¿Qué tenemos que hacer en este domingo electoral? / Víctor H. Palacios Cruz

 


En estos días previos a las elecciones presidenciales más angustiosas de nuestra historia republicana, cada publicación de una encuesta, falsa o verdadera, provoca en el restante noventa por ciento de peruanos no felices por sus resultados un soponcio o un patatús. Y aun cuando el ganador final, en la segunda vuelta, sea no el mejor sino el menos lamentable de los candidatos, como nunca en unos comicios ciudadanos tenemos la derrota garantizada por la única certeza en la que todos coincidimos: el subproducto de un congreso atomizado que, desde todas sus esquinas, podrá mover con tentadora facilidad la alfombra sobre la que descansa la inestable silla presidencial.

Seguros de acercarnos a una pesadilla dominical, soñamos con cerrar los ojos el sábado por la noche y abrirlos al día siguiente delante de una cartilla de votación, en la cámara secreta de cartón, con un elenco de honorables postulantes con los que guardemos, a lo sumo, discrepancias ideológicas, pero no –como en realidad ocurre– discrepancias éticas profundas, miedos y repudios viscerales.

Pero, en verdad, el ciudadano que espera esa magia del último instante se parece al estudiante que no preparó su examen a tiempo o al futbolista que no entrenó lo necesario y que miran suplicantes la estampita en el rincón hacia el que nunca miraron excepto ahora cuando es demasiado tarde.

Si algo debemos advertir en esta anticipada frustración es lo tardío de nuestro lamento electoral

Porque, en efecto, si algo hay que aprender de esta anticipada frustración es que nuestro lamento electoral es de nuevo muy tardío. Porque recaemos en el error de creer que un proceso electoral es el punto de partida de una nueva etapa de la historia, cuando se trata más bien del punto de llegada de una serie de omisiones y apatías cometidas a lo largo de innumerables años.

¿Será cierto que cada población tiene el gobernante o los candidatos a presidente que ella se merece? Insisto, ¿nuestros dieciocho candidatos son esencialmente personas distintas del peruano común de tantos vicios públicos, del interés particular exacerbado y de una clamorosa indolencia por el bien común?

Como decía Alexis de Tocqueville allá en el siglo XIX, el funcionamiento de un régimen democrático requiere de instituciones democráticas, pero sobre todo de costumbres que también lo sean. Y yo no estoy seguro de que en nuestra rutina ciudadana abunden precisamente estas conductas. La reacción agresiva contra el que vota distinto, que ha provocado altercados explosivos en las redes sociales, es una prueba de que no terminamos de habituarnos a ver en nuestras diferencias no un motivo de encono, sino una oportunidad para conversar y ponernos de acuerdo. No terminamos de confiar en la libertad del otro, y en el poder de la palabra y la argumentación para llegar a adoptar decisiones compartidas. Nos cuesta, en suma, vivir juntos.

El funcionamiento de un régimen democrático requiere de instituciones, pero sobre todo de costumbres que también lo sean

Como dice el politólogo Alberto Vergara, la irrupción de candidaturas radicalizadas o extremistas no es una casualidad o un accidente, puesto que cuando se acumula el cansancio por los continuos fracasos políticos, “la gente está más dispuesta a lanzarse al vacío”.

El detalle es que ese fracaso no es solo el de nuestros políticos y el de la inexistencia de verdaderas formaciones políticas, en lugar de las cuales solo hay etiquetas electorales bajo las cuales se agazapan los peores prontuarios y codicias. Es también el fracaso de toda una ciudadanía que prefiere esperar el advenimiento del candidato o la candidata providenciales, en lugar de tomar la iniciativa de una legítima asociación partidaria y la participación política desde el nivel más elemental, el del barrio, el del comité de vecinos de una cuadra o un edificio, por ejemplo.

Llevamos ya tanto tiempo inculcando en nuestros estudiantes la idea de que deben perseguir a cualquier costo el éxito profesional, en lugar de esmerarnos en que ese rumbo libre y personal vaya de la mano inseparablemente de una contribución a la comunidad a la que, además, deberán cada uno de sus triunfos. Nos enorgullece que nuestros hijos traigan la buena nota de un examen, una medalla deportiva o artística, antes que ver en ellos la manifestación de una virtud solidaria o una aptitud cooperativa.

Nos alegra que nuestros hijos traigan una buena nota en un examen, antes que ver en ellos una virtud solidaria o una aptitud cooperativa

¿Por qué tanta desesperanza cada vez en las elecciones presidenciales, y también en las parlamentarias, regionales y municipales? Sencillamente porque la gente más valiosa y recta entre nosotros ha sido educada para sobresalir, pero no para servir. Y cuando el conjunto de los ciudadanos se encierran en sus asuntos particulares, el bien común queda expuesto a los rapaces y a los advenedizos. Doy fe, como profesor universitario, de que no hay enseñanza escolar o superior que pueda hacer surgir de la nada en el alma de los muchachos una vocación cívica cuya raíz es definitivamente familiar y cotidiana. 

No es una fatalidad este destino aciago del país. Sucede que la patria no existe excepto cuando hay desfiles, aniversarios y competiciones deportivas. Nos fascinan más los símbolos que todo lo que ellos simbolizan. ¿Existe mi cuadra, mi ciudad, existe el Perú en cada uno de mis encuentros con los otros y en el más corriente desempeño laboral?

Como charlaba con mis estudiantes hace poco, los tiempos de crisis, como los de esta pandemia interminable, imprimen tendencias hacia el encierro y el olvido de los demás. Cada cual escucha un “sálvese quien pueda” en su conciencia cada día. Y entonces, lo individual, familiar y privado se convierte en el absoluto, en una muralla detrás de la cual lo público languidece. Inmensa contradicción, pues la prosperidad de lo público es la condición para la prosperidad de lo privado. “Amo a mi patria más que a mi alma”, decía el Nicolás de Maquiavelo menos conocido de la historia.

Nos fascinan más los símbolos que todo lo que ellos simbolizan

Qué anomalía tan extendida en nuestras ciudades, en las que, como al salir del confortable edificio donde vivo a caminar con mi bebé de casi dos años de edad, nos topamos con veredas rotas y un asfalto ausente o corroído. ¿Cómo aguardar que lo público conquiste nuestro corazón más allá de lo doméstico? Mi bebé se tropieza de tanto en tanto, pero lo ayudo a incorporarse, lo abrazo y le hablo de lo bello de un árbol o del cielo vespertino, mientras por dentro me digo, con dolor, que nuestras calles son escuelas del desencanto cívico y de ese egoísmo que suele criar la mentalidad de la exclusiva sobrevivencia individual.

Por desgracia, para el peruano común, es natural que el colegio privado sea mejor que el público, que la clínica privada sea preferible al hospital del seguro, que el recinto de un centro comercial sea más habitable que los espacios públicos. Hasta hemos olvidado la injusticia de pagar por el servicio de un agua potable que no podemos beber, lo que nos obliga a comprar botellitas, filtros, etc. La disfuncionalidad de lo público, que es anterior y superior al bien privado, es paradójicamente la condición perfecta para la encarnizada rivalidad de los intereses particulares. Para esa selva indómita en la que nos resignamos a buscar favores o tomar atajos. En suma, a sobornar y corromper. 

Lo único que podrá cambiar incluso los resultados de este domingo es el voto que depositamos en el ánfora de nuestros corazones

En definitiva, lo único que podrá cambiar incluso los inexorables resultados de este domingo electoral, es el voto que depositemos en silencio en el ánfora de nuestros corazones. Al Perú solo pueden salvarlo quienes habitan su presente, no su pasado ni sus paisajes y comidas. Nadie lo hará por nosotros. Si no nos gustan nuestros candidatos, es que en realidad no nos gusta cómo somos nosotros mismos, porque ellos provienen de nosotros, admitámoslo. Molestarnos por tener que elegir entre ellos es inconsecuente si antes no nos hemos molestado en tratar de elegir a los elegibles.

Y a querer la patria solo se aprende comenzando por querer a nuestros vecinos y por hacer cosas juntos. Lo que, por último, solo sucede cuando nos decidimos a hablarnos y a conocernos. Hablo del vecino de al lado, pero también del que vive en el campo, en la sierra o en la selva. Solo el trato mutuo puede derretir los prejuicios y recelos.

Este domingo por la mañana, quizá lo más grande que podamos decidir sea saludar cortés y afectuosamente al vecino que saldrá a votar distinto que nosotros. Solo así, y a diario en adelante, llegará un domingo en que realmente la elección de todos pueda al fin cambiar las cosas para siempre.

 

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