El cuerpo, la fragilidad y el cuidado interpersonal / Víctor H. Palacios Cruz
Niña enferma pintura de E. Munch (1896). |
Una reflexión sobre nuestra condición corpórea dramáticamente
replanteada por esta pandemia, sin duda el primer gran drama global de la historia. Solo una comprensión del humano como un ser que trasciende su trazo individual puede permitirnos sustentar la compasión, la atención y
el cuidado del otro como rasgos esenciales y necesidades imperiosas no simplemente derivadas
de una circunstancia -una emergencia sanitaria mundial-, sino sustentadas en la realidad
interactiva e interpersonal que cada uno de nosotros es.
La materia de que estamos hechos y que ha sido concebida para dar y recibir diversas gratificaciones, es también un cuerpo que se aflige y cansa, que se duele y declina. Es, por ello, un cuerpo que desde la primera infancia y aun antes aguarda el cobijo, la mirada, la protección y el cuidado. Esa fragilidad –que la experiencia de esta pandemia ha exacerbado– no es lo que abate la autoestima –ese valor posiblemente exagerado por los discursos de coaching y los manuales de autoayuda–, sino más bien lo que permite recibir la estima del otro. La benevolencia, la atención y la condolencia son alivios que derivan de una pequeñez que derrumba nuestro orgullo pero que a la vez nos enriquece, de una pequeñez que nos circunscribe y recorta pero que a la vez nos abre y multiplica.
¿Quién podría abrazarnos y darnos consuelo si fuéramos inmensos e
inasibles? Desde luego hablamos de un cuerpo que en su debilidad
es, asimismo, un cuerpo apto para curar, restablecer y consolar. Un cuerpo
ambivalente aquejado de carencia y capaz de generosidad.
¿Quién podría abrazarnos y darnos consuelo si fuéramos inmensos e inasibles?
En un cuento
de José María Eça de Queirós, se recrea el largo diálogo entre el mortal Ulises
y la divina Calypso, que le echa en cara la obstinación de su regreso a los
brazos de una Penélope que envejece y se arruga, y que frente a ella es como
una lámpara humeante frente al fulgor de una estrella. La réplica del viajero
es memorable y viene a cuento: “en ocho años, oh diosa, nunca tu rostro se
iluminó con una alegría; ni de tus ojos verdes rodó una lágrima; ni golpeaste
el pie, con ira impaciente, ni, gimiendo con un dolor, te extendiste en el
lecho blando. Y así traes inutilizadas todas las virtudes de mi corazón”. El
cuento se llama “Perfección”. Nada menos.
No nos es dado amar lo perfecto, al menos no humanamente. Porque fulmina
nuestra irrenunciable inclinación hacia la búsqueda, nuestra necesidad casi metafísica de acción y de proyecto. La
perfección nos paraliza al colmarnos, nos deseca al no dejar nada por cultivar y
aguardar. Solo podemos amarnos en nuestra deficiencia, que es la que
maravillosamente nos da una y otra vez ocasión para querer y para caminar, para
mirar hacia lo lejos y respirar a nuestras anchas donde mejor nos encontramos
que es en el territorio de lo provisional.
No nos es dado amar lo perfecto, porque ello fulminaría nuestra inclinación hacia la búsqueda
Dice Byung
Chul-Han: “la finitud eleva al hombre” y le posibilita “una singular
experiencia del tiempo como don. Quien tiene el tiempo limitado no custodia el
resto de su tiempo como su bien preciado:
pues lo ha regalado todo hasta el final, se ha vaciado a sí mismo”.
Solo desde las restricciones del cuerpo puede existir un rumbo personal y no una mera duración biológica. Solo desde lo inacabado podemos compartir sendas y trazar itinerarios. Solo a la tibia luz de la mortalidad podemos tomarnos la mano, después mirar hacia atrás y, de pronto, contar una historia.
La experiencia de la pandemia impone derribar para siempre el paradigma de la autosuficiencia personal
El cuerpo nos
hermana con la naturaleza y con el prójimo, planos que al momento de
caracterizar al ser humano no deben ser vistos como secundarios o
circunstanciales, sino como constitutivos de cómo somos. Más aún en un tiempo
de encrucijada como el nuestro, en que únicamente una saludable vida en
comunidad y unas relaciones más equilibradas y armoniosas con la Tierra nos
permitirán encarar una larga crisis medioambiental a la que acaba de sumarse
una grave crisis sanitaria, con su efecto ya evidente y demoledor en la
economía mundial.
No hay que
esperar a un “después de la pandemia”, que por lo demás no parece tener un
término a la vista –considerando las nuevas cepas detectadas en la India y quizá pronto
en cualquier otra esquina del mundo–, para entender que esta sacudida de la
entera humanidad y del centro mismo de cada miembro que la compone, impone en consecuencia derribar para siempre ese paradigma tan enraizado en nuestra cultura que es la supuesta autosuficiencia personal,
el elogio del triunfo individual que, por lo demás, nunca es estrictamente una
realización individual.
Es el tiempo para lo interpersonal. No solo para una solidaridad sentimental o una caridad moralmente obligada
(Ahora mismo
que escribo, escriben conmigo mi esposa que tiene mis primeras confidencias
intelectuales, mis padres con quienes aprendí a hablar y todos aquellos –maestros,
autores, amigos– con quienes fui buscando, y sigo buscando en realidad– mi
propia manera de pensar.)
Es el tiempo para lo interpersonal. No solo para una solidaridad sentimental
o una caridad moralmente obligada, sino para
reconocer que nuestro propio ser no termina ni queda dentro de la piel que nos
recubre, sino que se alimenta, respira y se sostiene gracias al entorno y a los
otros con quienes comparte una larga noche en este rincón del cosmos. A pesar de
las mascarillas, el distanciamiento físico y los muros de nuestras cuarentenas,
cuidar del otro es también cuidar de uno mismo, y cuidarnos juntos es cuidar del
espacio que comparten “tan cercanamente” quienes vivimos en
todos los confines del planeta. Nunca como ahora esta morada terrestre ha sido íntegra y desesperadamente tan "nuestra".
La
interrelación humana, la reciprocidad y el cuidado mutuo son algunos de los
conceptos que, desde la experiencia del primer gran drama global que vivimos,
deben adquirir la dimensión constatable e indiscutible de lo institucional, lo legal y aun lo educativo. Solo siendo acontecimientos concretos y articulados dentro de nuestra organización social y política, dejarán de ser ilusiones y nobles
pensamientos, porque al mundo lo han cambiado no los buenos corazones, sino los
hechos buenos y las realidades buenas.
Rescato la frase: "No nos es dado amar lo perfecto, porque ello fulminaría nuestra inclinación hacia la búsqueda". ¡Gran artículo!
ResponderBorrarFelicitaciones hijito acabo de leer tu texto muy interesante y real, esta pandemia nos ha separado un poco de convivir momentos especiales... Pero estamos juntos por nuestros sentimientos. Abrazos.
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