Ecuador, un país que me es querido / Víctor H. Palacios Cruz

 

Bella Plaza de Armas de Quito.


El Bicentenario de nuestra independencia política no significa solo la historia de nuestras tribulaciones como país. Es también la memoria de todo lo que compartimos y nos vincula con nuestros vecinos: las mismas ilusiones en la fundación de nuestras repúblicas y una profunda hermandad de parentescos, paisajes, idiosincrasias y culturas. Aquí un fragmento de mi libro Las moradas del abuelo (2012) titulado “Las fronteras no encierran ni interrumpen”.

  

Pasé mis mejores vacaciones escolares en la casa de mis abuelos maternos en la sierra de Piura. Dicen que lo más importante que nos ocurre en la vida sucede en la infancia. El caso es que cuando pienso en vacaciones, mucho después, sin variar escojo un lugar montañoso, cubierto de verdores, que admita la posibilidad de la lluvia y ofrezca una variedad de caminos lejos del asfalto. Busco en el mapa del Perú, y a veces fuera de él, mi próximo destino y, semanas antes de partir, lo imagino en detalle con una ilusión infantil, que olvidaré por completo nada más llegar. Fantasías compuestas por los recuerdos, guiadas por una necesidad espiritual de verme rodeado por ríos que desciendan entre cañaverales y campesinos que hablen un castellano más dulce. Como escribí en un poema adolescente, mi cuerpo nació en el desierto, pero mis sentidos lo hicieron sobre las faldas de los cerros entre guayabos y maizales.

Si hay una música unida a ese pasado, no puede ser otra que la que escuchaba mi abuelo, el hombre más bueno que yo haya conocido. Aunque durante años no presté interés a esas canciones y aun, presa de un esnobismo juvenil que hoy me avergüenza, llegué a repudiarlas, ahora aprecio casi enternecido el repertorio ecuatoriano con que mi abuelo se acompañaba cuando comía, cuando desgranaba el maíz, cuando trenzaba sogas con cabuya y cuando estaba ya acostado, en medio de la noche en el campo, todavía sin dormir. Pasillos y sanjuanitos que, junto a marineras y valses peruanos, le agrandaban el corazón y hacían resplandecer sus ojos, aun bajo los párpados con la radio sonando al lado de la cama.

Hay socios, parientes, amigos y amores separados por unos cuantos puestos de control policial

Hace un tiempo, cuando recorría en taxi una de las calles de Quito, le pedí al conductor que pusiera una emisora con aquella música que creía indispensable para complementar mis paseos por la capital ecuatoriana. Cuando evoqué la tierna voz de Julio Jaramillo, quedó asombrado, pues tenía el convencimiento de que poca gente, incluso en su país, conocía aquellas viejas grabaciones que, sin embargo, como le conté, eran cotidianas y queridas en las provincias del norte del Perú. Fue entonces cuando aquel emocionado chofer me confesó, como venciendo algún pudor, que él y muchos amigos suyos conservaban algunos discos de música peruana, y que reconocía muy bien a varios de nuestros mejores cantantes.


Nuestra mutua sorpresa tenía una única razón que no quisimos mencionar: la memoria de varias guerras entre nuestros países en el curso de medio siglo ya pasado. Mi propio abuelo fue soldado el año 1941 y usó las armas en Tumbes y Zarumilla. Un diploma que lo asciende de grado en mérito a una hazaña individual cuelga en el vestíbulo de su enorme casa. Muchas veces al lado de la cocina de leña, en noches propicias al ancestral rito del contar historias, le escuché narrar, con una mezcla de orgullo y de pena, pormenores de aquellos días de combate en los que alguna vez respetó la vida del enemigo indefenso, en una guerra que otros habían decidido y en la que él tenía deberes que cumplir.

Recuerdo los paisajes de Cuenca y Loja, y me parecen los mismos que he visto en la serranía del norte peruano. Hay como una continuidad en la geografía, los mismos pájaros cantan en los mismos árboles aquí y allá. Hay viejos senderos que comunican pueblos a uno y otro lado de un lindero imaginado. Hay también socios, parientes, amigos y amores separados por unos cuantos puestos de control policial. Las fronteras, arbitrarias e inevitables, delimitan la vigencia de unas leyes y encierran las vicisitudes de una colectividad, pero también azuzan la mirada vigilante y recelosa de lo que aparece allá al frente.

Una existencia no cabe dentro de ninguna estrecha división, ni siquiera dentro de la vida misma

Recuerdo también que de pequeño jugaba sobre una pendiente boscosa, adonde no llegaban las gallinas de mi abuela, y en el suelo con un pedazo de rama excavaba caminitos por donde hacía avanzar una cajita de cartón. Siempre quería alargar esas frágiles carreteras de miniatura, hacer un puentecito, llevarlas más lejos. Ahora entiendo ese empeño infantil. Lo que queda lejos, aquello que nos han prohibido, aquello donde mora el misterio, no nos detiene sino que, por el contrario, nos atrae y estimula. A solas o acompañados, queremos descubrir y explorar ese terreno vedado. Es la sustancia de toda aventura.

Del mismo modo, siento que las fronteras políticas no tienen por qué ser eliminadas. Más bien, persistentes, deberían ser vividas como un continuo llamado, una tentación que lleve hacia lo distinto pero interesante, hacia lo semejante pero nuevo. Para seguir aprendiendo y viviendo una existencia que no cabe dentro de ninguna estrecha división. Ni siquiera dentro de la vida misma.

 

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