La vida en tiempos de muerte / Por: Víctor H. Palacios Cruz

Los hijos del pintor en el salón japonés (M. Fortuny, 1874).

* Agradezco mucho al pintor español Daniel del Castillo la cesión de imágenes de su producción pictórica que acompañan este escrito a continuación. 

  

A Cristina, Benjamín y Patricio.

“¿Te quejas de que has de morir? Te quejas de que eres humano”, escribía Séneca a Lucilio. No hay aún ciencia que pueda revertir el hecho de que somos cuerpos y, por ello, seres expuestos a la corrosión natural o a los daños del accidente o la enfermedad. Somos un volumen hecho de partes que, como tal, se parte.

La conciencia del morir como un hecho universal e inexorable ha ocupado a todos los tiempos y culturas. La extensa Edad Media, por ejemplo, se desarrolló en torno a la visión de nuestro tránsito fugaz sobre esta materia deleznable y pecaminosa, la mirada puesta en lo eterno. Por otra parte, hasta antes de la pandemia que aún nos acecha, el individualismo occidental calló el tema de la muerte por ser incómodo para la fiesta del consumo y lo convirtió en un tabú como antes lo había sido el sexo. Pero el silencio es también otra forma de afrontar la verdad.

Una cosa es la certeza pastoral o filosófica de que hemos de morir, y otra distinta experimentar el hecho cara a cara

Ahora, una cosa es la certeza pastoral o filosófica de que hemos de morir, y otra muy distinta experimentar el hecho cara a cara y diariamente. Ver alrededor cómo caen trozos de nuestro ser, amigos y parientes cada vez más jóvenes a los que no podemos despedir y que nos dejan solos, plantados y atónitos como supervivientes desmembrados e incompletos.

Sin embargo, la misma ciencia a la que calumnian ciertos caudillos populistas ha logrado la proeza de obtener una vacuna con una rapidez realmente insólita. Visto con perspectiva, somos afortunados y nuestros índices de mortandad son nimios cotejados con las pestes y plagas de otros siglos. 


Pero, al igual que cada adolescente no debe escuchar al adulto cuando le dice que sus problemas no tienen importancia y que ya le pasará lo que le pasa, así también nuestro tiempo tiene derecho a sentir lo que siente y no se le puede pedir que se mienta a sí mismo. Es decir que, con el pecho apuñalado por la intranquilidad, vivimos la peor calamidad de nuestra historia porque es la que precisamente nos ha tocado en suerte enfrentar.

Por estos días no hay red social, persona conocida o fuente de información por donde no llegue la noticia de una defunción atribuida al COVID-19. Abrir cualquier ventana es dejar entrar una nube que uno no sabe ya dónde poner.

La cuestión es que sobre la Tierra células, plantas y animales mueren, pero solo el humano se muere. No hay otro viviente que se subleve con mil recursos contra el final de su trayecto, porque por obra de nuestra sutil conciencia solo en nosotros lo existente no quiere dejar de existir.

El adolescente no debe escuchar al adulto cuando le dice que sus problemas no tienen importancia y que ya le pasará lo que le pasa

Por eso todos los pueblos en que se he repartido la humanidad han elegido sus propias estrategias para escapar a la muerte. Por ejemplo, la concepción de un orden postrero que haga del deceso no una aniquilación sino el traslado a otra condición invisible y superior. Los griegos de tiempos homéricos escogieron otra salida y pensaron, más bien, en una perennidad terrena sujeta a la memoria colectiva, con la consiguiente invitación a dedicar el mejor esfuerzo a la realización de una hazaña militar, política o artística que mereciera larga recordación.

En el duelo con Aquiles, cuando advierte que los dioses no están más de su lado Héctor no rehúye el combate, sino que lo encara diciendo: “¡Que al menos no perezca sin esfuerzo y sin gloria, / sino tras una proeza cuya fama llegue a los hombres futuros!

Por su parte, Ovidio termina su magnífico y extenso poema Las metamorfosis escribiendo que allá donde se extienda el imperio romano la gente “recitará mis versos, y gracias a la fama, si algo de verdad hay / en los presagios de los poetas, viviré por los siglos de los siglos”.

La modernidad de la que venimos es hija de esta esperanza. Pese a haber corrido tanta agua bajo los puentes, aún creemos que “la belleza se librará de la azada” –según los versos de Shakespeare– plasmada en un impreso que “en tinta negra brille tanto.”

Me refiero a la fe puesta en que nuestros descendientes seguirán leyendo libros y en que componer una gran obra compensará a su autor con una inmortalidad siquiera mundana. Una fe que ahora las nuevas tecnologías hacen tambalear. Si siglos atrás el gran enemigo de los escritos era el fuego, el moho o las polillas, la palabra tiene ahora su mayor depredador en la trituradora de la novedad y el exceso de información. Como el transeúnte que desaparece arrastrado por la aglomeración, así las publicaciones digitales de los escritores de hoy tienen una longevidad de apenas unos días o unos cuantos minutos, a no ser que se recurra a la estridencia y la provocación, lo que sin embargo añadirá a su vigencia poco más que una prórroga irrisoria.

La palabra tiene ahora su mayor depredador en la trituradora de la novedad y el exceso de información

Proust y Ribeyro se resignaron a la extinción de los libros con los que intentaban preservar “el tiempo recobrado” o las cuitas y desventuras de los “otros” excluidos del “festín de la vida”, puesto que “los libros también se irán de aquí como los otros”, pese a que, en el caso de ambos, el pronóstico pesimista ha sido contradicho por las constantes reediciones de sus obras y el creciente entusiasmo de los lectores.

El caso de Ribeyro es especial porque, a diferencia de Proust, no se propuso retar a la muerte poniendo su tesón únicamente en el acopio de sus recuerdos íntimos y sentimentales, sino que también escribió para salvar del olvido la existencia de esos otros, los mudos que fueron privados de decir algo en este mundo (desempleados, solitarios, locos y vagabundos), así como aquellos que perecieron muy jóvenes y de los que nadie se acuerda, como se lee en su bellísimo y desgarrador relato titulado justamente “Los otros”.


A diferencia de los narradores que intentan prolongar su vida delegándola en una pieza notable que los sobreviva, lo que quiso Ribeyro generosamente fue más bien rescatar otras vidas de la muerte rotunda del olvido, descubriendo en el camino que todas aquellas ausencias seguían vivas en su mente, que sus personajes ya no existían en ninguna otra parte excepto en él mismo.

Leyendo sus cuentos más evocativos entendemos que, en rigor, un solo humano está hecho de un sinnúmero de semejantes. Que no hace falta que hayamos sido amigos o parientes para que los “otros” nos hayan influido y se hayan convertido no en huéspedes de nuestra cabeza, sino en algo que también somos.

A través de la sangre, la educación y el contacto, una indeterminada pluralidad sostiene nuestros rasgos y personalidades. Quiten a todos los que me rodean y seré el primero en sucumbir, podría decirse. Y esto es lo que, en mi opinión, explica mejor el abatimiento que causa la noticia de una muerte en los días de una pandemia que es la única que no se termina de morir.

Quiten a todos los que me rodean y seré el primero en sucumbir

Que no es cierto, como enseña la metafísica aristotélico-escolástica o cierta filosofía neoliberal, que cada persona sea lo que demarca su silueta, esa individualidad que nace ya provista de una esencia, una razón y ciertas prerrogativas.

“Ningún ser humano es una isla”, decía el poeta John Donne. Incluso mi libertad no termina donde empieza la de otro. Por el contrario, es más bien un inabarcable conjunto de libertades ajenas lo que concurre en la satisfacción del más banal de mis caprichos. Soy libre solo cuando otros lo son al mismo tiempo.

En ese sentido, las líneas de un dibujo son ambiguas. El trazo preciso de una figura nos engaña porque nos hace creer que cada cosa tiene límites exactos que la separan de todo cuanto la circunda. Yo mismo en este instante respiro mientras tecleo sobre mi máquina, y el aire que inhalo viene de tan lejos y de todos lados que diría que la entera atmosfera terrestre pulsa cada uno de estos caracteres.



Por eso prefiero el claroscuro de las pinturas de Da Vinci, las sombras de Rembrandt, las manchas de los impresionistas, las superficies difusas del español Mariano Fortuny o los cuadros de un artista amigo mío, Daniel del Castillo. En todos ellos las fronteras entre los objetos se confunden, los espacios y sus ocupantes se diluyen, insinúan o intersectan, y todo se entrelaza tal como ocurre en el universo que habitamos.

Por eso insisto en que la muerte de un conocido no es una mera afección emocional, una consternación pasajera, sino que se trata de algo parecido a un menoscabo. Decía Ribeyro que la pérdida de un amigo equivalía a una verdadera “amputación”.

Y en la renovada evidencia de la fragilidad de la vida, volvemos a pensar en cómo conseguir que todos los que han partido no se vayan por completo. En la Odisea, el rey Alcínoo consuela a Ulises diciendo: “los dioses urdieron a tantos / la ruina por dar que cantar a los hombres futuros”.

El rey Alcínoo consuela a Ulises diciendo: “los dioses urdieron a tantos / la ruina por dar que cantar a los hombres futuros”

Pero, si lo pensamos bien, los que mueren no se van del todo si seguimos todavía aquí nosotros dentro de los cuales ellos subsisten por medio de sus huellas, sus relaciones y nuestras rememoraciones. Y a la vez es cierto que necesitamos tener presente todo lo que llevamos dentro. Que no basta suponerlo. Como el amor, no basta sentirlo, hay que decirlo y decirlo con frecuencia.

A propósito, el amor mismo es otra tentativa de una victoria sobre la nada. No a la manera de las novelas románticas, sino en un sentido concreto y hasta físico. Los que tenemos en estos tiempos de pandemia hijos muy pequeños estamos particularmente apercibidos sobre la delicadeza y la vulnerabilidad de un organismo, pero también de que a través de los hijos venceremos a la misma muerte.


Si no es un gran libro o una obra de arte que otros leerán y contemplarán por los siglos de los siglos, nuestra existencia persistirá delegada en otra que parta de nosotros gracias al milagro de la biología, esa a la que debemos igualmente nuestro ser perecedero. Una vida que continúe la nuestra sin tener que ser como la nuestra.

Y es esto es lo que he vivido durante el año 2020. Leía en la prensa los datos más tenebrosos, y una prueba de embarazo de mi esposa daba positivo. Llegaban cada día a mi correo electrónico condolencias institucionales, y en las tomas de una ecografía asomaba el semblante de nuestro segundo bebé. Nos alcanzaba la pica envenenada de una pérdida cercana y la panza de mi esposa se dilataba oronda y tan bonita.

Los bebés nacidos o por nacer son aún más esperanzadores que nuestras vacunas

En suma, mientras nuestro entorno se desmoronaba nosotros lanzábamos el ancla hacia el futuro. Una flor brotaba sobre el barro de una trinchera. Eso sí, una apuesta sin garantías, como la vida de nuestro primer bebé y la nuestra misma. Y eso es lo asombroso. 

En todos los rincones de este planeta enfermo por culpa de nuestra codicia, los bebés nacidos o por nacer son aún más esperanzadores que nuestras vacunas y merecen el cariño más cuidadoso y responsable. Ellos son el extremo de una ola de humanidad que aún no sabemos hasta dónde llegará, pero que allá adonde llegue portará nuestros tesoros, nuestra incomparable herencia con sus paradojas y lecciones. A través de ellos miraremos con ojos temblorosos pero intrépidos el alba de otra época.

Por tanto, en este tiempo de penuria los escritores y artistas de todas las disciplinas (audiovisuales, teatro, música, etc.) y, con ellos, quienes somos padres tenemos el decisivo deber de transferir a otros lo más preciado que hemos recibido: la palabra, la libertad, el amor, la vida misma. Y no queremos sentirnos solos en nuestra tarea. Somos a la vez e inseparablemente la memoria debida y la continuidad necesaria, justamente para que aquellos que se quedaron atrás no se mueran nunca del todo.

 


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