Padre por segunda vez / Víctor H. Palacios Cruz

 

Dos bebés, collage de Olga Moreno, 2018.

Hoy nuestro segundo bebé, Patricio, cumple diez meses de existencia y uno desde que le empezó a dar la luz del mundo en su carita.

Como filósofo que es a la vez padre o, mejor, como padre que es también filósofo refuto respetuosamente al admirado Platón, quien no obstante debió tener buenas razones –entre ellas la condena a beber la cicuta contra su maestro, Sócrates, el hombre más bueno y sabio que pudo conocer– para que la vida humana en esta Tierra le produjera “vértigo e incertidumbre”, al punto de concluir, como se lee en su célebre alegoría de la caverna, que todos los miembros de nuestra desafortunada especie somos como prisioneros que viven aquí abajo en el interior de una caverna, dentro de la cual se encuentran desde niños inmovilizados por grilletes que les sujetan el cuello y las cuatro extremidades, impidiéndoles girar para ver la salida y también el fuego que proyecta las sombras que están forzados a ver, y que no tienen más alternativa que considerar como la única realidad existente para ellos.

Nacer en la esclavitud no es en todo sentido menos terrible que nacer en libertad

Creo, por el contrario, que nacer en la esclavitud no es en todo sentido menos terrible que nacer en libertad. Esta apabullante capacidad de elegir que nos angustia como lo sabe, como nadie por estos días, el peruano que se ha visto obligado a optar entre dieciocho candidatos a la presidencia todos sospechosos y mediocres por igual, y que ahora se verá impelido a decidirse entre dos de los peores entre ellos en una segunda vuelta semejante a la más espeluznante pesadilla.

Con acierto –ya se ve ahora que más teórico que práctico– Sartre decía que elegir es pronunciar un sí a cambio de varios “noes”; cuando nosotros ahora, en este país que tiene unas misteriosas ganas de no serlo aún, estamos enfrentados a tener que adoptar un siniestro “no” cualquiera que sea nuestra decisión, tanto si votamos por uno o por otro cuanto si votamos nulo o incluso si no votamos.

Como cuento a mis alumnos, una hormiga tiene más posibilidades de alcanzar la plenitud que le depara su especie, que un humano la felicidad que ha decidido asignarle a su camino. La diferencia, amado Patricio, es que tú y yo no estamos solos y que, pase lo que pase alrededor, caminamos juntos con mamá y Benjamín, tu hermano mayor.

Ilustración del llamado "mito de la caverna" de Platón. 

Mientras tanto, todos los días alguien conocido se nos va por culpa de este hambriento virus, como si la azada de la Parca avanzara lentamente hacia nosotros haciendo cada vez más sonoros sus zumbidos. Y entre el luto cotidiano y la amargura electoral, nada más verdaderamente bueno y buenamente verdadero que la vida misma. La de nuestros dos bebés, el primero de casi dos años que ya ensaya sus primeras conjunciones de palabras, y el segundo un pequeñito de tantas sonrisas –todavía reflejas, diría un pediatra– entre los brazos exhaustos de nuestras almas afligidas.

Paseo a Patricio después de hacer dormir su siesta a Benjamín, y me reconcilio con la rutina ajetreada de un padre que quería hacer de intelectual y al que los dulces pero no por ello menos arduos deberes del amor van sustrayendo pedazos de su ser hecho de antiguos y prolongados ratos de libros y escritura, de aprendizaje entre cafés, maestros y colegas. Un ser que se resiste inútilmente a su inexorable metamorfosis en cada jornada puntuada de sobresaltos y carreras, de acciones simultáneas o discontinuas, pero también de remansos de un alborozo imposible de explicar.

Todos mis silogismos y meditaciones se reducen al “arrurú” con que arrullo a mi bebé

No negaré que extraño mirar el universo que raspaba una y otra vez con la punta roma de mis textos, al que ahora me limito a contemplar en la suave redondez de los dos rostros de mis hijos, y en el brillo sideral que titila en cada uno de sus ojos negros y preciosos.

Envidio a quien, como en vida el científico Stephen Hawking, dispone de la tecnología que permite trasladar a una máquina los pensamientos que se arraciman dentro de la cabeza, mientras baño a uno o le cambio el pañal al otro. Cómo será de distinta esa redacción hecha con el calor de la mente corriendo de una a otra tarea, frente a la que resulta de la facilidad de una sentada larga y tranquila como la que ahora me permite la milagrosa coincidencia entre los dos sueños de mis hijos, ahora en que todos mis silogismos y meditaciones se reducen al “arrurú” con que arrullo al más pequeño de ellos.

Pero siento que estoy muy en deuda con nuestro segundo bebé, y me siento culpable por no haberlo esperado con la misma expectativa con que esperamos a su hermano mayor, atareado como ando por el cuidado de éste y su crecimiento a su vez enfrentado a la aparición de una compañía inesperada. Recuerdo las páginas que pude escribir imaginando su tiempo dentro de mamá, sus primeras sensaciones una vez nacido y mis propias transformaciones –yo, el que realmente nace con cada hijo– impulsadas por el resplandor de su presencia. Me siento culpable porque con Patricio ya nada ocurre con la intensidad de la algarabía o de las zozobras del primer hijo.

Fotograma de Una historia verdadera (D. Lynch, 1999).

A Benjamín le compuse sucesivamente varias canciones, para jugar con él, para darle un biberón o para hacerlo dormir por la noche. Mi esposa y yo turnamos nuestros brazos como mejor podemos, y ella extraña a Benjamín del mismo modo que yo a Patricio.

Me pregunto cuál será la aritmética del segundo hijo: si el amor se divide o se multiplica sin menoscabarlo a diferencia, por ejemplo, del amor conyugal.

Me conforta, sin embargo, saber que ambos se tendrán el uno al otro llegada cierta edad, para jugar y seguro que también para pelearse por la cosa más nimia como es natural. Pero, sobre todo, esa casi coetaneidad entre ambos asegurará que puedan atravesar de la mano los momentos decisivos de la adolescencia y la juventud. 

Como decía el Alvin Straight de la película Una historia verdadera (David Lynch, 1999): “nadie te conoce mejor que un hermano que tenga una edad cercana a la tuya”. Así como dice Jacinto Choza que el humano “es el único ser que necesita saber quién es para serlo”, así también el hijo es el único ser que solo puede escucharse fielmente a sí mismo en el trato diario con un hermano suyo.

El hijo es el único ser que solo puede escucharse fielmente a sí mismo en el trato diario con un hermano suyo

Alguien añadirá que ahora son dos hijos nuestros que nos harán compañía en nuestra vejez. Pero cada vez me aparto más de esa idea, porque algo me dice que la deforma el peso de un probable egoísmo. Comprendo la conclusión conmovedora de la tierna película chilena El agente topo (Maite Alberdi, 2020), en que un jubilado se interna en una residencia de ancianos para informar a un detective sobre el hipotético maltrato que la organización les inflige, y al que el paso de los días y la alternancia con los habitantes del lugar le revela que la mujer por cuyo seguimiento se le paga sufre lo mismo que sufren todos allí y él mismo: el olvido de los hijos. Que aquello que los doblega y deteriora no es ninguna imperfección o malignidad del sistema, sino la soledad en que los postra el verse excluidos de la vida de aquellos a los que ellos dieron la vida.

No obstante, me niego a ver en mis hijos el futuro consuelo de mi ancianidad porque ello equivaldría a convertirlos en instrumentos de mi conveniencia, por comprensible que esta sea. Si ahora como padre, con el añadido de la interposición de una pandemia que no acaba, tengo aún menos tiempo para mis padres, entiendo que es posible que mis hijos necesiten tiempo para los suyos cuando yo exista lejos de ellos.

Escena de El agente topo (M. Alberdi, 2020).

No queda más que aceptar las etapas de nuestros senderos y querernos durante el tiempo en que se crucen. Como en la calle en que Benjamín aprende a mi lado a saludar a todos y a dar las gracias por el café que le traen a papá a la mesa y al chofer del taxi que nos traslada y al doctor que le ausculta la pancita. Los instantes, como los años juntos que también se van, merecen todos nuestros sentidos. Y, con la paciencia de mi esposa, yo lo voy aprendiendo poco a poco.

Me agoto por momentos al jugar con Benjamín porque mi lado vanidoso de académico o escritor me susurra al oído diabólicas posibilidades de una prometedora producción allá en la paz de nuestra biblioteca; y luego me detesto a mí mismo y tengo miedo de que mi mente no esté en mi cuerpo cuando doy vueltas con Patricio junto a mi pecho mientras su mamá extenuada duerme dulcemente en nuestra cama. Ya tendré tiempo para volver a los libros, me digo, y quizá vivir para la vida –la de mis hijos y mi esposa– sea la forma más tangible y segura de alcanzar la perennidad, es decir, una buena memoria aquí abajo en este mundo.

Me niego a ver en mis hijos el consuelo de mi ancianidad: equivaldría a convertirlos en instrumentos de mi conveniencia

Ahora que lo pienso, Patricio debe sentir en mis manos que lo acunan la madurez y las lecciones que yo no tenía con su hermano mayor. Quizá no experimenta las exaltaciones de la primera vez, pero tampoco los nerviosismos que ella trae consigo. Termino ya, antes de volver a verlo en su cuna si no me asalta en el camino el despertar del otro allá en su cuarto.

También me alivia el corazón recordar que en el primer día de nacido de nuestro segundo bebé fui al hospital a verlo a él y a mi esposa, y mientras ella se sometía a un último chequeo antes de recibir el alta en otro ambiente del edificio, yo me quedaba a solas con Patricio. En ese momento y sin esfuerzos, subieron a mi boca las dos primeras cancioncitas que he inventado para él. A las que, por supuesto, no aguarda ninguna inmortalidad musical, pero cada una de cuyas frases será indispensable para que Patricio alcance en adelante su reparador y plácido descanso nocturno. 

 

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