Poeta matemático y matemático poeta. Una pequeña historia / Víctor H. Palacios Cruz


Niño estudiando, pintura de A. Marín Molinas.

Ahora que la pandemia vuelve a recrudecer, se agradece cualquier saludable distracción mental, por ejemplo la del viejo y querido contar historias. Aquí, un recuerdo de tiempos escolares. Aunque sé que mis compañeros de aquellos años objetarían con todo derecho algún que otro detalle. Pero entonces, el subtítulo del libro de memorias de Gabriel García Márquez (Vivir para contarla) acudiría en mi defensa y disolvería toda discusión: “la vida no es lo que sucedió, sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda”.

 

Qué extraño delirio pudo haber llevado a Edgar Quinet a decir que una ecuación le parecía “tan hermosa como la Ilíada de Homero”. “Cuando vi que una ecuación –añadió– se resolvía a sí misma entre mis manos y estallaba en una infinidad de verdades todas igualmente indiscutibles, eternas y resplandecientes, creí poseer el talismán que me abriría la puerta de todos los misterios”.

A causa de mi mala educación primaria y mi limitado entendimiento, viví los tres primeros años de mi secundaria gruñonamente peleado con los números, y no se me ocurría otra cosa que atribuir la cólera de mis problemas a la arbitrariedad de los binomios y las factorizaciones.

Edgar Quinet: una ecuación es “tan hermosa como la Ilíada de Homero”

Alguna tarde, frustrado y vengativo, decidí que yo también tenía derecho a inventar si no un teorema sí un procedimiento como los que me obligaban a aprender a diario en la escuela, y sobre una hoja sobrante de un cuaderno tracé un encadenamiento sin sentido de multiplicaciones y divisiones que decidí que era por que sí una fórmula tan digna como las que dibujaba sobre la pizarra mi profesora de álgebra y aritmética. Entregué ese papel con mi gracia a mi padre, que intentó vanamente explicarme que mi creación debía tener un fundamento y una finalidad.

Paralelamente a mis desdichas escolares, la clandestinidad de mis lecturas literarias en la biblioteca que un tío universitario había reunido en la misma habitación donde yo dormía, había obrado ya su consecuencia natural en mis primeros garabatos de poemas que mi padre recibió con bastante mejor ánimo, incluso con entusiasmo.

En esa pequeña sociedad que es un colegio, los alumnos recibimos tarde o temprano un mote distintivo con el que la costumbre, y no necesariamente la maldad, señala anécdotas, defectos o destrezas. Si en medio de nuestras horas de patio o de pasillo no faltaban el gordinflón, el franelero o el cabezón; en el círculo más correcto de los profesores existían el deportista, el cerebrito, el dibujante y el bromista. Si en el primer orden yo era el “cachetes”, en el segundo mi título oficial era “el poeta”.

Fachada del colegio San Ignacio de Loyola, Piura.

Debo admitir que fui un privilegiado al compartir las aulas con compañeros iniciados en diversos campos y aficiones, gracias a cuyos conocimientos consolidé mi afición por los libros y la ciencia. Pero para todos nosotros la cabeza más brillante, mejor dicho el cerebrito de la clase era por unanimidad el buen Luchito Meneses. Un muchacho en quien el habla, la talla y el andar concurrían en atenuar su presencia en medio de cualquier círculo o circunstancia.

Quizá como en el maestro experto que sube o baja el volumen de voz a fin de mantener alerta la atención de sus pupilos, así también el desplazamiento discreto y silencioso de Luchito, en vez de desaparecerlo, más bien lo destacaba y distinguía. Nuestra admiración de su talento así como el saber que no era avaro con él –incluso generosamente nos sacaba de nuestros propios atascos con los guarismos–, le ahorraron el ser víctima de algún apodo cruel. A cualquier otro de su misma estatura lo habríamos llamado impunemente “retaco”, “pulga” o “chato”, pero para nosotros él era solamente el gran Luchito Meneses.

En esa pequeña sociedad que es un colegio, todos recibimos un mote distintivo con el que la costumbre, y no la maldad, señala anécdotas, defectos o destrezas

Siempre impecable en su uniforme, de ademanes sedosos y manos lentas pero de un ingenio veloz y fulminante. Absolutamente inmune a los alborotos de la pubertad e invariablemente callado en nuestras conversaciones sobre el fútbol o las chicas. Su notable pericia en el juego del ajedrez terminó por convencernos de que Luchito pertenecía a otro mundo, o era más bien un ángel que había descendido entre nosotros desde el incorruptible firmamento de la lógica.

Precisamente en el primer semestre del cuarto de secundaria, y para mi sorpresa, mis esmerados versos ganaron algún premio en la ciudad y, después, el primer puesto de poesía en los juegos florales del año en el colegio. A la par de todo ello, un nuevo profesor procedente de una escuela estatal acababa de ser contratado para impartir la asignatura de matemáticas. Se llamaba Gabriel García Márquez. Sí, exactamente como el autor de Cien años de soledad.

¿Cómo podía yo –entonces, un adolescente de dura cerviz para la trigonometría y los polígonos– saber que aquel nombre en un profesor de inconfundible mostacho obedecía al oculto designio de reconciliar a un incauto militante de la literatura con el diamantino reino de la geometría?

Interior del colegio San Ignacio de Loyola, Piura.

Sin embargo, se produjo un milagro diría comparable a las declaraciones de Edgar Quinet, y de pronto, este artista de la enseñanza hizo que tareas como hallar el área de un triángulo inscrito en un círculo de cierto diámetro se me volvieran diáfanas y entretenidas, al extremo de que acabé buscando en las estanterías de mi casa y entre los manuales de mis hermanas ya en educación superior ejercicios nuevos que saciaran mi repentina voracidad estudiantil, insólitamente apto para todas las ramas implicadas en el cálculo de las superficies planas, incluida el álgebra que tantas humillaciones me había infligido. Entonces carecía de toda posibilidad de tener un bigote, pero en mi espalda debieron brotar, sin desgarros, un par de alas que me elevaron a una órbita desconocida donde todo era exactitud, cadencia y proporción. 

Ya en quinto de secundaria tamaño aprendizaje que debía a un profesor con apellidos de novelista, me animó en secreto a participar en los siguientes juegos florales del colegio en el rubro de matemáticas, territorio sobre el cual Luchito Meneses ejercía desde hacía años un imperio incontestable. Más que un desafío, me alentó un cierto apetito de aventura en el que, dada mi reputación literaria, no tenía en realidad nada que perder.

Luchito era un ángel que había descendido entre nosotros desde el incorruptible firmamento de la lógica

Y llegó el día de la ceremonia de entrega de los premios en las distintas categorías del concurso, a la que concurrió como de costumbre todo el claustro escolar. Frente a tres altas tribunas sombreadas por las ásperas ramas de viejos algarrobos bajo los cuales nos apretujábamos todos los alumnos, se emplazaba el amplio estrado delante del cual, a su vez, se alineaban hileras de sillas reservadas para autoridades, profesores y padres de familia.

Llegado el momento, luego de un preámbulo de discursos y protocolos, se empezaron a leer los nombres de los ganadores y se sucedieron los aplausos y las fotografías. Cuando tocó el turno del premio de matemáticas, se hizo una pausa para mí extremadamente larga aunque de seguro idéntica a las precedentes, ejemplo perfecto de la diferencia entre la medición cuantitativa del tiempo y su percepción subjetiva. Pero, en fin, ocurrió que se oyó nítido el nombre completo de principio a fin… y resultó que era el mío. Era una mañana nublada y fría, y un estupor precedió como el vacío a una moderada lluvia de aplausos.

Edgar Quinet (1803-1875).

Regresé a mi sitio en la tribuna y por el resto de la ceremonia acaricié la cartulina de mi diploma, sonriente y redimido tras un largo período de suplicios y vergüenzas, hasta que llegó el turno del concurso de poesía, en el que me había abstenido de participar consagrado a mi atrevimiento matemático.

Otra vez se oyó el nombre del ganador, entero y cristalino. Y el asombro fue esta vez el trueno con el que la lluvia arreció en una tempestad de aclamaciones, mientras veíamos ascender al estrado a un invariablemente diminuto, parsimonioso e invencible Luchito Meneses.

Cuando Luchito ocupó de nuevo su lugar, el ambiente quedó agujereado y de algunas goteras bajaban murmullos de extrañezas y de hipótesis: ¿no habría mezclado el maestro de ceremonias los nombres de los ganadores y las categorías?

La rutina al día siguiente, como la paz tras la tormenta, disipó el caso. “El poeta” había por fin madurado en los estudios, y el ecuánime y cartesiano Luchito Meneses, ay, se nos había enamorado.

 

Comentarios

  1. Pero que jocosa experiencia la que le ha tocado vivir profesor, y que final para más inesperado. Recuerdo que en alguna de sus clases mientras nos sumergíamos bajo los pensamientos de alguno que otro autor; tomábamos una que otra pausita para acompañar la clase con un grato ejemplo relacionado o no al tema, ya sean a través de sus anécdotas siempre tan bien relatadas que producen gran deleite al ser escuchadas. Mientras leía ese pequeño relato, tan juvenil, han venido a mi mente un gran número de recuerdos que daban inicio con la hora del gusanito. Un saludo a la distancia profesor, que siga creciendo y espero en un futuro volver a rencontrarnos junto con Picantroporus.

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    1. Doctora!! Qué sorpresa y qué alegría encontrar tu comentario. Y qué recuerdos aquellos, desde luego!!! Qué generosos y nobles todos ustedes por atesorar todos esos momentos mágicos que ahora echamos tanto de menos. Tiempos que anhelo tanto que vuelvan pronto. Si me permites, un consejillo estratégico: anímate también a escribir. Es un buen ejercicio, no solo como posible catarsis o rememoración posterior de algo vivido, sino incluso como la práctica clarificadora y emocionante incluso de una relación reflexiva y comprensiva con tu propia vida y tu relación con el mundo y con la gente. Con los sentidos abiertos y ese buen corazón de todos los Picantroporus, no tengo la menor duda de que se pueden ir registrando sucesos, anécdotas y pensamientos que deben ser debidamente arponados y encendidos por el acto de juntar palabras. Valdrá la pena, ya verás. Saludos!!

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