¿Cómo se resuelve el dilema de la vocación profesional? Un relato personal / Por: Víctor H. Palacios Cruz
Si un muchacho me preguntara cómo elegir bien la profesión o la carrera universitaria de su vida, tendría que apartar la mirada y fijarla en un punto a lo lejos donde ver resumido mi camino y luego decir que, en realidad, no tengo autoridad para enseñar a nadie cómo tomar semejante decisión. A lo sumo, adoptaría las palabras de Montaigne: “yo no enseño, yo relato”.
* Todas las imágenes pertenecen a la película El club de los 5 (The Breakefast Club) de John Hugues (1985).
A Jorge Rosales Aguirre y Dimas López, siempre agradecido
¿Cómo
llegué a ser escritor y filósofo? No lo sé bien en realidad. Lo primero es lo
que siempre quise a partir de cierto momento que se remonta a la infancia. Lo
segundo fue un desvío en mi ruta. Como el amor, algo que sucedió y que no
estuvo dentro de ningún plan.
Cuando
tenía seis años, mi papá aplaudió mi creación de unos cuentos inspirados en las
películas de cowboys que veía en la
televisión. De seguro relatos desechables pero emocionantes para el corazón de un
padre. Casi una década después me pondría a escribir poemas mañana, tarde y
noche; bien o mal, o más o menos. De pronto, llegaron unos premios dentro del colegio,
luego en mi ciudad y después fuera de ella. Entonces, llegué al último año de
mi secundaria convencido de que debía dedicarme a la literatura.
Como el amor, la vocación es algo que sucede y que no está dentro de ningún plan
Era
ingenuo, sin duda, pues no existía al alcance de los medios familiares una
facultad en Piura con esta especialidad. Pero sobre todo, eran los peores
tiempos para la economía del país desde la Guerra del Pacífico, con los ralos
salarios de dos profesores repartidos entre cinco hermanos. Tenía claro que no
podía atreverme a pedirles a mis papás un esfuerzo más del que ya hacían heroica
y discretamente.
Creí
que debía resignarme a buscar matrícula en una universidad nacional, pero en
esa época la educación pública se hallaba lamentablemente desacreditada y,
desde mi estrecho círculo de vida, yo dependía para bien o para mal de los
rumores de la atmosfera.
Entonces
sobrevino una cadena de sucesos afortunados. Primero, una visita colegial al
campus de la única universidad privada de Piura entonces, organizada con el fin
de recibir una “orientación vocacional”, tras la cual quedó flotando en mi
cabeza una idea que tenía la consistencia de una nube y que ninguna corriente de aire proveniente de la realidad pudo remover.
Guardé, pese a todo, el dato de que cierto día de diciembre habría un examen para los aspirantes al centro de estudios pre-universitarios en todas las carreras de esa universidad, para cuyos primeros puestos se ofrecía una beca completa. Además, supe que quienes ocuparan el primer lugar en ese centro concluido el verano tendrían no solo garantizada la admisión, sino también una beca asimismo completa para el primer semestre, abierta a una eventual extensión sujeta a los resultados académicos.
Era,
pues, un trayecto que se veía siquiera durante un tramo asequible para mis
padres. Siempre y cuando –pequeño detalle– obtuviera la nota más alta en todas
las instancias y en competencia con decenas de desconocidos, yo que siendo un
aceptable alumno de secundaria, nunca había ocupado precisamente la cima.
Tuve la idea estúpida y bonita de que a la sombra de los algarrobos y entre jardines primorosos el conocimiento elevado sería una consecuencia natural
Todo
dependía del comienzo. Esto es, del examen de diciembre. Más exactamente, todo
dependía del dinero con qué pagar los derechos de ese examen, antes del cual a
su vez –dándole un giro más al bucle– no había otro examen que brindara otra beca.
Dinero que no existía, por lo demás. ¿Qué hacer entonces?
Nada
como la fe de una madre ante la salud o las dificultades de los hijos. Ella
tuvo la valentía de hablar con un amigo de la familia. Un amigo cercano, alegre
y generoso, leal a mis padres y querido por nosotros. Ni tardó ni dudó. Supongo
que alguna confianza debió tener en mí, pero ante todo en la palabra, y más que
en la palabra, en las ilusiones de esa mujer tan buena que ha sido y es mi
mamá. El caso es que pude pagar el examen, y fui a inscribirme, y todo lo que
ocurriría en adelante se debería a aquel prestamista providencial, que tenía
por nombre nada menos que Dimas, como se llamaba –según la tradición– el buen
ladrón al que Cristo perdonó a su lado en lo alto del Gólgota.
El
caso es que cuando fui a efectuar el pago del examen, no tenía decidido en qué facultad
apuntarme. Confieso que dije “Educación” en voz baja como el efecto veloz de la
mínima intersección de las cuatro variables que se cruzaron en ese instante dentro
de mi mente: la inexistencia de una carrera de literatura, la infundada
creencia de que Educación tendría afinidad con mi verdadera vocación, la
influencia del ejemplo de mis padres y la idea tan estúpida como bonita de
que en ese campus universitario, a la sombra de los algarrobos y entre jardines
primorosos el conocimiento elevado sería una consecuencia natural.
Y
llegó el día D. Al buscar mi aula, una tarde de sábado, caminé entre bancas de
chicos en cuyas charlas desenvueltas, algunas coronadas por un sabio par
de anteojos, mi pensamiento creyó leer los rasgos de las inteligencias
superiores que me harían trizas a la hora del examen, egresados todos ellos
probablemente de las mejores academias preparatorias, yo que apenas había
practicado con los escasos libros de matemáticas y razonamiento verbal disponibles
en mi casa, confiado por último a la memoria de mis viejas lecturas de
enciclopedias ilustradas.
La belleza de la palabra que yo creía limitada a los cuentos, las novelas y la poesía, no era en absoluto incompatible con las sinuosidades del razonamiento
Volví
triste a mi casa y eludí tratar el tema con mis padres. El lunes volví a la
universidad para ver la publicación de los resultados en las vitrinas del pabellón
principal. Empecé mirando abajo de las listas para dar con los dígitos de mi
derrota inobjetable. Me sentí avergonzado porque conforme subía la vista veía que
no figuraba en ninguna parte. Ya estaba a punto de girar para alejarme rumiando
qué decir a mi familia, cuando, de repente, ante mi asombro, arriba de todo, en
el primero de todos los puestos, se leían juntos los apellidos de mi padre y de
mi madre, y después de una coma los dos nombres que me pusieron el día de mi bautizo.
Qué
largo se hizo el tiempo entre mi regreso a casa y la llegada, primero, de mi
mamá y luego de mi papá, para contarles la noticia. Qué abrazos aquellos. Ahora
bien, nunca supe si ellos tenían claro cuán lejos podía llegar, pero teníamos
una oportunidad imposible de desaprovechar, y ya no había nada qué discutir.
Más
aún si semana a semana hasta el final de aquel verano de hace tantos años logré mantener el primer puesto de todo el centro pre-universitario
consumándose mi ingreso a un primer semestre gratuito, al que le siguió otro en
las mismas condiciones y varios más en lo sucesivo.
Entonces
juzgué que no tenía derecho a mirar atrás y a cuestionar los pasos que había
dado. En Educación estaba y allí me debía mantener. Y en el segundo ciclo de la
carrera vino a pasar que me tocó llevar la asignatura llamada Introducción a la historia que impartía
un profesor sobre el cual me habían prevenido seriamente alumnos de ciclos
superiores.
Me divierto en lo que hago, repartido entre la actividad académica y la gestación de mi prole de pequeños monstruos
Y
a ese profesor temido por otros debo el rumbo final que ha cobrado mi existencia:
Jorge Rosales Aguirre, cuyas clases me deslumbraron por la construcción, sin libreto
a la mano, de un discurso sugerente, perfectamente engarzado, persuasivo,
cálido, ameno y elocuente. Experimenté de la coronilla a los pies el temblor de
lo nuevo, la descarga eléctrica de una epifanía. Quedé imantado por el mundo hacia
el cual aquel maestro impecable y riguroso sin saberlo me atraía irresistiblemente:
el mundo de las ideas. Esa magia me robó el alma para siempre.
También
porque, por si fuera poco, tenía ante mis ojos el ejemplo vivo de que la
belleza de la palabra que yo creía limitada a los cuentos, las novelas y la
poesía, no era en absoluto incompatible con las sinuosidades del razonamiento,
sino que, por el contrario, ambas dimensiones se abrazaban sin fricción alguna
en la modulada y limpia entonación de mi admirado maestro.
Su
enseñanza se prolongó en inolvidables conversaciones en su despacho delante de
una estantería de libros suculentos para mi insólito apetito. Recibí su
confianza, incluso llegó a prestarme libros que llevé conmigo al lugar donde
mejor he leído siempre, la casa de mis abuelos en medio de la bella sierra
piurana.
Me
gradué, a todo esto, como licenciado en ciencias de la educación, pero entonces
tenía claro que mi sendero se curvaría hacia la filosofía como resultado de
haber querido estudiar literatura, de haber parado en una carrera pedagógica y de haber seguido en ella una asignatura sobre historia. ¿Qué puedo decir, pues,
a los muchachos que me preguntan sobre cómo llegar a dirimir sus futuros?
La vocación ya no puede ser un concepto excluyente, sino un nudo o un cruce de caminos
Quizá
seguir contando que, por ejemplo, una nueva beca me llevó a España a ampliar
unos incipientes estudios filosóficos, y que allá en el último año de una
maestría, con ocasión de una confluencia de lecturas (Julio Ramón Ribeyro,
Friedrich Hölderlin, Rainer Maria Rilke, Ítalo Calvino), retomé mi vocación
literaria con ejercicios que ya no tenían nada que ver con mi poesía
adolescente, sino con textos desarrollados en torno a una percepción, una
reflexión o una fantasía, totalmente al margen de los géneros convencionales.
Ahora
ocurre que mis artículos y ensayos filosóficos muestran una inocultable
pretensión estética que despierta la suspicacia de mis colegas filósofos; en
tanto que mis escritos literarios dejan ver un persistente empeño argumentativo,
una impronta filosófica que desalienta al común de mis lectores.
Me
digo a mí mismo que, al menos, me leen fielmente mi esposa, algunos parientes,
un puñado de fieles amigos, unos cuantos alumnos de mis clases y a veces
alguien al otro lado del mundo. Pese a todo, lejos de cualquier notoriedad,
excelencia o galardón, me divierto en lo que hago, repartido entre la
actividad académica y la gestación de mi prole de pequeños monstruos, en cuya
talla encuentro, más allá de la ansiedad y el sudor de la escritura, un
placer que, a diferencia de una fama póstuma impensable, disfruto en tiempo
presente y he de llevarme en los bolsillos el último de mis días.
¿Qué
me queda decir sobre la vocación? Podría citar a Rilke que, en sus Cartas a un joven poeta, advertía a su
corresponsal que la única forma de saber si debería dedicarse a escribir era
preguntarse “si moriría al dejar de hacerlo”. Si la respuesta era negativa,
debía abandonarlo de inmediato, pero de ser positiva debía organizar su
existencia entera en función de ese propósito sagrado.
Las vidas de los hijos no pueden ser jamás los proyectos de sus padres
Y
agregar que las capacidades no lo son todo, y que los tests vocacionales no significan
nada. De haberme fiado de todo ello, mi rumbo profesional habría sido, por
ejemplo, ingeniería, como creían los docentes de ciencias exactas de mi etapa pre-universitaria.
Y nada más alejado de mis gustos y mi temperamento.
Recuerdo que una mañana contaba a unos padres de alumnos de Derecho en mi actual universidad: “nada más rentable que la propia pasión”. Es decir, que hay que dejar a los hijos seguir el camino en que coincidan sus mejores disposiciones y su mayor entusiasmo, puesto que en definitiva sus vidas no pueden ser jamás los proyectos de sus padres. De lo contrario, odiarían lo que hagan por el resto de los años, por jugoso que sea lo que reciban a cambio.
Dos
días después una estudiante vino a confesarme que su papá, a resultas de mi
alocución, había cambiado de parecer y desistido de forzarla a que estudiara
Derecho para permitirle seguir lo que yo le aconsejara, es decir, lo que ella
quería, que era la carrera de Psicología. Y eso hizo, desde luego.
Después
de esa deserción y quizá otras –pero no sé si a causa de ello–, no fui nunca
más invitado a dar ese tipo de charlas en la universidad. Debí convertirme en
un peligro para las finanzas de las escuelas profesionales, me digo con humor.
Conforme
escribo, caigo en la cuenta de que quizá no existan vocaciones, carreras o
profesiones, sino solo deseos y personalidades, que hacen más de una cosa
a la vez o combinan distintos intereses dentro del mismo empleo. Individualidades irrepetibles que deben incluso inventar su propio oficio.
Nuestras inclinaciones no se deducen con antelación, sino que se dibujan conforme damos unos pasos en alguna dirección
Tal
vez ello se relacione con la tendencia actual a hacer una licenciatura en un
campo determinado y un post grado en algo diferente. Al entrecruzamiento, en
suma, entre diversas ocupaciones.
En
efecto, vivimos una era prometedora de cooperación artística, reivindicación de
lo holístico y fomento de lo interdisciplinario. Todo conecta con todo o, como
diría la canción del uruguayo Jorge Drexler, “Todo se transforma”. Una
tendencia hacia la apertura y la permeabilidad que extiende las libertades
personales, las posibilidades creativas y los campos de la percepción. Un
cambio, en suma, más acorde con la interacción, la variedad y la fluidez que singularizan la biología y
la psicología de nuestra naturaleza.
El
intercambio y la mezcla no equivalen a dispersión. Por el contrario,
permiten una amplificación del conocimiento y del obrar que es más humana que
encerrarse en una única clase de actividad y, por ello, en un solo pedazo de
nuestro ser.
La
vocación ya no puede ser un concepto excluyente, sino un nudo o un cruce de caminos. Lo que importa es
conocerse a uno mismo, y ese descubrimiento no se despeja con un test o un
algoritmo, ni se decanta leyendo la abundante oferta universitaria. Sin contar
con que, a todo esto, no todos tienen que pasar por la universidad para
dedicarse a lo que anhelan.
Posiblemente,
y esa es mi experiencia, la vocación es una conjunción entre los juegos de la
infancia y lo que se encuentra a medida que se empieza a hacer algo, sin
importar que esto parezca alejarnos de la primera idea. A menudo nuestras
inclinaciones no se deducen racionalmente con antelación, sino que se dibujan conforme damos
unos pasos en alguna dirección. La vocación, en resumen, no es una certeza de la mente sino un hallazgo de la acción.
Todos
los profesores universitarios sabemos que solo una porción reducida de los matriculados
en los primeros ciclos tienen claridad sobre lo que hacen, y en una parte de
ellos se trata en realidad solo del miedo a poner en duda lo ya emprendido.
Nadie contribuye más al mundo que quien es feliz amando lo que hace y haciendo lo que ama
Porque
muchos adolescentes viven conminados a escoger demasiado pronto su destino. Que
es como forzarles a un matrimonio indeseado a una edad inexperta que necesita,
más bien, de tiempo, contacto y recorrido. Y uno se hace a sí mismo no con razones, sino con acontecimientos y experiencias, con errores y
alegrías.
Por
supuesto que todas estas disquisiciones se replantearían si habláramos de un
país auténticamente desarrollado, por el que no hay que entender lo que digan unas
cifras macroeconómicas o los niveles de consumo, sino lo que decía Amartya Sen:
una sociedad dotada de las suficientes condiciones materiales e inmateriales
(leyes, salud, infraestructura, educación, acceso a la cultura) para favorecer
el despliegue de las capacidades de sus habitantes. En un entorno así, las
ilusiones juveniles tendrían más alicientes y expectativas de futuro. Sobre
todo, no estarían contaminadas por la subordinación de la belleza misma del
trabajo como crecimiento personal a la implacable “dictadura de la
productividad”, como diría Nuccio Ordine.
Nadie
contribuye más al mundo que quien es feliz amando lo que hace y haciendo lo que
ama.
Y, como digo a menudo, el amor no hay nada ni nadie que pueda enseñarlo. El
amor se pega. O, mejor aún, el amor simplemente sucede.
Muy Bello relato Victor Hugo. Al final seguimos impulsos del alma, sensaciones intuitivas que van tomando forma con las propias ideas y las ideas de los demas sobre nosotros mismos. Luego esas ideas son tamizadas en nuestro interior y si sentimos que estamos en el camino correcto , las seguimos. Luego los resultados externos e internos reafirmaran o no el camino seguido, lo que nos permite desviarnos a nuevos caminos o proseguir por el mismo camino. Por eso las primeras preguntas son claves. Que te apasiona? Para que crees que eres bueno? Que cosas te gustan de la vida? Como crees que lo que vas a esrudiar te ayudaran a conseguir esas cosas?. Si a priori no se es capaz de contestar estas preguntas, hay que escoger el camino que mas parezca acercarse a las respuestas a estas preguntas, e ir viendo en el camino.
ResponderBorrarY en todo ello hay que dejar a los muchachos un cierto espacio, una libertad, y también mucha oportunidad para estar solos y pensar en sí mismos. Y por ello mismo, menos invasión tecnológica tanto como menos presión del entorno.
BorrarConmovedor. Recuerdo su primera clase pero no la última, y quizás es porque usted sigue siendo mi profesor, porque mi conciencia sigue oyendo sus reflexiones o porque simplemente mi condición de alumno de Filosofía es irrenunciable.
ResponderBorrarMuchísimas gracias. Vuelvo a una vieja certeza, leyéndote: la calidad de los profesores es a menudo proporcional a la calidad del impulso que han supuesto siempre los buenos alumnos como tú, por ejemplo. Un abrazo.
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