Alguien muy amado nunca se va / Víctor H. Palacios Cruz
A Jorge Rumiche Ruiz,
in memoriam
Había
sucedido lo peor. Inconsciente, denodadamente sostenido por todos los
instrumentos médicos posibles, aferrado a este mundo por los cuidados más
cercanos y los pensamientos más distantes. Desde México, su país de adopción,
hasta Perú éramos tantos los que le dedicábamos nuestras mentes y nuestras plegarias.
Parientes, colegas, amigos éramos alrededor de su cama de hospital los personajes
del poema de Vallejo: “Le rodearon millones de individuos, / con un ruego
común: «¡Quédate, hermano!» / Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.”
En
Jorge Rumiche Ruiz, “Coco”, amigo de la infancia, del barrio y de mi familia, la
calamidad de nuestro tiempo –ese virus esquivo y artero– había provocado las
peores consecuencias. Algunas señales días atrás nos dieron una esperanza que
resultó ser un espejismo. Esta tarde todos los indicadores se volvieron testarudamente
adversos. Nuestros dedos apretaron con todas sus fuerzas hasta el final para no soltar su
vida. ¡Quédate un poco más! Fue en vano. Un ave azul cruzó el
cielo gris.
Nuestros dedos apretaron con todas sus fuerzas hasta el final. Fue en vano. Un ave azul cruzó el cielo gris
Padre
y esposo inmensamente amado, médico admirado y valeroso, hombre de carisma y
generosidad con su oficio. ¿Por qué los seres más buenos y esenciales se nos
van? Porque olvidamos que, aunque sean ángeles sobre nuestro lodazal, siguen siendo como nosotros, existencias compuestas de huesos que se
quebrantan, de carnes que se desgarran, de tejidos que se destejen, de células a las que toman por asalto otras células criminales que juntas y numerosas no darán
nunca una flor, un cachorro o una canción.
Tantas
veces otros tiempos mi mamá, al volver de un sepelio de algún conocido, me
contestaba al preguntarle cómo había ido todo: “estuvo bonito, fue mucha gente”.
Yo que preferiría vivir una pérdida semejante a solas, apartado o, mejor aún, en el refugio de los más íntimos, la entiendo mejor que nunca. Ahora que les falta a la
viuda de Coco y a sus hijos esa muchedumbre que, sin el recrudecimiento de la
pandemia, sin duda se habría reunido incalculable y largamente.
Porque,
aunque la muerte de un tú es un pedazo nuestro que perdemos, todos los
que lo acompañan hasta su última puerta sobre la Tierra se reparten entre sí la
misma “pesa-dumbre”. Es decir, el peso de un dolor capaz de destrozar a un solo par de hombros. Nosotros que reclamamos y adoramos una autonomía
individual que, en realidad, no es sino el pretexto más frívolo para dejar luego
a cada prójimo abandonado a sus penas.
Concluidas
las exequias, esa misma multitud se dispersa y vuelve a sus lugares. Pero una
parte de ella regresa. No solo al mismo punto de la despedida, sino sobre todo
a la vida de quien ya no está.
Adoramos la autonomía individual, pero es el pretexto más frívolo para dejar a cada prójimo abandonado a sus penas
Suelo
decir a mis alumnos, citando a Hannah Arendt, que “el olvido es la verdadera
muerte”. Pienso que el recuerdo –como el hecho impalpable que es– no tiene
flanco alguno por donde lo puedan morder los perros, picotear los buitres o corroer
los atacantes más imperceptibles, por ejemplo virus o bacterias. Pero caigo en
la cuenta de que me engaño. No somos dueños de la vida ni de los recuerdos de
ella, porque estos también se asientan sobre un órgano que el tiempo o la
enfermedad llegan a arruinan.
Entonces,
entiendo que la única manera de no morir del todo no es el recuerdo personal,
sino más bien la transmisión del recuerdo a otros. El pasar a los demás, a todos los
que sea posible, el preciado relevo de una historia a fin de que no sucumba encofrada
en cualquiera de nuestras cabezas que, por ilustradas que sean, se pudren como cualquier materia. Entonces, me digo que es hermoso saber que nuestro más allá terreno es la misma gente que nos
quiso, y que por eso es tan bueno querer a muchos y quererlos bien. Que, en
suma, amar nos hace eternos.
Decía
Julio Ramón Ribeyro que contamos historias para que “los otros” no se vayan del
todo, pero que por desgracia lo hacemos sobre libros que también se van, “como
los otros”. Sin embargo, ocurre que mientras más leemos su literatura más vida cobran los personajes reales o ficticios que pueblan sus relatos. Ahora mismo, Ulises,
Romeo y Julieta o Sherlock Holmes gozan de una salud inmarcesible, mientras yo
no sé cuánto queda de los huesos de sus autores.
En
ese sentido, cuento unos recuerdos de Coco. No son asombrosos sino modestos,
pero importantes para mí. Como lo es todo lo que uno vive en ciertos años, los
de la adolescencia por ejemplo, en que crecen las facultades y las emociones, y
todo lo que acompaña a estos pasos se tatúa imborrable sobre la piel.
Coco
era mi vecino de al frente (en Castilla, Piura). Nos separaban unos cuantos
metros de tierra que yo atravesaba a los quince años para visitarlo. Él me
recibía siempre de buen ánimo. Era unos años mayor que yo, pero a esa edad un solo
año es una enorme distancia que él, sin embargo, disolvía tan benevolente.
Qué
paciencia la suya al escucharme y tomarse en serio los poemas que, después de
mi papá, solo él conocía. Más de una vez me permitió contemplar la biblioteca de su
padre, don Antonio. Una biblioteca como aquella yo nunca había visto en
ninguna otra parte, por supuesto. Evoco unas tallas de Don Quijote y Sancho
Panza, ahora mismo, sobre una de las largas estanterías atestadas de volúmenes hermosos
e imponentes.
Ulises, Romeo y Julieta o Sherlock Holmes gozan de una salud inmarcesible, mientras yo no sé cuánto queda de los huesos de sus autores
Pero,
sobre todo, Coco se avenía muy bien a jugar una partida de ajedrez conmigo en
el porche de su casa por las tardes del verano, tras la hora del almuerzo. Yo no
era un gran ajedrecista, más bien aprendí mucho a su lado, y él se tomaba en
serio cada envite, lo que me enorgullecía y alentaba.
Para
mí, Coco fue el adolescente más adulto de mi barrio, el más noble, ecuánime y sabio.
Y la acogida de alguien mayor es siempre un espaldarazo para un chico, un gesto
de confianza equivalente a un ascenso de categoría. En realidad, me apena haber
defraudado las ilusiones sobre mi futuro literario que quizá él y su padre –tan
bueno conmigo por igual– se hicieron posiblemente entonces.
Mientras
tanto, las pésimas noticias relacionadas con la ferocidad del coronavirus redoblada
por sus nuevas y más perniciosas cepas acrecientan mi inquietud. Una desgracia
tan grande como la muerte de Coco, hace que me acueste al lado de mi esposa, mi bebé de año y nueve meses, y nuestro segundo bebé aún por nacer,
inevitablemente desasosegado.
La única manera de no morir del todo no es el recuerdo personal, sino más bien la transmisión del recuerdo a otros
Delante
de los restos de un naufragio en una noche de invierno, abrazo a mi familia
sobre una roca áspera que baten unas olas hambrientas que levantan, en
lugar de espuma blanca, salada y fría, unas zarpas afiladas, calientes y
oscuras que saltan y caen rozándonos y que, por ello, se clavan a derecha e
izquierda sobre otros desafortunados.
Debo
abrazar más a los míos, decirles más veces cada hora que los amo... Me falta
tanto para aprender a amar…
Ya
mañana saldrá de nuevo el sol. Y al amanecer doblaré este escrito a medio
hacer, lo guardaré en uno de mis bolsillos, pediré permiso a mis papás y saldré corriendo para atravesar la calle. Tocaré el timbre, me abrirá
don Antonio, me dirá que espere mientras deja en mis manos una caja de ajedrez.
Sobre el porche de la casa en esa esquina del verano, extenderé el tablero de
madera, colocaré cuidadosamente cada pieza en su tesela y me quedaré mirando la calle muy tranquilo. No te preocupes, Coco, yo te espero, amigo mío.
Me adhiero al recuerdo imborrable de Víctor, que tiene acerca de su amigo de infancia, Coco Rumiche...Mis sentidas condolencias a sus familiares...
ResponderBorrarCoco está feliz con este homenaje
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