Fragmento de un ensayo premiado en el Concurso Copé / Víctor H. Palacios Cruz

 


Con la intención de la gratitud, comparto con los lectores un fragmento de la introducción de mi ensayo La forma de nuestra arcilla. La conciencia del cuerpo en un tiempo de encrucijada, designado como Mención Honrosa por el jurado del Concurso de Ensayo Copé 2020, organizado por el área de Gestión Cultural de PETROPERÚ.

 

Una parte imborrable de mi infancia discurrió en el campo, en la sierra del norte del Perú, acompañando y a menudo ayudando a mi abuelo campesino en sus faenas. He metido los pies en el lodo jugando o caminando, y removido la tierra para sembrar o cosechar. De ese contacto quedan toda clase de rastros en mis sentidos. Rastros que solo adquieren forma y unidad tras muchos años de alejamientos y evocaciones.

Desde sus distintas facetas, el jardinero inglés Monty Don o el filósofo coreanoalemán Byung Chul-Han coinciden en que tocar la tierra cura. En mi memoria introducir las manos en los surcos húmedos –ahora lo sé– era en realidad entreabrir mi propio cuerpo y encontrar de qué estaba hecho yo mismo. Observar los blandos montones que se desmoronan entre restos vegetales y de insectos, todo aquel humus que soporta mi andar y que extiende con sus nutrientes la maraña de mis tejidos. La tierra no es solo un fundamento. Dividida y transformada, ella es también lo que me llena.

Introducir las manos en los surcos húmedos era en realidad entreabrir mi propio cuerpo y encontrar de qué estaba hecho yo mismo

Vuelvo con gratitud hacia mis vacaciones colegiales y rurales, y me pregunto si aquella masa a mis pies no tenía ojos ocultos que me contemplaban en silencio. Yo comía del corral, de los ganados y de los frutos de las chacras, sin advertir que a través de mi organismo fluía toda esa materia por donde también holgazaneaba –y cuyas montañas alrededor de algún modo me abrazaban–, pero envuelta por una piel protectora y engañosa, a su vez cubierta por una camiseta y un pantalón.

Además, unos pies descalzos profundizan más física y sentimentalmente la pertenencia. Aunque sé también que el hecho de declararlo desvirtúa en mí una condición en la que los mismos campesinos no reparan, porque se limitan sencillamente a vivirla. Ellos por lo común no conocen la interferencia de los conceptos, con su inexorable ambivalencia de apropiación y desencanto.

Más bien, ellos viven con un sentido mejor afinado que el nuestro para lo divino, porque en su diaria relación con lo natural se compenetran con fuerzas imprevisibles que los superan y que aprenden pronto a respetar, más allá de sus costumbres y creencias. Esa reverencia que el urbanita, y peor aún el descendiente de una modernidad orgullosamente racionalista e impetuosamente industrial y tecnológica ha apartado y escarnecido.

El campesino es el hombre de la espera, esa actitud que en nuestras avenidas tumultuosas llamaríamos demora

El hombre de campo suele tener un temperamento educado por los ritmos de la crianza de los animales y del crecimiento de las plantas, por los ciclos espaciados de las estaciones. He visto de niño a mi abuelo persignarse con el primer tubérculo de una cosecha, a cierta distancia de mí y delante de nadie. Él era el hombre de la espera, esa actitud que en nuestras avenidas tumultuosas llamaríamos demora, pero cuya aparente lentitud abre una mayor posibilidad de impregnación, una mayor capacidad de presente, que incluso una conciencia de culpa en nuestra cultura ha llegado a idealizar.

(…)

En suma, reencontrarnos con una carne que, sin dejar de ser una unidad consciente, es una interactividad continua y multisensorial con el entorno y que es también por dentro una pluralidad de funciones y procedencias. Un cuerpo que se dibuja en común. Un rostro que cuenta una historia. Una versatilidad de manos que modelan otras arcillas, pero que también dicen amar. El hogar de una cambiante visión del mundo gracias a la memoria y el lenguaje. Una fisiología que nos encierra y confina y que, por ello mismo, nos invita irresistiblemente a la exterioridad y al otro.

El nuestro es un cuerpo que se dibuja en común. Un rostro que cuenta una historia

Esto es lo que se propone este ensayo, sin llegar a ofrecer estructuras originales ni resultados taxativos. Solo un recorrido a lo largo de nuestra corporalidad en debate para aceptarla en sus contrastes, en su comunión con la totalidad y con lo maravilloso, así como en la precariedad que la vuelve amable y solidaria. Como al caminar por el campo o, más aún, al hundir las manos en la tierra, ese subsuelo que como al árbol nos enraíza sin negarnos la altitud.

Esa tierra que se deshacía entre mis manos cuando pequeño con una docilidad que era, apenas, el extremo de una robustez profunda e inabarcable. Esos terrones impregnados de un olor mezclado, cálido y vivo en que, sin saberlo, veía mi destino, pero también mi sustancia y mi país.

 

Comentarios

  1. Interesante y porque no decirlo, maravilloso el recuerdo que tienes de tu abuelo y cuya evocación tejes en forma admirable al suelo nativo....
    Felicitaciones, Víctor, por ese ensayo...

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  2. Preciosa reflexión. ¡Muchas felicidades!

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