“Animal doméstico”: cántico familiar de un hombre tranquilo / Víctor H. Palacios Cruz

 


La editorial Cortarrama acaba de editar en Perú el primer poemario del escritor español afincado en el país Manuel Prendes Guardiola. Comparto mi lectura personal de un libro de una calidad excelsa, propicio además para estos tiempos de lectores bajo encierro, a quienes estos versos pueden llevar a encontrar en su inesquivable mirada de las paredes de todos los días connotaciones nuevas y quizá reparadoras. Añado a mis comentarios la transcripción de dos de mis poemas preferidos.

 

Dice la poeta española Rocío Arana en el prólogo de este primer libro literario de Manuel Prendes Guardiola: “hay autores secretos, publicados apenas en alguna joven antología: autores escondidos como un tesoro que de pronto refulge”.

Si “el espíritu sopla donde quiere” como dice San Juan en su Evangelio, el don literario aparece tan pronto en quien se dedica profesionalmente y a tiempo completo a este oficio, como en quien roba aquí y allá unos ratos de escritura a su rutina en el ejercicio de un cargo público (Nicolás de Maquiavelo o Francis Bacon), de una tarea docente (Gabriela Mistral), de una actividad técnica y profesional (el arquitecto y poeta Joan Margarit), de un humilde empleo burocrático en una compañía de seguros (Franz Kafka) e incluso en el curso de una empresa militar (Julio César o Ernst Jünger). La poesía de Manuel Prendes es la de un Doctor en Filología especializado en literatura hispanoamericana, un profesor universitario y colega estupendo, esposo y padre de tres hermosas niñas, afincado en Piura desde hace dos décadas.

“Hay autores secretos: autores escondidos como un tesoro que de pronto refulge”

Animal doméstico reúne cuarenta poemas escritos en tiempos y lugares que, lejanos y diversos entre sí, han sido en realidad siempre el mismo tiempo y el mismo lugar: el del sentimiento de enraizar en cada sitio a fin de recibir y mimar todo lo que su realidad entrega. Oviedo, Granada, alguna etapa en Italia, otra en Alemania y otra en Estados Unidos, y luego Piura –la ciudad en el norte del Perú que en lugar de cuatro estaciones tiene solo un verano en cuatro variaciones–, han sido para Manuel escenarios no visitados sino adquiridos, partes de un yo hecho de carreteras y recodos, y que luego él aferra y evoca a través de la palabra y, por ello mismo, inventa a su manera inventándose a sí mismo a la vez. “Yo soy el espacio en que estoy”, decía el poeta francés Noël Arnaud.

Al pasar las páginas de este libro –aplaudo a Cortarrama por su impecable edición–, el lector detecta pronto que todas ellas respiran juntas el anhelo de no pasar. La ansiedad de encarnar y pertenecer, que es propia de la voluntad de habitar, y que es también el contrapeso a la conciencia de nuestra concomitante caducidad. Ese existir que apenas echa a andar enrumba derechamente hacia el adiós, como recuerdan filósofos y poetas desde Séneca y San Agustín hasta Rilke y Heidegger.


Dice el poema “Amantes y después”: “no es más afortunado quien se salva / de la extensa igualdad de cada día, / y busca paz y sueño en el olvido / cuando nada termina con un beso / sino que nada empieza. […] yo no conozco nada peor que la soledad, / esta memoria herida, el amor, y un dolor nuevo / de perder lo que nunca se ha tenido”.

Cada leve página tiene en esta obra la firmeza y la hondura de un ancla. Una determinación que, en otros casos podría relacionarse con el miedo a la disipación o incluso el terror que infunde la inmensidad –la del océano o la de incesante humanidad–, pero que en el caso de Manuel Prendes responde, por el contrario, al deseo de “querer”, en el entendido de que “querer” para un mortal que ve sus momentos quedar atrás y las personas que lo acompañan crecer y cambiar cambiándolo a él mismo, es por naturaleza alternar disfrutes e impotencias, esperas y nostalgias. En suma, el ánimo de guardar y ordenar lo guardado, así como el de mirar por la ventana en lontananza. Dos cosas que solo un hogar posibilita: un suelo dividido en rincones abrazados por el mismo techo, y un vano en uno de sus costados por donde asomarse al cielo que gira.

Cualidad que me lleva al pintor también español Joaquín Sorolla, sobre quien Antonio Muñoz Molina escribió que “la intimidad doméstica le gustaba tanto” que sin duda “le costó una parte de su prestigio”. En una época, el siglo XIX, añade Muñoz Molina,  “de genios polígamos y artistas malditos, Sorolla fue imperdonablemente un burgués próspero, un marido que enviaba cartas de amor a su mujer desde cualquier ciudad del mundo en la que estuviera, un padre que no se cansaba nunca de retratar a sus hijos. Un bohemio de la familia, como él mismo decía.

"Querer" es alternar disfrutes e impotencias, esperas y nostalgias

Puedo decir que no somos pocos quienes nos reconocemos en estos artistas e intelectuales hogareños. Yo mismo pergeño mis pedazos sueltos de literatura en las ocasiones en que me es favorable la conjunción de los astros, no los del firmamento sino los de mis dos niños muy pequeños.

Y no me queda sino sonreír cuando escucho a otros alardear de su intrepidez etílica e invocar el vagabundeo y la mala noche como garantías que acreditan la condición de un escritor auténtico. Por supuesto que no hace falta acudir a ilustres como Borges y Vargas Llosa para objetar tamaña arbitrariedad, muchas veces producto pareciera del gregarismo, la impostura y la mitificación.

Por otra parte, diré que Manuel Prendes posee una de las memorias más admirables que conozco. La precisión con que relata una anécdota, un hecho de la historia, la trama de una película o la de una novela, produce en otros testigos la impresión de algo recientemente visto o leído, pero en quienes bien lo conocemos se trata en realidad de la evidencia de un saber amar. La generosidad de un hombre que adora sus sentidos y su entendimiento y todo lo que pueda halagarlos. Lo cual es una forma de vivir muy feliz y agradecido.

Joaquín Sorolla, retratado por J. Jiménez A. (1901)

En ese sentido, pienso que los referentes y constantes de Animal doméstico no son ciertos objetos y lugares tangibles como talismanes, la utilería y la arquitectura de una casa por ejemplo, sino más bien la materia inasible de las historias.

“Nacimos para el viaje aquellos sábados / que ‘Primera Sesión” nos apiñaba ante la tele”, dice el poema “Pasaje a Sildavia” quizá remontando la vocación narrativa al período fundamental de la niñez. Y no hay distinción de categoría entre el Bambi y el Tarzán de las pantallas y los relatos que luego fueron enalteciendo sus horas: desde la Odisea de Homero hasta la saga de Star Wars, pasando por Miguel Strogoff de Julio Verne, El señor de los anillos de Tolkien, Las aventuras de Tintín de Hergé, entre otros mencionados a lo largo de este poemario.

Quizá porque el ser humano no es una cosa entre las cosas –como decía Heidegger–, y tampoco la sustancia de esencia inmutable que creían Aristóteles y la Escolástica. El humano es el único ser que se tiene a sí mismo en sus propias manos, como lo prueba de modo asombroso y emocionante el larguísimo trayecto de una evolución además inconclusa. Cada miembro de esta enigmática especie es también por sí mismo algo que no es posible describir con taxonomías metafísicas, sino con circunstancias y sucesos. “De un octaedro damos una definición, de una lechuza una descripción, pero de don Miguel de Cervantes contamos una historia”, decía el recordado Julián Marías.

A un ser de peripecias y mudanzas, nada conviene más que el contrapunto de una fijación terrestre

Precisamente porque somos homo viator, un ser de peripecias y mudanzas, nada nos conviene más que el contrapunto de una fijación terrestre, sin que importe si se trata de la lona de una tienda sacudida por el viento del desierto, o de los gruesos muros de adobe de una casa en la sierra peruana. Dice Elias Canetti en Voces de Marrakech: “para tener confianza en una ciudad extraña, se necesita un espacio cerrado sobre el que ostentar un cierto derecho y donde se pueda estar solo cuando el barullo de voces nuevas e incomprensibles aumente”.

Animal doméstico no es el testimonio de una existencia enclaustrada o de un talante perezoso o reacio a las maletas, sino la declaración de la urgencia de una morada donde inventariar la muchedumbre que hormiguea sobre la espalda de quien camina. Ese recelo de que en algún momento el espacio abierto se vuelva inclemencia por falta de morada y que el autor proyecta en el personaje del poema “Gato”, donde confiere voz a un felino y dice: “al llegar la noche, en cada sombra, / cada rincón salvaje y cada cerro de miseria, / o en la luna, ya no sé de aire libre. // Ya solo pienso en ti: mira qué has hecho.”

Por tanto, este libro no contiene una poética de los muros erosionados por las horas, de la grasa acumulada en el fondo de las cazuelas o del lento apagamiento del fuego que un día se encendió, sino que modula más bien la intranquilidad sosegándose en el acto mismo de llegar, allí donde por fin es verdad que hemos andado.

Una charla hace unos años con el escritor Manuel Prendes G.

Al respecto, celebro estos versos de “Fin de viaje”: al volver a Oviedo luego de unos años “he pisado la acera deslumbrante con la fuerza / de quien pone el pie en la Luna o en cualquier otra isla extraña, / o regresa a conquistar lo que fue suyo. // Pero qué sin darme cuenta de ligeros / han sido luego mis pasos / en las ansias de llegar a cualquier parte”.

Como también los del poema “Donde se vuelve”: “Hete aquí que al fin, cumplido / medio pesado siglo de ser nadie, / de escozor de fracasos […] conservas la conciencia de que existe una estancia en que basta para entrar tan solo con decir Estoy en casa y que alguien dirá Hijo al recibirte”.

Animal doméstico habla con una voz fina, elegante y al mismo tiempo cálida, desde el apremio de la pausa y el recogimiento que solo experimenta quien atraviesa ciudades, paisajes, países, incluso pasados y galaxias, cuánto más si quien lo ha escrito se desplaza a sus anchas por medio del recuerdo, la fantasía y la comprensión. Porque Manuel Prendes –bien lo sé, viejo amigo– no es un viajero que necesite trenes, aeroplanos ni cruceros para efectuar las más apasionantes travesías.

Este libro habla desde el apremio de pausa y recogimiento que solo experimenta quien atraviesa ciudades, paisajes, países, incluso pasados y galaxias

Animal doméstico no es, en definitiva, el diario de un ánimo roído por el tedio o la fatiga, o el registro de un alma encogida por la certeza de lo perdido allá afuera en los rumbos para siempre inéditos que deja a su lado cada zigzag del camino. Es, en realidad, la confesión de un hombre al que no le basta el cuerpo y precisa de los depósitos y extremidades que dispensa una casa y sin los cuales no se podría compartir lo vivido ni, por ello mismo, poseerlo de forma duradera.

Decía Sándor Márai en uno de sus diarios: “un día empieza a viajar el alma, y entonces el mundo estorba. Ese día partimos, sin proponérnoslo ni estar preparados para una expedición, y, comparado con ella, un viaje por la India parece una insignificante excursión de fin de semana, un paseo. El hombre sin barreras interiores […] viaja cada vez menos, casi se conforma con el anuncio publicitario colgado en el escaparate de una agencia de viajes que le recuerda la existencia de lo infinito”.

Si no me equivoco, todos los poemas de “Animal doméstico” fueron compuestos y corregidos antes de los miedos y cuarentenas de este último año. Lo que vuelve su contenido por añadidura aún más honesto y pertinente para quienes hemos sentido la engañosa pequeñez de nuestro encierro, el implacable perímetro del domicilio.

Jardines de luz, pintura de J. Sorolla.

El libro de Manuel Prendes –seguro que sin haberlo pretendido– ha venido también a aliviar la sofocación de nuestros hogares invadidos y desbaratados por el trabajo remoto y, sobre todo, privados del efecto reconciliatorio y renovador que le imprimen la salida, la distancia y el retorno. Porque nada puede prolongar mejor los pasos que acotan nuestras puertas que un buen libro, más aún si se trata de una lectura que nos reencuentra con la casa y nos recuerda que, sin ella, nuestro andar como un río sin riberas perdería el contraste de lo estable que le permite saber de sí mismo. Saber que  caminamos. Que vivimos. La quietud, sin duda, es el espejo más fiel para todo aquello que se mueve.

Por último, el amor casero no es solo, desde luego, la gratitud a un reducto donde se suman y reúnen todos nuestros rastros. Es también un lugar de entrega, de tiempos que son ya de otros en cuyos nombres se pronuncia el nuestro por igual. Únicamente así, como da a entender Manuel Prendes en los siguientes versos, se salva uno de la muerte, al transferir a otros nuestras fuerzas y nuestros pensamientos a través de la conversación, el cuidado y el abrazo, en vez de dejar al final de todo solo las ruinas del fortín de una individualidad avara:

“Cuando llegue la muerte inesperada / deberá adivinar tras mis ojos cerrados / un corazón y un tiempo ya colmados / y ella no se podrá quedar con nada”.

 

 

ARMADO DE UNA CAMA POR ULISES

(Odisea XXIII)

 

Tú busca lo primero la madera necesaria,

digamos que un olivo centenario, tal vez un algarrobo

del que tu sangre se haya estado alimentando

hasta donde nadie sea capaz de hacer memoria,

cuyo tronco se postre ante la tierra bermeja que fecunda

y ofrezca a la doma y la montura su grupa de serpiente mineral.

Que lea tu mano atlética, con larga suavidad como de lana,

el augurio de grietas y de arrugas escrito en la corteza

antes de regresarlo a su lisura de retoño y piel de novia.

Transfunde con la lija y el escoplo la fuerza de tus años de paciencia,

la premura de una tribu cuando alza por primera vez su altar.

Que las mejores telas del ajuar lo envuelvan y tras ellas

los muros de tu alcoba, de tu casa, las murallas

de tu ciudad, los altos acantilados de tu isla

se ciñan como cofres sucesivos sobre su último secreto.

 

 

PRIMERA ECOGRAFÍA

 

Todos esos huesos tan ligeros como vidrio,

espina de pescado o alondra infinitésima,

esos huesos, malla tierna que sostiene carne de agua,

calavera en que se esfuman volúmenes secretos

(los labios puro beso, nariz botón mullido,

cuencas que atesoran entre sombra

el jade, la obsidiana y el azúcar),

esos huesos, engullidos

en sarcófago real cálido y muelle,

blandas paredes que lo anegan, lo alimentan, lo apapachan

y a todos nos igualan hasta el día

de rasgarse a la luz de parte a parte.

Quién te ve tras esos huesos y adivina

dentro de pocos años tu resuelto perfil,

tus cejas, tus carreras, tus canciones,

niña blanda todavía como el lodo nuestro padre,

niña ya de sexo y hueso, toda niña.

 

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