El muñeco de apego de un bebé: cuando una oveja es el pastor / Víctor H. Palacios Cruz
Dicen los pediatras que, alrededor
de los ocho meses de vida, los bebés empiezan a tener conciencia de existir
separados de sus padres. Entonces, se relacionan con el entorno más próximo como
si se adentraran solos en lo lejano y desconocido. Al experimentar esta transición, muchos
bebés se aferran a un objeto –manta, almohada o peluche– que les proporciona
una sensación de calma, seguridad y compañía en cada uno de sus pasos por el mundo.
Hay quienes añaden que, en rigor, de grandes los humanos nos seguimos sintiendo
en la realidad como en medio de lo “ancho y ajeno” –como diría un novelista
peruano–. Despojados de los anillos, amuletos y talismanes de otros siglos, los
adultos de la modernidad encontramos nuestros propios juguetes de apego en los recuerdos
y los pensamientos. Es decir, en algo intangible que nos acaricie con la ternura
de su inextinguible certeza. Aquí un texto con una observación doméstica sobre
mi hijo y su peluche.
Pronto hará un
año que, en coincidencia con que mi esposa volvió a trabajar, mi bebé dejó por
sí solo el pecho y empezó a apegarse a una oveja de peluche, pequeña y blanca, con
un cencerro tintineante en su interior. A partir de una noche, ya no se separó
nunca más de este juguete blando y estrujable sin el cual no podría consumarse la
ceremonia de su descanso nocturno o tomar cualquiera de sus biberones.
Incluso nos
convencimos de que algunas noches se despertaba alarmado por no sentir su oveja
al lado, seguramente abandonada en alguno de sus desplazamientos durante la
madrugada a lo largo de su cama. Llegó el día en que ya no esperaba a alguna de
sus siestas o a la noche para buscarla y llevarla consigo a varios de sus
juegos. Vimos, una vez, que se empinaba todo lo que podía para elevarla sobre
su propia cabecita a fin de que la oveja se viera en un espejo en el que él
mismo no alcanzaba a verse cuando apenas daba sus primeros pasos.
Un tiempo
después, vimos que jugaba a dar de comer a otros muñecos y también a Loly, como
empezamos a llamarla. Pero cuando recibía una fruta o un pedazo de pan, era a
ella a quien daba el primer bocado antes de llevárselo a la boca.
La envoltura antialérgica de un relleno sin latidos es quien custodia el reposo de mi hijo
Luego de
mudarnos de departamento, las relaciones con su mascota se multiplicaron. Y su
oveja debía también hacer lo que él hacía: dar las buenas noches, dar besos,
bailar o tomar su leche. Si veía a una orquesta tocando en la televisión,
dirigía los ojos ciegos de Loly hacia la pantalla; si veía a algún albañil trabajando
en una casa de enfrente, la ponía a la altura de la ventana para que también
saludara a aquel trabajador; si veía a través de otra ventana a los perros de
nuestra vecina, Loly también debía observar cómo jugaban, ladraban y se perseguían;
si le curábamos una raspadura de la piel con una crema, ella debía ser curada
igual.
Por último,
cuando Benjamín me ayuda a levantar un colchón o poner cualquier otra cosa en
su lugar, estira las patitas delanteras de su peluche para que también colabore
y luego las junta para que aplauda concluida la tarea.
Es tan hermoso apagar
la luz del cuarto y dejarlo dormido de costado abrazando a su mascota,
haciéndole una última caricia con los deditos a los que no ha llegado todavía el
desvanecimiento de su sueño. No sé si pensar que Benjamín reproduce con ella el
cariño que cree recibir, o si, por el contrario, se empeña en enseñarme
cómo debo quererlo y cuidarlo a él, aun con el cuerpo cansado y la mente
vencida.
El ser que yo creo arrullar y proteger es el punto más allá de mi línea que me sostiene en pie y me hace andar
Recuerdo una
película checa de hace muchos años, Kolya
(Jan Sverak, 1996), en que un niño –accidentalmente dejado en manos de un
músico y soltero empedernido a quien el desamparo del pequeño, además
extranjero, transforma y ennoblece de un modo inesperado– abre la historia
cantando los conocidos versos de un salmo: “el Señor es mi pastor, nada me
falta, en verdes praderas me apacienta…”
En la tan breve
vida de Benjamín, la oveja es en realidad su verdadero pastor. Juguete enflaquecido
de tanto abrazo, esta envoltura antialérgica de un relleno sin latidos es quien
custodia el reposo de mi hijo y lo calma durante su errancia a través de las
varias oscuridades de su sueño.
Una tarde
entendí que, aunque mis alumnos digan que aprenden al escucharme en el aula, soy
yo el que estira su insignificante cabeza al contemplar junto a ellos el mundo compartido.
Del mismo modo, comprendo ahora que es Benjamín quien me conforta y fortalece. Que
el ser que yo creo arrullar y proteger, esa vida chiquitita y desvalida es el
punto más allá de mi línea que me sostiene en pie y me hace andar.
Que la criatura perpleja y vulnerable a la que acuno junto a mi pecho, a quien dirijo el más sorprendido de mis silencios, es el guía que me conduce, en este mundo de sequedades y tinieblas, hacia la fuente donde puedo al fin beber el agua más pura.
Víctor Hugo .. gracias por compartir una experiencia común entre los que hemos tenido la dicha de acompañar en sus etapas de vida a nuestros hijos . Este comportamiento dará un vuelco a la llegada del hermanito ya verás, serán los fieles compañeritos y confidentes ... defensores el uno por el otro... vaya vivencia la que te espera !! Un abrazo , cariños a Benjamín
ResponderBorrarEso lo escuché en una hermosa película, nadie te conoce mejor que el hermano que tiene una edad cercana a la tuya. Esa compañía es irreemplazable. Gracias, Marita!
BorrarHijito..
ResponderBorrarBendiciones y muchas felicidades es muy cierto lo que esctibes. Es el amor de padre.
Saludos y cariños a Benjamin.
Así es, mamá. Los hijos nos modelan, transforman e impulsan. Es una experiencia que tiene sus dificultades y agotamientos, que sin embargo se empequeñecen ante las maravillas que nos retribuyen
BorrarBien primo, interesante artículo. Tengo la experiencia con mi primera hija, ella no se dormía si no le ponían música del cholo Berrocal, éste gusto lo tomó de mi suegra que a la hora del almuerzo siempre le ponía los algarrobos verdes. Un abrazo!
ResponderBorrarUn abrazo, querido Rafo. Tu anécdota es hermosa. Esa música, hermosa y entrañable además, es parte del espíritu, de la sensibilidad y el corazón de tu hija. Gracias por contarlo!
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