¿Y cómo hacemos para cambiar el país? Sobre nuestra independencia política todavía incompleta / Víctor H. Palacios Cruz

 


En los días de la Peste Negra en la Florencia del siglo XIV, Giovanni Bocaccio contó en el prólogo de su Decameron: “tan grande sería el espanto que esta gran tribulación puso en las entrañas de los hombres, que el hermano desamparaba al hermano, la mujer al marido; y lo que era más grave, el padre y la madre huían de los hijos tocados de aquella dolencia”.

Los tiempos de catástrofe son criaderos de miserias, el olvido del prójimo entre ellas. Con el calor de las fauces del monstruo en la cara, el humano huye al instante de todo lo exterior y se desgaja del grupo. El “sálvense quien pueda” mencionado al principio de la pandemia, este mar adentro de tinieblas sobre cuyas primeras luces –el brillo plateado de las ansiadas vacunas– se han abalanzado quienes supuestamente guiaban nuestra frágil embarcación.

(Algo que nos retrata con crudeza es que tantos se regocijen con el pecado ajeno, que de paso ha dado argumento a sus odios precedentes. Les importa más tener la razón de su lado que el bien de todos. No hace falta una guerra civil para que el encono ensangriente las redes sociales a cada minuto.)

La corrupción no es una práctica exclusiva del cargo público: es el espejo más fiel de una porción de nuestra ciudadanía

Sin duda, lo más desmoralizante ha sido la demostración de un hecho al que se había resistido nuestra más íntima esperanza: que la venalidad pública no se restringe al estamento de funcionarios y autoridades y, por el contrario, se halla tan diversamente extendida entre los peruanos. Empresarios, diplomáticos, académicos y hasta una notable figura eclesiástica le han dado rostro a una corrupción se diría más socialmente representativa.

Tenía que verse una trama de esta magnitud para aceptar la incómoda verdad de que la corrupción no es una práctica exclusiva e inherente al cargo público, sino que es el espejo más fiel de una considerable porción de la ciudadanía.

Con humor, muchos lo contaron de inmediato: valerse de cierta posición para favorecerse a uno mismo con el suministro de unas vacunas, equivalía a las mil y un faltas que muchísimos cometen por todas las calles y todos los pasillos de las instituciones del país. Tirar un papel a la vereda, meter el carro para adelantarse a otro en la avenida, saltarse el tuno de una cola, invadir la vía pública con arena y ladrillos sin un permiso municipal, etc.

La proclamación de la Independencia del Perú, pintura de J. Lepiani.

No son las autoridades públicas y privadas lo que hay cambiar, sino la sociedad entera de la que ellas salen sin cesar. No es solo a un funcionario al que hay que juzgar. Es el peruano común el que debe examinarse a sí mismo con rigor.

¿Exagero? Veamos. De cada diez taxistas, empleados públicos o transeúntes con que usted se cruza, ¿cuántos de ellos son eficientes, gentiles y honorables? ¿Quién entre ustedes tiene el privilegio de vivir rodeado por vecinos respetuosos y cooperativos? ¿Cuántos de nosotros trabajamos en ambientes laborales librados de la toxicidad de la adulación, el arribismo y la delación?

Cuando recuerdo el sentido atroz de la palabra “corrupción” –proceso por el cual un ser vivo se deteriora, se descompone y se pudre–, me pregunto qué es lo que se arruina cuando hablamos de un soborno o una malversación de fondos. Cuando un policía de tránsito insinúa la coima que nos eximirá de una multa, ¿qué es lo que queda afectado a fin de cuentas: el conductor, el policía, la institución policial o la vida en común?

No es solo a un funcionario al que hay que juzgar. Es el peruano común el que debe examinarse con rigor

Sócrates decía que quien calumnia se hace más daño a sí mismo que a aquel a quien ofende, puesto que quien efectúa un acto malo es él, y solo él, quien se pervierte en consecuencia. Por su parte, el calumniado queda a salvo en tanto que sea inocente y preserve su paz interior. Sin embargo, creo que cuando se trata del ejercicio de un cargo público quien agravia, roba o miente, destruye moralmente su integridad a la vez que socava orgánicamente a la comunidad, porque el lugar desde el que se comete el hecho no es solo el de la persona, sino también el de una determinada función social.

La corrupción, además, suele impulsar un círculo vicioso. Las firmas nacionales o extranjeras que prefieren expandir sus negocios y obtener licitaciones recurriendo a la compra de alcaldes o ministros, a corto plazo obtienen ganancias ostensibles, pero a largo plazo están invirtiendo en la devastación de un país que un día hará invivible su actividad económica. Así de absurdo.

La capitulación de Ayacucho, pintura de D. Hernández.

Desde luego, la maraña burocrática y la ineficacia del aparato público son poderosos motores de la depravación ciudadana. Alguien corriente y sin recursos que sabe que no podrá ser a tiempo recibido en un servicio hospitalario del Estado, no lo pensará dos veces para buscarse un “contacto” que le abra desde dentro un resquicio por donde acceder con ventaja a la atención médica.

Unas calles rotas y desordenadas, hostiles a niños y discapacitados, ¿no bastan para infundir la desconfianza y la agresividad que agrietan al conjunto de la colectividad? Tanto abandono y desilusión debe haber inducido en la gente la desafección por su entorno así como la exclusión del bien común en sus rumbos personales. 

La maraña burocrática y la ineficacia del aparato público son poderosos motores de la depravación ciudadana

¿Cómo empezamos a cambiar todo esto? Desde luego que no es ninguna solución la respuesta iracunda que oímos de algunos de nuestros mayores: “fusilarlos a todos”. Con ello cometeríamos otras injusticias incluso peores. Pero, sobre todo, no se arreglaría nada porque otros vendrían a ocupar los mismos lugares para mantener operativa la maquinaria de las fechorías.

Se escucha a menudo que la educación es la salida. Pero ¿cuál educación? Con excepciones, la escolar y la universitaria tienen pocas posibilidades de enderezar un alma que no fue bien cultivada en su propia casa. Algunos buenos maestros logran, contra todas las dificultades, inspirar en sus estudiantes los derroteros más saludables y virtuosos. Sin embargo, buena parte del sistema educativo se halla sujeta a fines más bien interesados, por ejemplo crear mano de obra para el conglomerado empresarial que los financia.


Asimismo, muchos padres piden a los colegios que hagan lo que ellos no supieron hacer con sus chicos. Y uno se pregunta en qué punto exacto de la mala crianza basada en premios y castigos se coloca ya la semilla del cálculo de la conveniencia personal.

Otros padres utilizan a sus hijos como medios a través de los cuales tener cierta imagen social exigiéndoles la obtención de los primeros puestos en todas las disciplinas. Si la corrupción es en esencia desviar un bien público hacia el bien privado, en definitiva la corrupción no es sino el otro lado del individualismo. Esa tendencia fomentada con ahínco por familias, colegios y universidades convencidos al unísono de que lo único que cuenta es formar jóvenes que compitan exitosamente, en lugar de alentar en ellos el anhelo de cuidar el mundo al que pertenecen.

¿En qué punto exacto de la mala crianza basada en premios y castigos se coloca ya la semilla del cálculo de la conveniencia personal?

En conclusión, la investigación periodística, la indignación ciudadana y el debido proceso penal no van a acabar con la corrupción, de ninguna manera. Solo tocarán la pequeña parte de ella que a menudo asoma y se hace visible. En suma, atacarán los síntomas pero no la causa.

Pienso que sanar a un país no pasa necesariamente por un acto heroico o un suceso épico, sino por una acción soberana y silenciosa en la que ninguno de nosotros puede ser reemplazado: la decisión personal firme e irreversible de elegir al fin una vida sensible, responsable y solidaria. No mañana sino ahora y sin testigos. Solo entonces, aquello que dependa directamente de cada cual, por poco que parezca –una casa, un hijo, una oficina, unos alumnos–, podrá llegar a ser un campo limpio donde volver a sembrar el país.


Cambiarlo todo, en suma, es algo que se juega nada menos que en un simple –y qué difícil– acto de la libertad. Y esto es justamente lo que le ha faltado siempre a nuestra República: el compromiso consecuente de cada uno de sus ciudadanos.

Al respecto, Isaiah Berlin distinguía dos aspectos de la libertad: uno consistía en la ausencia de toda coacción interior o exterior que impida el obrar; y el otro en la aptitud para emprender algo, esto es, la capacidad para la iniciativa. Berlin llamaba a lo primero “ser libre-de” y a lo segundo “ser-libre-para”.

Cuando nos desembarazamos del Imperio español olvidamos que habíamos conquistado solo una parte de la libertad

Cuando nos desembarazamos del Imperio español olvidamos, pues, que habíamos conquistado solo una parte de la libertad. Romper las cadenas no basta para moverse en alguna dirección, y es apenas solo el primer requisito. Incluso podría decirse que en al menos dos puntos nunca nos independizamos de la mentalidad colonial: seguimos siendo una sociedad de privilegios con ciudadanos “de segunda clase” (como llegó a decir cierto político a la postre suicida); y, además, la mayoría de nosotros sigue esperando pasivamente que otros tomen las decisiones que importan desde instancias lejanas.

Doscientos años después no es demasiado tarde para resolvernos a ser libres en la acepción que aún nos falta y que es desde luego la más determinante. Los cambios sociales solo tienen porvenir cuando son en su origen cambios personales. Solo entonces el “somos libres, seámoslo siempre” de nuestro himno nacional será verdaderamente hermoso al sonar por fin tan dotado de sentido en cada uno de nosotros.

 

Comentarios

  1. Me parece interesante que tome la pregunta de: ¿Desde dónde se tiene que cambiar eso? (es decir las actitudes de individualismo al máximo); sin embargo, yo creo que la pregunta de la que quizás se deba iniciar sería: ¿Desde cuándo?, porque como bien la historia nos recuerda la corrupción viene desde mucho tiempo atrás y si viene desde hace mucho, la siguiente pregunta a formular sería: ¿Por qué es qué seguíamos con esos mismos actos? Si es que ya sabemos los resultados y el mal que le hace al mundo. Es evidente que la corrupción es un mal que aún no se logra erradicar e incluso cuando se logré no se podrá hacer en un cien por ciento; pero siempre existiremos personas luchando por esa libertad que bien comenta.

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    1. El cuándo nos remite más que a una época más o menos distante, al complejo corazón humano. Todo mal humano proviene de los tropiezas y flaquezas de nuestra libertad. No hay sociedad incluso armoniosa y democráticamente próspera y aun virtuosa que asegure que un delito público no vuelva a producirse, de lo contrario sería imponer un determinismo totalitario, un control intimidante de la conducta humana general. La corrupción es siempre un riesgo, una posibilidad. Lo que importa es tenerla a raya, volverla sancionable, fomentar las virtudes cívicas, la empatía social, etc.

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