Donde sobrevive lo perdido / Víctor H. Palacios Cruz
La pandemia nos ha
hecho hablar del futuro –la “nueva normalidad” del trabajo, la educación y la
vida social– con tal fuerza que se nos ha olvidado que ahora nada es más humanamente
necesario que mirar hacia el pasado cuando a nuestros costados se rezaga la gente
que amamos retenida por un verdugo microscópico y feroz. En un tiempo de miedo
y dolor, la memoria es la única región de esta realidad donde amigos y
parientes pueden sobrevivir inaccesibles a todas las plagas de la Tierra. Solo
recordando y contando historias, podremos seguir viviendo juntos, siquiera menos incompletos.
A todos mis estudiantes,
con quienes comparto
una misma
ilusión alumbrando la oscuridad
Una
fría tarde del lejano Paleolítico, tres de nuestros antepasados de espaldas
curvas y cabelleras sucias y greñosas, blandiendo ramas toscamente pulidas y vestidos
con pieles malolientes de mamíferos apresados en viejas cacerías, bajaban por
la ladera de una montaña buscando el camino de regreso a la caverna de donde
había partido su larga travesía. Enardecidos y apresurados, imaginaban que hacían
falta todos los brazos de la tribu, incluso los de los más pequeños, para
recoger la incalculable masa de bayas y cerezas que enrojecía el bosque que acababan
de avistar desde la cresta de la cordillera.
Al
anochecer, reunidos en torno al fuego abrigador, las voces respetadas del
grupo dieron su consentimiento a una expedición recolectora que, en efecto,
partió a la mañana siguiente, temprano, dejando en el fondo de aquella caverna
–tiempo atrás arrebatada a las fieras gracias al fuego de sus antorchas– montículos
de raíces y semillas sin cocer, piedras a medio pulir, leños y brasas todavía ardiendo
y, en un rincón, el conjunto de cuencos y vasijas que no hacía mucho habían
aprendido a confeccionar amasando el barro y poniéndolo a secar con la ayuda de
las llamas.
“Idea” en nuestro idioma viene de la misma palabra griega (ἰδέα) que quiere decir “forma”
Antes
del atardecer de aquel día aquella comunidad, masticando parte de su copiosa
cosecha, retornaba apiñada y bulliciosa. El esfuerzo había valido la pena,
tenían abundante y sabroso alimento para varios días.
De
pronto, los hombres que venían delante se detuvieron en seco y dieron una voz
de alarma. Reconocibles pisadas de osos se aglomeraban en la entrada de la
caverna. La pausa exhaló un cuchicheo nervioso y dubitativo. Al fin, algunos de
ellos, los más fuertes y valerosos, se separaron de los demás y entraron con
cautela provistos de teas y de palos. Al rato, se les vio reaparecer con los hombros
relajados y los rostros risueños: habían rastros de osos por toda la cueva, pero
ninguno quedaba ya dentro.
Recobrados
del susto y a punto de rehacer la hoguera, se oyó de repente un grito que la
bóveda de la caverna devolvió amplificado. Siguió el silencio y, luego, el
estupor: los cuadrúpedos invasores lo habían revuelto y pisoteado todo, se
habían llevado la comida guardada y –lo más doloroso– habían hecho trizas todos
los cuencos y vasijas que eran lo más preciado de sus precarias posesiones.
En
medio de la noche de esa aflicción, se encendió una luz lentamente verdadera: no había por
qué amilanarse, al día siguiente volverían a acarrear arcilla del río con la
que recuperar los enseres destrozados. Aquellos animales lo habían devastado
todo, pero no habían tocado ni con el extremo de sus zarpas lo que había dentro de las cabezas de aquellos Homo sapiens. Figuras y arquetipos gracias a los cuales podían
producir hasta el infinito todos los cuencos y vasijas que necesitaran en sus
vidas.
La muerte juega una suerte de jenga macabro. Quita una pieza tras otra dejando vacíos que amenazan con desmoronar el edificio
De
ese modo o de otro parecido, la humanidad descubrió una mañana la existencia de
sus pensamientos. La localización interior de unas ideas que, por intangibles,
quedaban exoneradas del deterioro y la fragmentación.
De
hecho, “idea” en nuestro idioma viene de la misma palabra griega (ἰδέα) que quiere decir
“forma”
y que, a su vez, deriva de eidos (εῖδος) que significa “vista, aspecto”.
Es
legítimo, en efecto, creer que el arte de la alfarería debió inspirar parte de
la filosofía de Platón, según la cual la totalidad de lo existente se reparte
entre dos mundos: uno inferior en que vivimos por un tiempo dentro de cuerpos
que se pudren y disuelven, durante vidas breves que peregrinan cercadas por una
enormidad de cosas moldeadas por un demiurgo, un dios que imprimió sobre la
Tierra innumerables imitaciones de las Ideas puras que pueblan el mundo
superior de donde venimos. Esencias nobles e inmutables, desprovistas de la materia que todo lo marchita y envilece.
Dios
artesano que la Edad Moderna convirtió en el Relojero o el Arquitecto con que
filósofos y masones describieron al Hacedor del universo influidos por la
metafísica, de factura lógico-matemática, de esa mezcla de sabio, inventor y
diplomático que fue el alemán Gottfried Wilhelm Leibniz.
Los moldes que guían nuestras manos subsisten incólumes en el recuerdo de su artífice y, más aún, en la memoria que se cuenta
En
este tiempo en que un volátil e imperceptible enemigo se lleva a tantos de
nosotros del lado de la realidad donde todo se toca y se siente, parece que la
muerte juega con nosotros una suerte de jenga
macabro. Quitando una pieza tras otra, va dejando vacíos aquí y allá que
amenazan con desmoronar el edificio de lo que somos y que se mantiene en
pie por obra del milagro o del azar.
En
circunstancias luctuosas como las nuestras uno entiende mejor a pensadores como
Platón, para quien la única certeza capaz de tranquilizar a un corazón que ama es
la teoría según la cual esta carne que se queja y un día cesa de vibrar no nos
pertenece y es, por el contrario, una vestidura ajena y opresiva que la muerte retira
para devolvernos a una existencia primigenia e impalpable a la que, por ello
mismo, nada físico puede lastimar. Un ser inasible al que la virtud y el
conocimiento facilitan el pasaje de retorno a la patria superior de donde algún
pecado le hizo caer sobre este valle de miserias.
Sin
que mediaran las finas tramas de la inteligencia, esto debió ser lo mismo que
sintieron, con el balbuciente “eureka” de cientos de miles de años atrás,
aquellos mortales simples y rudimentarios que entrevieron lo que otros llamarían
muchísimo después alma, espíritu o mente, al reparar en que las decenas de objetos a los que sus manos modelaban a su antojo podían tener un devenir caduco y quebradizo, mientras
que los moldes que las guíaban subsistían incólumes en el recuerdo de su artífice
y, más aún, en la memoria que se cuenta, que se cuida y viaja de una época a
otra. (Sin negar, por lo demás, que esos moldes, a su vez, tomaron a sus propias manos
como referencia y patrón de todos sus utensilios).
El último reducto a salvo del contagio es el recuerdo, allí donde nada puede pasarle ya a nuestros seres amados y perdidos
Aun
cuando mis apuntes de profesor digan que somos seres irrenunciablemente corporales,
hechos de brazos que abrazan y de bocas que dan besos, comprendo con emoción la
tierna necesidad que ha experimentado siempre nuestra especie –desde nuestros
ancestros primitivos hasta nuestros más cultivados filósofos– de no apostarlo
todo a lo visible y de depositar, más bien, en el reino paralelo de lo
intocable nuestra verdadera sustancia y nuestro destino, al amparo de cualquier piedra
y de cualquier cuchillo, perdurable en una dimensión originaria e inextinguible.
Aunque
no exista evidencia alguna de ello –solo complejas deducciones racionales y
conmovedores actos de fe–, esta esperanza es el consuelo más antiguo y
universal al que acudimos cuando, como diría Ernesto Sabato, empezamos a vernos
“rodeados progresivamente de ausencias”.
Después
de todo, ahora sabemos que el verdadero encierro de nuestras cuarentenas, el
último reducto a salvo del contagio, ha sido en realidad ese impreciso recinto –baúl o morada–
que es el recuerdo, allí donde nada puede pasarle ya a nuestros seres amados y
perdidos.
Esa
vida que solo puede seguir a fuerza de no dejar de contar historias por medio
tanto del testimonio más escueto y desgarrado de una red social cuanto de las
más variadas expresiones del arte que permitan la sólida sobrevivencia de la
memoria colectiva, más fiable que las evocaciones de un solo individuo que por
igual ha de partir y que los mismos libros que, como dicen Proust y Ribeyro,
“también se irán de aquí como los otros”.
Solo
no dejando de hablar de nuestros muertos, como quien cuida de un fuego que no
se ha de apagar, sus latidos seguirán escuchándose sobre esta estremecida
orilla de la realidad como una bella música frágil e insistente.
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