Nuestras difíciles relaciones con la verdad. El dogmatismo en un tiempo electoral / Víctor H. Palacios Cruz

 


Se dice que cuando estalla una guerra la primera víctima es la verdad. Algo similar sucede cuando empieza una carrera electoral. La ansiedad de competir y más aún la ansiedad de creer en alguien nos empujan a aceptar lo inaceptable. Lo más grave ocurre cuando una propuesta –falible y discutible como todo lo terreno– se imbuye de pretensiones absolutas. Tarde o temprano, el desengaño abre grietas en las relaciones humanas y en la conciencia personal.

* Todas las imágenes son reproducciones de pinturas del artista inglés J.M.W. Turner (1775-1851). 


Una definición de la verdad y su primer inconveniente

Pertenece a Tomás de Aquino la definición más famosa de la verdad: veritas est adaequatio intellectus et rei (“la verdad es la adecuación de la inteligencia a lo real”). Lo que suena sencillo y sensato. Si queremos saber si un juicio es falso o verdadero, no hay más que cotejar lo que dice con los hechos a los que se refiere. Si alguien dice “llueve”, basta con sacar la mano por la ventana para confirmarlo o desmentirlo.

Sin embargo, esta definición enfrenta dos inconvenientes.

En primer lugar, las realidades no son siempre asequibles y observables –como la lluvia, la temperatura o el color de una manzana–, incluso pueden resultar continuamente variables y por ello inapresables. ¿Dónde termina la composición de una partícula subatómica? ¿De qué tamaño es el universo? ¿Cuál es la mejor forma de dar una clase o de gobernar a un país? ¿Cómo se cría a un hijo?

Nuestras miradas siempre incompletas nos invitan a salir y a departir con otras mentalidades

No obstante, nuestra mente tiende a pronunciarse sobre cosas que no tocan nuestros sentidos ni avistan nuestros instrumentos más sofisticados: ¿adónde vamos cuando morimos?, ¿cuál es el origen de la vida?, ¿Dios existe?

En tal caso, ¿cómo se verifica la adecuación de la inteligencia con realidades que escapan a nuestro radio de percepción? ¿Cómo se obtiene la consonancia entre el pensamiento y las cosas sobre las que no tenemos ninguna señal?

El mismo Tomás de Aquino aclaró que los objetos de conocimiento más acordes con nuestra naturaleza eran precisamente las cosas sensibles. Lo que, sin embargo, no le llevó a circunscribir el conocimiento humano a la sola descripción de lo material. Sus cinco vías para la demostración de la existencia de Dios prueban que el saber que nuestro modo de ser posibilita no detiene el deseo de ir más allá de nuestras fronteras.


Entiendo que por debajo de la posición tomista está la modestia de admitir nuestra finitud frente a la inmensidad que se oculta en lo más pequeño y cercano, y la que se extiende alrededor de esta tierna migaja de cosmos que es la Tierra. No somos dioses. En rigor, conocemos según nuestras condiciones y hasta cierto punto más allá del cual solo quedan la teoría y la conjetura, pero no el juicio inobjetable.

No obstante, nuestras limitaciones no son una desgracia, sino el mejor pretexto para la búsqueda constante, el asombro inapagable y el encuentro con los otros. Nuestras miradas siempre incompletas nos invitan a salir y a departir con otras mentalidades y experiencias a fin de alargar el breve camino que la vida nos concede. Maestros dispares como Karl Jaspers y Leonardo Polo coincidieron en sostener que filosofar es un “ir de camino” y una “tarea siempre abierta”.

No  hay manera de creer que la vastedad de lo real pueda caber dentro de nuestra insignificante sesera

De paso, habría que decir que para el creyente –el cristiano, por ejemplo– cualquier artículo de fe trata exclusivamente de verdades que atañen a su salvación y no sobre otros asuntos acerca de los cuales todo es abierto y perfectible. Para él, las líneas del Credo contienen todas las “verdades de fe” que está obligado a creer. Ninguna de las cuales versa sobre astronomía, historia o medicina, ni habla de política o de cómo hacemos los mortales para vivir armoniosamente en el complejo mundo que hemos engendrado. Como dijo el propio Galileo en su defensa, la Biblia “nos enseña cómo se va al cielo y no cómo van los cielos”.

Por consiguiente, no existe ni puede existir una doctrina científica o filosófica que pueda presentarse como oficialmente cristiana. Y ningún académico, investigador o candidato electoral puede dar a sus propuestas una investidura celestial.

 

Segundo inconveniente

El otro inconveniente en la definición tomista de la verdad es el siguiente: nuestro contacto con la realidad se realiza insoslayablemente a través de los sentidos, es decir gracias a la mediación de sensaciones sujetas a las características de lo que se percibe y a las de quien percibe. Por tanto, la verdad vendría a ser “la adecuación del pensamiento a la realidad que nuestras impresiones nos pueden proporcionar”, con todas sus particularidades e imperfecciones. “Nada hay en la inteligencia que no haya estado antes en los sentidos”, decía Aristóteles.


Lo que nos enfrenta a una disyuntiva delicada. Podemos tomar estas sensaciones como los indicios que nos llegan de algo que las trasciende, o, por el contrario –como hizo el escocés David Hume–, podemos tomarlas como la única realidad disponible fuera de la cual nada puede ser negado o afirmado.

Delante de los racionalistas herederos de Descartes –para quienes era viable la ciencia total gracias a una red de deducciones que partieran de ciertas ideas innatas–, Hume concluyó que lo único existente era el inagotable caudal de impresiones que cruzan nuestra conciencia sin ley ni conexión entre sí, excepto las que arbitrariamente les asignamos. De modo que no hay certeza ni del mundo ni del yo ni de nada. Después de lo cual el propio Hume escribió: “estoy afligido y confundido por la desamparada soledad en que me deja mi filosofía”. El humano quedaba, sin remedio, cercado por sus propias sensaciones e incapaz de dar un paso más allá de sí mismo.

A menudo la impaciencia nos lleva a olvidar nuestra pequeñez y a obstinarnos en reducir lo inabarcable

“Hume me despertó de mi sueño dogmático”, confesaría más tarde Inmanuel Kant después de abandonar una primera etapa racionalista y convencerse de que la única ciencia factible es la que nuestro entendimiento produce a partir de las impresiones que nos llegan de fuera (sin traer consigo a la mente ese mismo “afuera” de donde vienen).

Kant escribió: “el «territorio» del conocimiento objetivo se parece a una isla, la tierra de la verdad, rodeada por todas partes por un mar inmenso y desconocido, albergue de la ilusión. El navegante inexperto que se adentra en ese mar cree descubrir siempre en el horizonte nuevas tierras. Se trata de un espejismo, pero de un espejismo necesario”.

Ese “mar inmenso y desconocido” del que habla Kant asoma cuando contemplamos una noche estrellada del mismo modo que cuando cerramos los ojos para escuchar los latidos de nuestro espíritu. Decía San Agustín: “y van los hombres a admirar las montañas, los ríos, los mares y las estrellas, pero se olvidan de sí mismos”.


En el amplio arco que trazan las culturas, los humanos hemos encarado el “mar inmenso” del firmamento y del yo de muy diversas formas: por medio de la reverencia y el silencio; por medio de cultos y de mitos; por medio de relatos y teorías; o por medio de números, telescopios y satélites.

No  hay manera, pues, de creer que la vastedad de lo real pueda caber dentro de nuestra insignificante sesera. Por el contrario, asumir sabiamente la “docta ignorancia” de que hablaba Nicolás de Cusa ha requerido siempre de un temple humilde y sereno, tan favorable a la convivencia y que desdichadamente no ha sido la conducta humana más común a lo largo de los siglos. Tan a menudo la impaciencia nos ha llevado a olvidar nuestra pequeñez y a obstinarnos en reducir lo inabarcable, como diría Nietzsche, a “lo que ya no nos sorprenda ni intranquilice”.

Inaptos para vivir en la intemperie de lo ilimitado, los mortales sentimos la urgencia de buscar un fortín que nos ofrezca amparo

Por el contrario, aceptar juntos lo poco que sabemos es lo que más puede acercarnos. Como dice Alberto Manguel, “las preguntas unen, pero las respuestas aíslan”. En efecto, nos solidarizan más nuestras carencias que nuestras firmezas, y es más cálido y cordial el clima de una mesa a la que sientan personas dispuestas a escucharse.

La ignorancia es incluso una fuente de entusiasmo, puesto que proyecta un sendero abierto a la aventura y a ese estado de encantamiento propio de la infancia.

 

El miedo como raíz del dogmatismo

Muchas veces lo que nos ha apresurado a creer que poseemos un saber completo que descarta para siempre la aparición de lo nuevo e inesperado, ha sido la inseguridad profunda que deriva de sabernos solitarios en un rincón del universo. Nos inquieta la noche escondida en la claridad más familiar así como el destino siempre impredecible de la actuación humana. Y juegan su papel también los miedos inducidos: el miedo al infiel, al migrante, al diferente, al adversario político. Incluso el miedo a la vida y a la libertad. 


El dogmatismo es la reacción más frecuente y peligrosa que el humano suele adoptar frente a su propia finitud, y consiste en tomar una versión particular cualquiera como la única y definitiva. Mejor dicho, pasar la parte por el todo al hacer de una mirada por naturaleza fragmentaria y provisional una formulación terminante y absoluta. Inaptos para vivir en la intemperie de lo ilimitado, los mortales sentimos la urgencia de buscar un fortín que nos ofrezca amparo, que nos dé el engañoso sosiego propio de lo simple y descomplicado.

Por supuesto, no hay que confundir el dogmatismo con la confianza en unos cuantas indispensables certezas: por ejemplo, ciertos axiomas de la lógica y las matemáticas, así como esos principios de orden moral –el valor de la vida, la dignidad del otro– que permiten que podamos encontrarnos pacíficamente en el mismo lugar.

Al igual que la locura, el dogmatismo es la huida de una realidad con la que se ha experimentado el desajuste y la ruptura

Para el dogmático, en cambio, las pocas convicciones que posee no son un punto de partida sino, más bien, aquello que lo exime de seguir investigando. Para el dogmático, cualquier discrepancia remece la bóveda artificial que lo cobija, sin la cual quedaría expuesto a una orfandad insoportable.

“Conforme más consecuente y riguroso es un pensamiento, más distorsionada es su visión del mundo”, escribió Elias Canetti. En la búsqueda del saber, efectivamente, debemos lealtad a los hechos y no a nuestras ideas. Por ello, la contradicción no es una herida, sino la abertura por donde entra la luz del mundo que confiere a nuestra perspectiva la inserción en una amplitud más aireada y acogedora.

No es nada casual que el dogmático tenga en común con el descreído o el escéptico radical –aquel que no cree que podamos lograr siquiera una pizca de verdad– el renunciar a toda búsqueda y a todo diálogo. Uno y otro viven por igual en la inmovilidad del vacío desesperado –el descreído– tanto cuanto de la llenura imaginaria –el dogmático–.



La conducta del dogmático

El dogmatismo recuerda el comportamiento de Don Quijote, siempre que se quite al entrañable personaje de Cervantes su candor y su nobleza. Fuera de ello, ambos viven en un mundo paralelo y opuesto al real, y desde esa posición ambos falsean y retuercen hasta lo que tienen delante de los ojos con tal de que el cristal de su cabeza no sufra la menor fisura. Entonces, son gigantes y no molinos de viento, es una tropa de temibles moros y no un simple rebaño de cabras.

Contaba Primo Levi que conoció a una mujer que había perdido a su hijo en la Segunda Guerra Mundial, y años después seguía diciendo que el muchacho aún vivía y volvería a casa la siguiente Navidad, y si tardaba tanto era porque la guerra quedaba tan lejos... De ahí que la negación de lo evidente, que es lo que le pasa al dogmático, en muchos casos esconda una tragedia. Al igual que la locura, el dogmatismo es la huida de una realidad con la que se ha experimentado el desajuste y la ruptura.

El miedo acumula una opresión que luego se libera con ferocidad

Ese debe ser también el caso de los enceguecidos adeptos de Donald Trump, para quienes cualquiera de sus barbaridades es un invento de terceros, porque el señor Trump no puede ser malo y si lo parece tendrá sus motivos. En otras palabras, el perverso cuento de los “hechos alternativos” que ha llegado al Perú en plena temporada electoral.

El dogmático divide a la humanidad entre sabios e ignorantes, correctos e incorrectos, superiores e inferiores, con todas sus lamentables consecuencias. De ahí que su trato con los demás tienda a ser categórico, áspero y, llegado el caso, conflictivo y hostil. Porque en el fondo, lo que está en juego para él no es el conocimiento sino su propia sobrevivencia.

A continuación, el drama personal del dogmático adquiere proporciones monstruosas cuando resuelve salir de su guarida no para reconciliarse con el mundo, sino para someterlo y transformarlo. Porque para él, la verdad es lo inverso de lo que decía Tomás de Aquino, la adecuación de la realidad al pensamiento. No olvidemos que el miedo acumula una opresión que luego se libera con ferocidad.


En De servo arbitrio Lutero, convencido de que el Espíritu Santo le hablaba al oído con detalle, escribe: lo que yo creo “es necesario que sea afirmado y defendido incluso por medio de la muerte, también aunque el mundo entero debiera arder en tumultos y guerras, más aún, aunque el mundo se precipitase en el caos y fuese reducido a cenizas”.

Nada más temible que un intelectual, un político o cualquier aspirante al poder, que hable en nombre de Dios y declare que es un escogido al que nadie puede contrariar. Que ha confundido la contingencia de la vida con la rigidez de lo apodíctico. El mismo Aristóteles decía que la política pertenece al campo de lo opinable y no de la ciencia exacta, en una polis para la cual la virtud más útil es la prudencia y el valor más apreciado, la amistad.

Sé bien que algunos seguidores de estos mesías pasajeros aguardan un reparto, una compensación. Me duele más la suerte de otros que ven sinceramente en ellos la figura que la historia regala a sus ilusiones de una sociedad por fin acorde con sus sueños.

Ernesto Sabato: “el desencanto es proporcional a la medida a la ilusión”.

Quien quiera que profese una fe debe recordar que, dentro de sí mismo, se trata de un tesoro inestimable, y fuera de él de una certidumbre que comparte el mismo espacio con otras creencias tan legítimas como la suya. La regulación de esta convivencia depende de las leyes terrenales, y no del calor de la creencia individual. "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios", dice el Evangelio.

Anhelo de corazón que quienes sin mala intención sucumben a ciertos proselitismos pretensiosos se detengan a tiempo, porque llegará la mañana en que el sol rasgará el velo de su engaño. El curso incesante de los hechos, como el agua en la roca, terminará por horadar el acero con que el dogmático se cubre. Lo que espera a quien cree que lo sabe todo es siempre el cataclismo que provoca la comprobación de lo contrario. Como en el amor, el paso de la idealización a lo real provoca el amargo desenlace de ya no creer más en ninguna persona ni palabra. Y nada más terrible que decir adiós a la confianza.

El descreído, el escéptico radical, no es más que un dogmático al día siguiente, pues, como decía Ernesto Sabato, “el desencanto es proporcional a la medida a la ilusión”.

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