que, sin
idealizar la figura paterna e inmune a la tentación del odio y el ánimo de
venganza contra sus asesinos, despeja finalmente la única firmeza que se puede tener en este mundo de vaivenes y de abismos: el inmenso
amor que se recibe por el solo hecho de ser hijo.
“Yo
quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis
hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en
intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí
nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les
puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar,
sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría
hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más
insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por
eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y
también sé que hay algo que es mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío.
Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo
de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se
piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con
la cabeza, sino con las tripas”.
(p.
14)
“Cuando
me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir, recuerdo la
confianza que mi papá tenía en mí. Entonces levanto los hombros y sigo
adelante. Si a él le gustaban hasta mis renglones de garabatos, qué importa si
lo que escribo no acaba de satisfacerme a mí. Creo que el único motivo por el
que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis
escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá habría gozado más que nadie al
leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es una
de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he
escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa
que la carta a una sombra.”
(p.
25)
“Mis amigos y mis compañeros se reían de mí por otra costumbre de mi casa que, sin embargo, esas burlas no pudieron extirpar. Cuando yo llegaba a la casa, mi papá, para saludarme, me abrazaba, me besaba, me decía un montón de frases cariñosas y además, al final, soltaba una carcajada. La primera vez que se rieron de mí por «ese saludo de mariquita y niño consentido», yo no me esperaba semejante burla. Hasta ese instante yo estaba seguro de que esa era la forma normal y corriente en que todos los padres saludaban a sus hijos. Pues no, resulta que en Antioquia no era así. Un saludo entre machos, padre e hijo, tenía que ser distante, bronco y sin afecto aparente.
“Durante
un tiempo evité esos saludos tan efusivos si había extraños por ahí, pues me
daba pena y no quería que se burlaran de mí. Lo malo era que, aun si estaba
acompañado, ese saludo a mí me hacía falta, me daba seguridad, así que al cabo
de algún tiempo de fingimiento, resolví dejar que me volviera a saludar igual
que siempre, aunque mis compañeros se rieran y dijeran lo que les diera la
gana.”
(p.
27)
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Héctor Abad Gómez con dos de sus hijas. |
“Cuando
mi papá llegaba de su trabajo, podía venir de dos maneras: de mal genio o de
buen genio. Si llegaba de buen genio –lo cual ocurría casi siempre, pues era
una persona casi siempre feliz–, desde que entraba se oían sus maravillosas,
estruendosas carcajadas, como campanadas de risa y alegría. Nos llamaba a los
gritos a mis hermanas y a mí, todos salíamos a recibir sus besos excesivos, sus
frases exageradas, sus piropos hiperbólicos y sus abrazos largos. Si en cambio
llegaba de mal genio, entraba en silencio y se encerraba furtivamente en la
biblioteca, ponía música clásica a todo volumen y se sentaba a leer en un
sillón reclinable, con la puerta cerrada con seguro. Al cabo de una o dos horas
de misteriosa alquimia (la biblioteca era el cuarto de las transformaciones),
ese papá que había llegado malencarado, gris, oscuro, volvía a salir radiante,
feliz. La lectura y la música clásica le devolvían la alegría, las carcajadas y
las ganas de abrazarnos y de hablar.
“Sin
decirme una sola palabra, sin obligarme a leer y sin echarme el sermón de lo
sana para el espíritu que podía ser la música clásica, yo entendí, solo
mirándolo, viendo en él los efectos benéficos de la música y de la lectura, que
en la vida todos podíamos recibir un gran regalo, no muy caro y más o menos al
alcance de la mano: los libros y los discos. Ese señor lúgubre y malhumorado
que había llegado de la calle con la cabeza cargada de las malas influencias,
las tragedias y las injusticias de la realidad había recuperado su mejor
semblante, y la alegría, de la mano de los buenos poetas, de los grandes
pensadores y de los grandes músicos.”
(p.
14)
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Con Fernando Trueba, quien ha dirigido la versión cinematográfica del libro de H. Abad Faciolince. |
“Un
papá tan perfecto puede llegar a ser insoportable. Aunque todo lo que hagas le
parezca bien (o mejor: porque todo lo que haces le parece bien), llega un
momento en que por un confuso y demencial proceso mental, quieres que ese dios
ideal ya no esté allí para decirte siempre que bueno, siempre que sí, siempre
que como quieras. Es como si uno, de todos modos, con ese final de la
adolescencia, no necesitara un aliado, sino un antagonista. Pero era imposible
pelear con mi papá, así que la única forma de enfrentarme a él era haciéndolo
desaparecer, así me muriera yo también en el intento”.
(p.
229-230)
“Una
vez mi hermana Vicky, que se movía en los círculos más altos y ricos de la
ciudad, le dijo a mi papá: «Papi, a ti no quieren aquí en Medellín». Y él le
contestó: «Mi amor, a mí sí me quiere mucha gente, pero no están por donde tú
te mueves, están en otra parte y algún día yo te voy a llevar a que los
conozcas». Dice Vicky que el día del desfile que acompañó el entierro de mi
papá por el centro, con miles de personas que agitaban pañuelos blancos en la
marcha, y desde las ventanas y en el cementerio, comprendió que en ese momento
mi papá la estaba llevando a conocer a quienes sí lo querían.”
(p.
252)
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Padre e hijo en otra fotografía familiar. |
“En una entrevista que le habían hecho esa misma semana [en que se enteró de que estaba amenazado de muerte], le preguntaron sobre la muerte o, mejor dicho, sobre la posibilidad de que lo mataran, y contestó lo siguiente: «Yo estoy muy satisfecho con mi vida y no le temo a la muerte, pero todavía tengo muchos motivos de alegría: cuando estoy con mis nietos, cuando cultivo mis rosas y converso con mi esposa. Sí, aunque no le temo a la muerte, tampoco quiero que me maten, ojalá no me maten: quiero morir rodeado de mis hijos y mis nietos, tranquilamente […], una muerte violenta debe ser aterradora, no me gustaría nada».”
(p.
276)
“Han
pasado casi veinte años desde que lo mataron, y durante estos veinte años, cada
mes, cada semana, yo he sentido que tenía el deber ineludible, no digo de
vengar su muerte, pero sí, al menos, de contarla. No puedo decir que su
fantasma se me haya aparecido por las noches, como el fantasma del padre de Hamlet,
a pedirme que vengue su monstruoso y
terrible asesinato. Mi papá nos enseñó a evitar la venganza. Las pocas
veces que he soñado con él, en esas fantasmales imágenes de la memoria y de la
fantasía que se nos aparecen mientras dormimos, nuestras conversaciones han
sido más plácidas que angustiadas, y en todo caso llenas de ese cariño físico
que siempre nos tuvimos. No hemos soñado el uno con el otro para pedir
venganza, sino para abrazarnos.”
(p.
295)
“Los
libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento
desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente
finito.”
(p.
317)
Fuente:
Abad
Faciolince, H. (2019). El olvido que
seremos. Lima: Alfaguara.
Querido Víctor Hugo. He leído tres veces tu entrega, buscaré el libro. Gracias por las citas. Perdí a mi padre en 2017 y somos tan buenos amigos que he sentido la eternidad también en mi alma. Es terrible y frustrante sentir que merecía más tiempo con el; sin embargo, aceptó su actual condición de consejero y amigo con los gestos y palabras que guardo en la memoria.
ResponderBorrarSigo tus escritos con interés.
Recibe mi abrazo de amigo.
Te quiero mucho.
Es una lectura muy recomendada. Tienes pasajes de cierta crudeza, de una franqueza descarnada, pero es un encuentro necesario con ciertas realidades, puntos de vista y dolores que acompañan a los nuestros, y que nos proporcionan el alivio de la cercanía y la esperanza del perdón. Un abrazo, Martín, y el afecto es sin duda recíproco
BorrarGracias por estas lineas Victor Hugo. Muy sentidas y hermosas.
ResponderBorrargracias siempre!
BorrarEn el aula de mi segundo hijo ,en una celebración del día del Padre me tocó dirigir las palabras en el homenaje ... Les dije fuerte y claro " chicos amen a su papá ,no tengan vergüenza de abrazarle, besarle y decirle fuerte :te amo papá" verán cada uno de ustedes cómo su vida será diferente y a los papás les dije: reciban de sus hijos el abrazo , el beso y díganle : yo te amo más ...y todas la veces que lo hagan tengan la certeza que están formando a unos grandes hombres. Hoy yo contemplo con mucho orgullo y admiración a mis hijos hoy con 22 y 20 años como abrazan a mi Max quien se pierde no solo en la gran talla que han alcanzado sino en la grandeza de su noble y amoroso corazón.
ResponderBorrarGracias Victor Hugo, sabes que te leo y disfruto mucho hacerlo un gran abrazo...
muchas carencias de afirmación personal proceden precisamente de no haberse sentido suficientemente querido, algo que solamente puede experimentar un niño no con explicaciones sino con abrazos y besos, por ejemplo. Gracias, Marita, por compartir con los lectores este relato personal maravilloso que ilumina. Gracias!!
BorrarTener a papá es sin duda un gran regalo, de ejemplo, de valentía, de lucha y sobre todo de amor. Un amor de padre es incomparable, un amor de padre que no miente, que no es falso, que es muy sincero, un amor de padre que muy valoramos y disfrutamos, cuando muchos quisieran tenerlo, en este día especial del DÍA DEL PADRE, abrazo para usted profesor y todos los padres del mundo.
ResponderBorrarExcelente selección de citas, profesor.
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